Entre el 11 y el 22 de febrero se desarrolló el festival de Berlín, el certamen que inaugura la temporada anual de festivales internacionales competitivos de clase “A”. La visita a Berlín provoca siempre un doble placer, máxime si se tiene en cuenta que esta cronista asiste a la Berlinale desde 1985. Por un lado, el festival ofrece la posibilidad de ver durante casi dos semanas una formidable selección de películas procedentes de todo el globo (recuérdese que por la naturaleza del negocio cinematográfico sólo una mínima parte de la producción internacional llega a pantallas locales de cine y televisión). Por otro, la ciudad de Berlín es en sí misma una forma de ver cómo la política y la historia confluyen en una urbe que se está reinventando desde 1989, cuando colapsó el comunismo.

 

El festival está a cargo de un organismo municipal que cuenta desde hace unos años con el apoyo visible de patrocinadores del sector privado como Mercedes Benz y canales de televisión. En tanto organización cultural pública, el futuro de la Berlinale está íntimamente ligado al de la ciudad. Y el consorcio que planea y ejecuta la reunificación arquitectónica de la ciudad partida albañil e ideológicamente durante las tres décadas de la guerra fría ha dado prominencia a la mudanza física del festival. Instalada a metros de la populosa Kurfürstendamm, en el corazón comercial del exBerlín oeste, la planta física de la Berlinale ocupará un espacio privilegiado en el complejo Daimler Benz de la Postdamer Platz, cuando el festival festeje su cincuentenario en el año 2000. Antes de la Segunda Guerra, Postdamer Platz era uno de los centros comerciales más característicos de Berlín. No sólo lo destruyeron los bombardeos sino que por allí se levantó el muro, convirtiendo la zona en una tierra de nadie, minada y con guardias armados hasta los dientes. Como si la calle Florida y Plaza de Mayo hubieran sido brutalmente arrasadas y sustraídas a la ciudad. Wim Wenders rodó en 1987 su hondo testimonio sobre Berlín, Las alas del deseo, en las cercanías de Postdamer Platz. Diez años después, el lugar es una inmensa cantera de construcción. Arquitectos de renombre internacional han diseñado edificios y espacios públicos que la picaresca berlinesa ha rápidamente calificado de “international glitz”, un estilo que alardea su modernidad, emparentándose con la Bauhaus, que tanto desarrollo tuvo en el Berlín de los años Veinte. Donde el año pasado había cimientos y terreno fangoso, esta vez vimos estructuras que redefinen la silueta de la ciudad vista, como en el filme de Wenders, desde la columna de la Victoria en el cercano parque de Tiergarten. Hay quienes se alarman por el resurgimiento de la ciudad, que volverá a ser la capital de Alemania el año que viene. Hay quienes ven síntomas preocupantes en la tenacidad con que las autoridades prosiguen la reunificación de Berlín, una ciudad con dos administraciones, servicios públicos duplicados, y grandes disparidades en el estilo de vida y expectativas en los sectores este y oeste. Hay quienes ven la sombra y el peso del pasado nazi y comunista en cada esquina, y desesperan que la ciudad pueda renacer liberada de culpa para ser una metrópolis moderna y multiétnica como París, Londres o Nueva York. Y esta es, precisamente, la fascinación que ejerce Berlín sobre la imaginación de quienes viven allí o son viajeros de paso.

 

El lote de veinticinco películas a concurso por los tradicionales Osos de oro y plata resultó, como siempre, ecléctico e interesante. Junto a producciones norteamericanas de generoso presupuesto, como la oportuna sátira política Wag The Dog, sobre un presidente cuya indiscreción sexual se “borra” con la fabricación de una guerra ficticia con Albania, Good Will Hunting, acerca de un genio matemático ignorado que barre pisos en el MIT y la desopilante comedia negra The Big Lebowski, de los hermanos Coen, se vieron otros trabajos europeos y asiáticos de relieve. La única película latinoamericana a concurso, favorita de la crítica y del público –que la aplaudió durante diez minutos luego de su proyección– fue la brasilera Central do Brasil (Estación Central), que se llevó el Oso de oro al mejor filme y el de plata a la mejor actriz, Fernanda Montenegro. Las peripecias de su director, Walter Salles, para concretar el rodaje de esta road movie que lleva a un chico de nueve años de San Pablo al noreste brasilero en busca de su padre y en compañía de una maestra batida por la vida, ejemplifican las dificultades de tantos otros directores latinoamericanos para realizar su opera prima. El libreto, escrito en portugués, ganó un concurso internacional de guiones convocado por el Sundance Institute de Estados Unidos, que promueve el cine de autor. La intervención de un productor francés posibilitó el rodaje. Central do Brasil prueba una vez más que no hay como hablar de lo local para alcanzar relieve universal. El premio ecuménico, otorgado conjuntamente por la OCIC, la oficina católica del cine, e Interfilm, una organización protestante, recayó también en el filme brasilero. El jurado señaló que a través de una historia simple se presentan personajes finamente diseñados que muestran el camino de la compasión.

 

La presencia argentina se tradujo en tres películas, mostradas en las secciones paralelas: dos coproducciones con Francia, Un crisantemo estalla en cincoesquinas, opera prima de Daniel Burman, e Invierno mala vida, primer largometraje de Gregorio Cramer; y Escrito en el agua, segundo trabajo del realizador boliviano residente en Buenos Aires, Marcos Loayza. La película de Burman, nacido en Buenos Aires en 1973, es una presentación narrativa y visualmente original de situaciones y personajes arquetípicos de una historia latinoamericana poblada de caudillos, polvaredas, asesinatos, venganzas y corrupciones. El contraste lo ofrece la racionalidad de un joven judío (Martín Kalwill, excelente), testigo de una barbarie que lo destruye. Sería imposible no ver una conexión con la Argentina de ahora. La película de Cramer –de 27 años– es una road movie surrealista, que incursiona en lo experimental, desarrollando la misión absurda de un antihéroe en la Patagonia. A nivel metafórico, también puede considerarse una visión de la Argentina en clave negra. Escrito en el agua, apoyado en una narrativa tradicional, es la educación sentimental de un adolescente porteño en Chascomús. Hacia el final aborda la denuncia política, que queda descolgada.

 

Se acercaron a la Berlinale el director del Instituto de Cine local, acompañado de la plana mayor responsable del festival de Mar del Plata. El certamen alemán es un buen modelo para estudiar. Como todos los años, la organización marchó sobre ruedas.

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