I. La tragedia de la Shoah y el deber de recordar

 

Está concluyendo rápidamente el siglo XX y amanece ya la aurora de un nuevo milenio cristiano. El aniversario bimilenario del nacimiento de Jesucristo insta a todos los cristianos, e invita a todo hombre y a toda mujer, a tratar de descubrir en el devenir de la historia los signos de la divina Providencia en su obra, así como los modos en los cuales la imagen del Creador presente en el hombre ha sido ofendida y desfigurada.

 

Esta reflexión se refiere a uno de los temas principales mencionados por Juan Pablo II en su carta apostólica Tertio millennio adveniente, que los católicos pueden seriamente tomar como propio: «Así es justo que, mientras el segundo milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo» (Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente 33, 10 de noviembre de 1994).

 

Este siglo ha sido testigo de una horrible tragedia, que no puede ser olvidada jamás: el intento del régimen nazi de exterminar al pueblo judío, con el consiguiente asesinato de millones de judíos. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, niños y bebés, sólo por ser de origen judío, fueron perseguidos y deportados. Algunos fueron asesinados inmediatamente, otros fueron humillados, maltratados, torturados y despojados completamente de su dignidad humana y, finalmente, asesinados. Muy pocos de los que fueron internados en los campos de concentración sobrevivieron, y el terror permaneció en los sobrevivientes por el resto de sus vidas. Esto fue la Shoah: uno de los principales dramas de la historia de este siglo, un hecho que nos atañe todavía hoy.

 

Ante este horrible genocidio, difícil de creer para los responsables de las naciones y las mismas comunidades judías en el momento que se llevaba a cabo sin misericordia, nadie puede permanecer indiferente, y menos todavía la Iglesia, a causa de sus estrechos vínculos de parentesco espiritual con el pueblo judío y su recuerdo de las injusticias del pasado. La relación de la Iglesia con el pueblo judío es diferente de la que comparte con el resto de las religiones. No se trata de regresar al pasado. El futuro común de judíos y cristianos exige que recordemos, pues «no hay futuro sin memoria «. La historia misma es memoria futuri.

 

Al dirigir esta reflexión a nuestros hermanos y hermanas de la Iglesia católica esparcidos por el mundo, pedimos a todos los cristianos que se unan a nosotros en la reflexión sobre la catástrofe que golpeó al pueblo judío, y sobre el imperativo moral que se deriva de ello para hacer todo lo posible para que el egoísmo y el odio nunca más puedan crecer hasta el punto de diseminar sufrimientos y muerte. De modo particular, pedimos a nuestros amigos judíos, «cuyo terrible destino se ha convertido en símbolo de la aberración a la que puede llegar el hombre, cuando se revela contra Dios», que predispongan su corazón para escucharnos.

 

II. Lo que debemos recordar

 

Al ofrecer su singular testimonio del Santo de Israel y de la Torah, el pueblo judío ha sufrido enormemente en diferentes épocas y en muchos lugares. Pero la Shoah fue ciertamente el peor sufrimiento de todos. La inhumanidad con que fueron perseguidos y masacrados los judíos en este siglo va más allá de la capacidad de expresión de las palabras. Y todo esto se cometió contra ellos por la sola razón de que eran judíos.

 

La misma magnitud del crimen suscita muchas preguntas. Historiadores, sociólogos, filósofos, políticos, psicólogos y teólogos tratan de conocer mejor la realidad y las causas de la Shoah. Pueden realizarse muchos estudios especializados. Pero un acontecimiento así no puede ser medido plenamente tan sólo con los criterios ordinarios de la investigación histórica. Apela a una “memoria moral y religiosa” y, especialmente entre los cristianos, a una reflexión muy seria sobre las causas que lo provocaron. El hecho de que la Shoah haya tenido lugar en Europa, es decir, en países de larga civilización cristiana, plantea la cuestión de la relación entre la persecución nazi y las actitudes de los cristianos hacia los judíos a lo largo de los siglos.

 

III. Las relaciones entre judíos y cristianos

 

La historia de las relaciones entre judíos y cristianos es una historia atormentada. Lo reconoció el Santo Padre Juan Pablo II en sus repetidos llamamientos a los católicos a considerar nuestra actitud de cara a las relaciones con el pueblo judío. En efecto, el balance de estas relaciones durante los dos milenios ha sido bastante negativo.

