El viejo Henry Ford I solía decir que el público era libre de comprar cualquier marca de auto, siempre y cuando fuera un Ford T de color negro: así vendió quince millones de coches iguales. La frase, que suele citarse para definir la esencia de la producción masiva, un estilo que estaría hoy definitivamente superado, también puede ser leída como la afirmación insolente de la voluntad monopólica.
Esta tendencia es algo que no parece haber desaparecido en estos tiempos de libre mercado y competitividad. Nos viene a la memoria cuando leemos las noticias de la interpelación a la que el Senado de los Estados Unidos sometió a Bill Gates, dueño de Microsoft y titular de una de las mayores fortunas personales del mundo.
La sesión prometía ser tan histórica como aquella de los años Veinte, cuando el Senado investigó a Taylor acerca de sus métodos de trabajo parcelario. Pese a la debilidad de los argumentos de Taylor, quien no hacía más que comparar a los obreros con caballos y asnos, la interpelación tuvo resultado negativo. La alianza de Ford, un hombre que admiraba a Hitler, y de Taylor, un hombre admirado por Lenin, terminó por imponerse durante décadas, con la anuencia de empresarios y sindicalistas.
Desde hace tiempo, la empresa de Gates está en la mira de la comisión que investiga las actividades monopólicas por ciertas prácticas presuntamente desleales hacia la competencia. Algunas de ellas son bastante notorias. Todos recuerdan el faraónico lanzamiento mundial del Windows 95, un producto que fue lanzado antes de tiempo, sin haber pasado por los necesarios controles de confiabilidad, tan sólo para cumplir con un plazo. Recién en posteriores versiones, y capitalizando la experiencia de los usuarios, a quienes empleó como cobayos, la empresa logró hacerlo confiable.
Los lectores también conocen ese manual de informática que el año pasado puso en circulación un gran diario porteño. Bastaba hojearlo para ver que es apenas un folleto publicitario de Windows, sembrado de mensajes explícitos acerca de la competencia y sus deficientes productos. La dudosa ética comercial se agravaba por tratarse de uno de los pocos casos en que había que pagar por la publicidad.
El problema actual es más complejo. Para navegar por las redes informáticas, es necesario emplear un programa de exploración, llamado browser. En el mercado existen varios tipos, siendo los más conocidos los que fabrican Sun, Netscape y Microsoft. La aparente violación del juego limpio está en que Gates ha incorporado a su programas Windows 95 y siguientes su propio browser (el Explorer) de manera que quien adquiere el producto se ve prácticamente obligado a usarlo, a menos que quiera afrontar un gasto extra y probar el producto de la competencia.
La situación podría parecerse a la de una sastrería que regalara camisas, medias y zapatos con cada traje que vende, metiéndose en el negocio de otros con deslealtad. De no ser porque lo que está en juego es quién explotará el negocio del siglo que viene: el acceso a las autopistas informáticas. Si el negocio se vuelve monopólico, ni siquiera cabe esperar que la innovación continúe al mismo ritmo, ya que no habrá competencia.
Haciendo honor a su imagen de yuppie transgresor, Gates se defendió ironizando acerca de la volatilidad del mercado, cuyas fluctuaciones duran menos que el mandato de un senador. Pidió al Estado norteamericano que lo dejara en paz e invocó al único dios sin ateos que queda en esta tierra: la tecnología. Pidió a los senadores que no pongan freno a la innovación; juró que todos sus esfuerzos están al servicio del cliente y dijo sentirse el más idóneo para hacerlo. Ese mismo día, los hackers lanzaban un ataque masivo contra sus sistemas Microsoft, provocando daños inéditos: en este mundo, hasta el terrorismo es virtual.
La polémica, que probablemente gane Gates, deja un sabor amargo. Nos lleva a pensar en el poder que acumula la enorme concentración de capitales, cada día más impersonales y menos sujetos a la ética o a la ley, que parece ensombrecer al Estado, impidiéndole ejercer su papel de mediador y garante del bien común. Los giga-millonarios de hoy parecen descreer del Estado y prefieren hacer enormes donaciones (que deducen de sus impuestos) a las entidades no gubernamentales. ¿Será la hora de reinventar el Estado, o una instancia comunitaria que se le parezca siquiera, para evitar el surgimiento de ese capitalismo autoritario de que habla Sörös, un hombre que de acumular sabe algo?