La estrategia política del presidente Menem y su entorno ha obtenido un éxito (si bien moderado) en estas semanas: la “re-reelección” ha quedado instalada como tema nacional. Y la oposición, tanto la externa al partido del gobierno como la interna, que encabeza el gobernador Duhalde, no atina a salir del brete. Es que resulta difícil hacerlo. A nosotros mismos nos molesta hablar del tema, pero al mismo tiempo la gravedad de cuanto ocurre y cuanto puede llegar a ocurrir, si se sigue transitando este camino, nos obliga a ocuparnos de él.

 

No hay duda alguna de que el presidente Menem está empeñado en aferrarse a su cargo hasta más allá del límite que le impone la norma constitucional vigente. Él mismo lo ha dicho aunque luego -fiel a su estilo- se desdijera, contribuyendo a aumentar la confusión. Los adalides de la cruzada re-reeleccionista no son extraños ni improvisados: son los principales operadores políticos del presidente. Lo que ocurre es que se trata de un proyecto subversivo (en el sentido propio del término), y ello fuerza a la hipocresía.

 

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¿Es bueno o es malo que las personas se perpetúen en el ejercicio del poder (o, a la inversa, que los dirigentes y gobernantes roten)? CRITERIO opinó en otras oportunidades, editorialmente, que las reelecciones entrañan riesgos y son inconvenientes (n. 2129, 24/3/94). También publicó antes fundamentos para una opinión así. El constitucionalista Pérez Guilhou señalaba: “es importante reflexionar sobre los peligros ya pasados y los riesgos por correr. Ellos nos alertan que una posible reelección presidencial nos puede llevar al autoritarismo incontrolado. La estabilidad no se logra con la reelección, por el contrario, se la pierde poniendo por encima los intereses de tipo personalista” (n. 2115, 8/7/93).

 

El reeleccionismo es malo para la salud republicana, aunque sea compatible con las formas democráticas. La república exige mucho más que votaciones periódicas. Exige que nadie acumule un poder excesivo que llegue a ahogar las libertades. Hay casos paradigmáticos en la propia Argentina donde, aunque el pueblo vote, la República está ausente: la Catamarca de los Saadi, el San Luis de los Rodríguez Sáa. En otro ámbito, la Universidad de Buenos Aires acaba de padecer la tercera reelección del contador Shuberoff como rector, a caballo de un sistema donde lo académico ha sido aplastado por un aparato político partidista y burocrático asfixiante. Este último caso, por lo que tiene de diferente con el caso Menem, es buena muestra de los males del re-eleccionismo. A Shuberoff las normas le permitían ser reelecto. Lo malo, en ese caso, no es la persona: son las normas.

 

En el caso nacional las normas son claras. Rompiendo una sana tradición secular, en 1994 –Pacto de Olivos con el radicalismo de Alfonsín mediante– el menemismo logró introducir en la Constitución la reelección inmediata por un período, y no inmediata con un período intermedio. Esa reforma permitió a Menem acceder a un nuevo período presidencial, del que estaba legalmente impedido. El impedimento moral (respetar las reglas bajo las que había sido elegido) no fue siquiera considerado.

 

Los constituyentes de 1994 tenían presente el caso anterior del gobernador Angeloz. Él también había hecho reformar su Constitución provincial para introducir la reelección. Y acabando su segundo mandato consecutivo, impuso una interpretación según la cual, como ese segundo mandato era el primero bajo el imperio de la Constitución reformada que permitía la reelección, tenía derecho a otra reelección (según él, la primera bajo esa ley). Por eso, la Constitución Nacional incorporó una norma expresa (la disposición transitoria 9ª), que a su vez recogía una cláusula del Pacto de Olivos y de la ley que habilitó la reforma, según la cual el mandato que iniciara Menem en 1995 sería considerado “segundo mandato” y, por lo tanto, no podría ser reelecto en forma inmediata en 1999.

 

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La cláusula transitoria 9ª es tan norma constitucional como cualquiera de los demás artículos, transitorios o no. Fue aprobada junto con el resto del articulado, y así fue jurada, por Menem en primer lugar. Tiene la misma validez que, por ejemplo, otra disposición transitoria –la 10ª– que prolongó el segundo mandato de Menem hasta el 10 de diciembre de 1999, permitiéndole ejercer la presidencia por diez años y medio consecutivos (pues de lo contrario deberá cesar en su cargo el 8 de julio del año próximo).