 

En los albores del cristianismo, después de la crucifixión de Jesús, surgieron contrastes entre la Iglesia primitiva y los jefes de los judíos y el pueblo judío, quienes, por apego a la Ley, a veces se opusieron violentamente a los predicadores del Evangelio y a los primeros cristianos. En el Imperio Romano, que era pagano, los judíos estaban legalmente protegidos por privilegios garantizados por el emperador. Las autoridades en un primer momento no distinguieron entre las comunidades judías y las cristianas. Muy pronto, sin embargo, los cristianos fueron perseguidos por el Estado. Cuando a continuación los emperadores mismos se convirtieron al cristianismo, al principio continuaron garantizando los privilegios a los judíos. Pero grupos exaltados de cristianos, que asaltaban los templos paganos, hicieron en algunos casos lo mismo en relación con las sinagogas, sufriendo el influjo de ciertas interpretaciones erróneas del Nuevo Testamento sobre el pueblo judío en su conjunto. «En el mundo cristiano -no digo por parte de la Iglesia en cuanto tal- han circulado durante demasiado tiempo interpretaciones erróneas e injustas del Nuevo Testamento con respecto al pueblo judío y su presunta culpabilidad; ello ha generado sentimientos de hostilidad hacia este pueblo» (Juan Pablo II, 31 de octubre de 1997). Estas interpretaciones del Nuevo Testamento han sido total y definitivamente rechazadas por el Concilio Vaticano II (Cf. Nostra aetate, 4).

 

A pesar de la predicación cristiana del amor hacia todos, incluidos los mismos enemigos, la mentalidad que ha prevalecido a través de los siglos ha penalizado a las minorías y a cuantos eran, en cierto sentido, «diferentes». Sentimientos de antijudaísmo en algunos ambientes cristianos y la divergencia que existía entre la Iglesia y el pueblo judío, llevaron a una discriminación generalizada, que desembocaba en ocasiones en expulsiones o intentos de conversión forzada. En buena parte del mundo «cristiano», hasta finales del siglo XVIII, quienes no eran cristianos no siempre gozaron de un «status» jurídico plenamente garantizado. A pesar de ello, los judíos diseminados en todo el mundo cristiano permanecieron fieles a sus tradiciones religiosas y a sus costumbres propias. Fueron, por ello, considerados con cierta sospecha y desconfianza. En tiempos de crisis, como carestías, guerras y pestes o tensiones sociales, la minoría judía fue tomada en varias ocasiones como chivo expiatorio, convirtiéndose así en víctima de violencias, saqueos e, incluso, masacres.

 

Entre finales del siglo XVIII e inicios del siglo XX, los judíos habían alcanzado generalmente una posición de igualdad con otros ciudadanos en la mayoría de los Estados y un cierto número de ellos llegó a desempeñar cargos influyentes en la sociedad. Pero en este mismo contexto histórico, especialmente en el siglo XIX, nació un nacionalismo exacerbado y falso. En un clima de rápido cambio social, los judíos fueron a menudo acusados de ejercer una influencia desproporcionada respecto de su número. Entonces comenzó a difundirse de diferentes maneras, a través de la mayor parte de Europa, un antijudaísmo que era esencialmente más sociopolítico que religioso.

 

En el mismo período, comenzaron a aparecer teorías que negaban la unidad de la raza humana, afirmando una diversidad original de las razas. En el siglo XX, el nacionalsocialismo en Alemania utilizó estas ideas como base pseudocientífica para diferenciar las llamadas razas nórdico-arias de las razas supuestamente inferiores. Además, una forma extremista de nacionalismo fue alentada en Alemania por la derrota de 1918 y por las condiciones humillantes impuestas por los vencedores, con la consecuencia de que muchos vieron en el nacional-socialismo una solución a los problemas del país y, por ello, cooperaron políticamente con este movimiento.

La Iglesia en Alemania respondió condenando el racismo. Esta condena apareció por primera vez en la predicación de algunos miembros del clero, en la enseñanza pública de los obispos católicos y en los escritos de periodistas católicos. Ya en febrero y marzo de 1931, el cardenal Bertram de Breslavia, el cardenal Faulhaber y los obispos de Baviera, los obispos de la provincia de Colonia y los de la provincia de Friburgo publicaron cartas pastorales que condenaban el nacionalsocialismo, con su idolatría de la raza y del Estado. El año mismo en el que el nacionalsocialismo llegó al poder, en 1933, los famosos sermones de Adviento del cardenal Faulhaber, a los que no sólo asistieron católicos, sino también protestantes y judíos, utilizaban expresiones de claro repudio de la propaganda nazi antisemita. Tras la Kristallnacht, Bernard Lichtenberg, preboste de la catedral de Berlín, elevó oraciones públicas por los judíos. Murió después en Dachau y ha sido declarado beato.

