El violento y cruel Slobodan Milosevic, quien encarna la política de “limpieza étnica” que los serbios se han propuesto en Kosovo contra la población albanesa, es socio de Saddam Hussein, el líder de Irak, en hacer del ejercicio del poder una empresa perversa.

 

En nuestro editorial anterior procuramos analizar la situación internacional y algunas de sus perspectivas, asumiendo la enorme complejidad de una “posguerra fría” que ha dejado a la intemperie innumerables conflictos y guerras locales que son escenarios de las peores manifestaciones del mal que albergó el siglo que termina, y que para el taller de la historia parecía terminado.

 

Kosovo es hoy uno de los lugares del mundo donde el temor de lo peor sigue pendiente. La sucia guerra emprendida por Milosevic, el presidente de la república federal de Yugoslavia, instigador de la depuración étnica en Bosnia, animador del ultranacionalismo serbio, es una de las peores violaciones a los derechos humanos que Europa ha conocido desde la segunda guerra mundial, según la percepción de la mayoría de los observadores y analistas de las miserias actuales.

 

No es el único sitio del mundo donde ocurren violaciones semejantes, como algunas tragedias africanas, por ejemplo, lo demuestran, o se exhiben en sitios aparentemente marginales de la geografía contemporánea.

 

Pero Milosevic y sus seguidores no actúan en la marginación geográfica sino a poca distancia de la Unión Europea, que es desafiada atinando con esfuerzo a una respuesta a la medida de la agresión contra “un pueblo esclavo mantenido por la violencia en la más abyecta sujeción”, como se lee en estas horas en la prensa occidental.

 

Cuando escribimos estas notas, Alemania, Rusia, Italia, Estados Unidos y Francia, integrantes de un “grupo de contacto”, están notificando a Milosevic que deberá detener la violencia a riesgo de enfrentar a la “comunidad internacional”. El embargo de armamentos es un primer paso, la eventualidad de intervención en el conflicto es el segundo, y ésta no descarta una difícil pero probable intervención militar. La “lección” de Bosnia demuestra que Milosevic y su gente sólo emplean el lenguaje de la fuerza, y el mensaje ahora enviado con la anuencia de Rusia –renuente al principio– constituye una última esperanza de que los violentos lo lean en la clave de una presión necesaria.

 

Como en el caso de Irak, en el que la mediación diplomática es por ahora exitosa aunque con el soporte de la fuerza militar, el de Milosevic y su ejército serbio acechando con la masacre en Kosovo, necesitan que la presión se mantenga constante. En ambos casos los discursos dobles, la permisividad armamentista que manejan mafias entrenadas para ello o la retórica sin convicciones alentaron a jefes cínicos y crueles en su megalomanía. En el caso de Irak como en el de Kosovo la fuerza no es la solución. Entre otras causas –y habida cuenta de las diferencias entre una y otra situación– porque la solución no existe y porque objetivamente la fuerza suele no ser una solución sino en situaciones límite. Pero los Milosevic y los Saddam Hussein necesitan sentir en la nuca el aliento del enemigo cuyo “brazo de hierro” dicen no temer.

 

Pero la presión necesaria no constituye por sí sola un remedio a una situación llamada a ser cada vez más violenta, porque la represión serbia –de continuar– provocará una rebelión popular y la crisis puede extenderse a los países vecinos: Macedonia, Albania, Grecia, Turquía.

 

Un análisis conducente a una solución política sostenida por aquella presión evoca la frágil pero humana solución hallada para Bosnia a través de los acuerdos de Dayton. En el caso de Kosovo, muchas voces experimentadas proponen el establecimiento de dos entidades, dividiendo el Estado serbio para hacer lugar a Kosovo, donde la política de resistencia pasiva de los albaneses parece haber llegado a límites que probablemente sean desbordados por la resistencia activa. Esa resistencia activa no sólo aumentará la violencia sino también el riesgo de su extensión inmediata a Macedonia. Y quien nombra este país, está evocando la región entera. La mediación internacional está llamada a establecer el mínimo político capaz de impedir la máxima fuerza.

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