 

El papa Pío XI también condenó el racismo nazi de manera solemne en la encíclica Mit brennender Sorge (4 de marzo de 1937), que fue leída en las iglesias de Alemania en el Domingo de Pasión de 1937, iniciativa que procuró ataques y sanciones contra los miembros del clero. El 6 de septiembre de 1938, dirigiéndose a un grupo de peregrinos belgas, Pío XI afirmó: “El antisemitismo es inaceptable. Espiritualmente todos somos semitas”. Pío XII, desde su primera encíclica, Summi pontificatus, del 20 de octubre de 1939, advirtió contra las teorías que negaban la unidad de la raza humana y contra la deificación del Estado, cosas que él preveía que llevarían a una verdadera «hora de las tinieblas».

 

IV. Antisemitismo nazi y Shoah

 

No se puede ignorar la diferencia que existe entre el antisemitismo, basado en teorías contrarias a la enseñanza constante de la Iglesia sobre la unidad del género humano y sobre la igual dignidad de todas las razas y de todos los pueblos, y los sentimientos de sospecha y de hostilidad perdurables durante siglos que llamamos antijudaísmo, de los cuales, por desgracia, también ha habido culpables entre los cristianos.

 

La ideología nacional-socialista fue más allá, en el sentido de que rechazó reconocer cualquier realidad trascendente como fuente de la vida y criterio del bien moral. Por consiguiente, un grupo humano, y el Estado con el que se identificaba, se atribuyó un valor absoluto y decidió cancelar la existencia misma del pueblo judío, pueblo llamado a dar testimonio del único Dios y de la Ley de la Alianza. En el nivel teológico no podemos ignorar el hecho de que no pocos seguidores del partido nazi no sólo mostraron aversión a la idea de una divina Providencia que opera en las vicisitudes humanas, sino que dieron también prueba de un preciso odio en relación con Dios mismo. Lógicamente, una actitud así llevó también al rechazo del cristianismo, y al deseo de ver destruida la Iglesia o, por los menos, sometida a los intereses del Estado nazi.

 

Esta ideología extremista se convirtió en la base de las medidas emprendidas, primero para desarraigar a los judíos de sus casas y después para exterminarlos. La Shoah fue obra de un típico régimen moderno neopagano. Su antisemitismo tenía sus propias raíces fuera del cristianismo y, al perseguir sus propios objetivos, no dudó en oponerse a la Iglesia, persiguiendo también a sus miembros.

 

Pero hay que preguntarse si la persecución del nazismo en relación con los judíos no fue facilitada por los prejuicios antijudíos presentes en las mentes y en los corazones de algunos cristianos. ¿Provocó el sentimiento antijudío una menor sensibilidad en los cristianos, o incluso indiferencia, ante las persecuciones realizadas contra los judíos por el nacionalsocialismo cuando alcanzó el poder?

 

Todas las respuestas a esta pregunta deben tener en cuenta el hecho de que estamos tratando de la historia de actitudes y de modos de pensar de gente sujeta a múltiples influencias. Es más, muchos desconocieron totalmente la «solución final» que estaba a punto de ser adoptada contra un pueblo entero; otros tuvieron miedo por sí mismos y por sus seres queridos; algunos se aprovecharon de la situación; otros, por último, se dejaron mover por la envidia. Hay que responder caso por caso y, para hacerlo, es necesario conocer los motivos que movieron a las personas en una situación determinada.

 

Al inicio, los jefes del Tercer Reich trataron de expulsar a los judíos. Desafortunadamente, los gobiernos de algunos países occidentales de tradición cristiana, incluidos algunos del norte y del sur de América, dudaron en abrir sus fronteras a los judíos perseguidos. Aunque no podían prever hasta dónde llegarían los nazis en sus criminales intenciones.

 

La diplomacia ejercida por Pío XII fue públicamente agradecida en numerosas ocasiones por las organizaciones judías. Así, en septiembre de 1945, el Papa recibió al doctor A. Leo Kubowitzki, secretario general del World Jewish Congress, quien pidió una audiencia para presentar “al Santo Padre, en nombre de la Unión de las Comunidades Israelitas, su más profundo agradecimiento por la obra realizada por la Iglesia católica en favor de la población judía en toda Europa durante la guerra” (L’Osservatore Romano, 23 de septiembre de 1945, p. 1). El jueves 29 de noviembre de 1945 el Papa recibió a unos 80 delegados de sobrevivientes judíos, provenientes de los campos de concentración de Alemania, llegados a manifestarle “el honor de poder agradecer personalmente al Santo Padre la generosidad que demostró hacia los perseguidos durante el terrible período del nazifascismo” (L’Osservatore Romano, 23 de septiembre de 1945, p. 1). En 1958, a la muerte del papa Pío XII, Golda Meir envió un elocuente mensaje: “Compartimos el dolor de la humanidad. Cuando el terrible martirio se abatió sobre nuestro pueblo, la voz del Papa se elevó por sus víctimas. Nuestro tiempo se enriqueció por una voz que habló claramente sobre las grandes verdades morales por encima del tumulto del conflicto cotidiano. Lloramos a un gran servidor de la paz”.

 

Muchos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos han sido honrados por este motivo por el Estado de Israel.

 

A pesar de ello, como el papa Juan Pablo II ha reconocido, junto a estos valientes hombres y mujeres, la resistencia espiritual y la acción concreta de otros cristianos no fue la que se podría haber esperado de los discípulos de Cristo. No podemos conocer cuántos cristianos en los países ocupados o gobernados por las políticas nazis o por sus aliados constataron con horror la desaparición de sus vecinos judíos, pero no tuvieron la fuerza suficiente para alzar su voz de protesta. Para los cristianos, esta grave carga de conciencia de sus hermanos y hermanas durante la última guerra mundial deber ser un llamado al arrepentimiento (Cf. Juan Pablo II, Discurso al nuevo embajador de la República Federal de Alemania, 8 de noviembre de 1990).

 

Deploramos profundamente los errores y las culpas de estos hijos e hijas de la Iglesia. Asumimos lo que dijo el Concilio Vaticano II en la declaración Nostra aetate al afirmar de manera inequívoca: “La Iglesia, consciente del patrimonio común con los judíos, e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, las persecuciones y todas las manifestaciones de anti-semitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos” (4).

 

Recordamos y hacemos nuestro lo que el papa Juan Pablo II, al dirigirse a los jefes de las comunidades judías de Estrasburgo, en 1988, afirmó: “Reitero nuevamente junto con vosotros la más firme condena de todo antisemitismo y de todo racismo, que se oponen a los principios del cristianismo”. La Iglesia católica, por lo tanto, repudia toda persecución, en cualquier lugar y tiempo, perpetrada contra un pueblo o grupo humano. Ella condena firmemente todas las formas de genocidio, así como las ideologías racistas que lo han hecho posible. Al dirigir la mirada a este siglo, estamos profundamente dolidos por la violencia que ha afectado a grupos enteros de pueblos y de naciones. Recordamos de modo particular la masacre de los armenios, las innumerables víctimas en la Ucrania de los años treinta, el genocidio de los gitanos, fruto también de ideas racistas, y tragedias semejantes acaecidas en América, en África y en los Balcanes. Tampoco queremos olvidar los millones de víctimas de la ideología totalitaria en la Unión Soviética, en China, en Camboya y en otros lugares. Tampoco podemos olvidar el drama de Medio Oriente, cuyas características son bien conocidas. En el momento en el que hacemos esta reflexión, “demasiados hombres continúan siendo víctimas de sus propios hermanos”.

 

V. Mirando juntos hacia un futuro común

 

Al mirar el futuro de las relaciones entre judíos y cristianos, en primer lugar pedimos a nuestros hermanos y hermanas católicos que renueven la conciencia de las raíces judías de su fe. Les pedimos que recuerden que Jesús era descendiente de David; que del pueblo judío nacieron la Virgen María y los Apóstoles; que la Iglesia se sustenta de las raíces de ese buen olivo al que están injertadas las ramas del olivo silvestre de los gentiles (Cf. Romanos 11, 17-24); que los judíos son nuestros queridos y amados hermanos, y que, en cierto sentido, son auténticamente «nuestros hermanos mayores».

 

Al término de este milenio, la Iglesia católica desea expresar su profunda tristeza por las faltas de sus hijos y de sus hijas en todas las épocas. Se trata de un acto de arrepentimiento (teshuva): como miembros de la Iglesia, compartimos tanto los pecados como los méritos de todos sus hijos. La Iglesia se acerca con profundo respeto y gran compasión a la experiencia del exterminio, la Shoah, que sufrió el pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial. No se trata de simples palabras, sino de un compromiso que vincula. «Correremos el riesgo de hacer morir de nuevo a las víctimas de las muertes más atroces, si no tenemos la pasión de la justicia y si no nos comprometemos, cada uno según sus propias capacidades, en hacer que el mal no prevalezca sobre el bien; como sucedió en relación con millones de hijos del pueblo judío. La humanidad no puede permitir que esto vuelva a suceder de nuevo».

 

Recemos para que nuestro dolor por las tragedias que el pueblo judío ha sufrido en nuestro siglo conduzca a nuevas relaciones con él. Deseamos transformar la conciencia de los pecados del pasado en un firme compromiso por un nuevo futuro en el cual no exista un sentimiento antijudío entre los cristianos y un sentimiento anticristiano entre los judíos, sino más bien, un respeto recíproco compartido, como es propio de quienes adoran al único Creador y Señor y tienen un padre común en la fe, Abraham.

 

Finalmente, invitamos a los hombres y mujeres de buena voluntad a que reflexionen profundamente sobre el significado de la Shoah. Las víctimas en sus tumbas y los sobrevivientes se han convertido en un fuerte grito que llama la atención de toda la humanidad por lo que han sufrido. Recordar este terrible drama significa tomar plena conciencia de la advertencia que comporta: nunca se debe permitir que las semillas infectadas del antijudaísmo y del anticristianismo echen raíces en el corazón del hombre.

 

    

Cardenal Edward Idris Cassidy,

presidente de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo

Pierre Duprey, vicepresidente

Remi Hoekman o.p., secretario

16 de marzo de 1998

 

   


Traducción no oficial: versión de la agencia de noticias Zenit, de Roma, y el extracto difundido por VIS.

4 Readers Commented

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  1. mayte Getafe on 16 agosto, 2009

    No hay perdón en el mundo ni nadie por encima de ningún ser humano que pueda borrar ni un segundo de las vidas de todos los judíos que sufrieron aquel maldito holocausto llevado por un ser tan loco y despiadado como fue Adolfo Hitler y los que le apoyaron.
    Si todos los que nos creemos cristianos fueramos capaces de reflexionar sobre este tema llevaríamos una Cruz hasta el final de nuestros días.

  2. Gabriel on 16 marzo, 2011

    No conocía esta reflexión, sencillamente es excelente; tampoco conocía la figura de Bernard Lichtenberg, que entre otras cosas fue proclamando en Israel como «Justo entre los gentiles».

  3. Ruth Panamaroff on 12 julio, 2011

    Jamás voy a perdonar a los cristianos por el Holocausto, Inquisición, las Cruzadas y otros crimenes más. Por lo menos la Iglesia Católica ha mostrado un arrepentimiento, pero dónde están los protestantes o los otros cristianos. Cómo es que los cristianos andan por todo el mundo predicando amor y paz y son los peores al respeto, esto se llama «La gran Hipocrecía» o la «Decepción Fatal.» Muchos de mís parientes estuvieron en los campos de concentración y murieron en manos de los cristianos. Dios dijo Ay al que se meta con Mí Pueblo Escogido» Cómo se debió haber sentido Jesucrist cuando miraba que su Pueblo estaba en las llamas del Holocausto – porque Jesecristo es judío y somos el Pueblo Escogido de Dios.

  4. Convendría leer un poco más al gran estudioso de la vergonzosa actitud de la Iglesia ante el Holocausto. Me refiero a Daniel Jonah Goldhagen en muchas de sus obras entre las que destaco «La Iglesia Católica y el Holocausto». A propósito del documento »Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah» afirma que »La Comisión vaticana para las relaciones religiosas con el judaísmo, en lo que constituye una de las más flagrantes falsedades históricas pronunciadas en público en los últimos tiempos, declaraba que el antisemitismo de los nazis tenía sus raices fuera del cristianismo».
    Aporta, además de sus conclusiones tras exhaustivo estudio del tema, las de otros historiadores. Incluso, cita que »Los obispos católicos estadounidenses proporcionan una explicación mucho más sencilla de las relaciones entre el antisemitismo de la Iglesia, por una parte, y el antisemitismo racial moderno y el Holocausto, por otra; explicación que, sin que ellos lo digan, contradice la de <>, Véase »Catholic Teaching on the Shoah: Implementing the Holy See’s We Remember, Washington, D.C., United States Catholic Conference, 2001, pp. 9-11.»

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