 

Lo dicho significa que la única forma legal y posible de que Menem pueda acceder a un tercer mandato consecutivo (además, por supuesto, de ganar las elecciones) es que una nueva reforma constitucional elimine la cláusula transitoria 9ª. A esa eventual reforma no puede llegarse más que a través del procedimiento del artículo 30 de la Constitución, esto es, previa declaración de necesidad por parte del Congreso, con la mayoría especial de los dos tercios del total de los miembros de cada Cámara. Nuevamente: no hay otra forma legal posible. No hay iniciativa popular (expresamente prohibida para estos casos), ni consulta popular, vinculante o no, que puedan producir la reforma constitucional. Y no hay nueva reelección posible sin reforma constitucional.

 

El procedimiento para la reforma constitucional es hoy políticamente inviable: existe una oposición relativamente unida y con posibilidades de acceder al gobierno, con suficientes diputados como para bloquear por sí misma la reforma. No es concebible un suicidio político masivo de la oposición. Hay también un grupo suficientemente importante de legisladores que responden al principal adversario interno de Menem, el gobernador Duhalde. Tampoco es previsible que todos ellos cambien gratuita y alegremente de barco. La reforma constitucional no es posible. Esta certeza política es la que suscita las mayores preocupaciones y nos coloca ante los riesgos más graves.

 

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Si el objetivo del presidente Menem es lograr una nueva reelección que la Constitución no permite, y si la reforma constitucional no es viable, ¿qué significa en concreto la obsesiva insistencia en ese objetivo?

 

El menemismo se ha propuesto alcanzarlo por una vía oblicua que es, notoriamente, ilegal. Según todas las informaciones intentaría obtener un pronunciamiento judicial, de la Corte Suprema, cuya mayoría controla y que ha dado muestras sobradas de falta de independencia, que habilite a una nueva reelección. Los jueces adictos de la Corte, y aun quienes no lo son, estarían recibiendo intensas presiones políticas para que, mediante el absurdo de considerar que una norma constitucional es inconstitucional, se tenga por no escrita la disposición transitoria 9ª y se permita una nueva aventura electoral del presidente Menem.

 

Ese procedimiento extravagante e inadmisible en cualquier país políticamente civilizado, cuenta con el aval de dirigentes sindicales (gestionado entre otros, y en un insólito apartamiento de las formas diplomáticas y del respeto que merece su especial lugar de destino, por el embajador ante la Santa Sede, Esteban Caselli), y con una creciente simpatía de dirigentes empresarios. La pregunta del millón es si esta cruzada logrará la benevolencia, o al menos la indiferencia de Washington. En estos tiempos nada es posible sin ese aval. Pero se sabe que EE.UU. tiene pocos reparos en apoyar de sus fronteras para afuera, procedimientos que serían inconcebibles en su política doméstica.

 

¿Estamos en la antesala de un golpe de estado, según han denunciado dirigentes como Duhalde o Alfonsín? Ya no se trataría de un golpe clásico, militar -impresentable internacionalmente e indigerible internamente-, sino un golpe de estado jurídico, al estilo Fujimori, donde se guardan las apariencias de legalidad formal, mientras se vulnera groseramente la legalidad real. Significaría un gravísimo retroceso institucional y político. Y seguramente también económico, porque semejante crisis de legalidad y de seguridad jurídica serían una señal de atención para quienes deciden en ese terreno en el nivel mundial. (No es preciso abundar acerca de la fragilidad de nuestra economía en la sociedad globalizada que vivimos). En clave histórica, se pondría de manifiesto una vez más la impotencia sucesoria del justicialismo.

 

¿En qué piensan quienes nos llevan al borde de tales abismos? Es claro que no en el bien común. Pocos pueden dudar de que si algo es necesario en orden al bien común, a la consolidación de la democracia y las instituciones, y aun de las transformaciones económicas extraordinarias realizadas durante el primer período del presidente Menem, es que todo ello subsista pese al cambio de gobierno. La pregonada estabilidad no sería tal; más bien devendría en fragilidad absoluta, si dependiese de la permanencia en el gobierno de una persona, no reemplazable siquiera por alguien de su propio partido.

 

¿Qué hace entre tanto la oposición? Ensimismada en sus conflictos internos, mostrando cada vez más flancos débiles, vulnerables a las cuñas divisorias que con habilidad y persistencia genera el menemismo, no atina a dar una respuesta frontal, decidida y sólida a estos conatos de ruptura republicana. Los dirigentes opositores parecen demasiado temerosos del poder del presidente, de su capacidad de dañarlos. Tardíamente se han dado cuenta de que los medios de comunicación, en su mayor parte concentrados en enormes y poderosísimos grupos, pueden llegar a jugar a favor de los delirios reeleccionistas.

 

¿Qué decir entonces del resto de la dirigencia social? Hemos visto en estos años cómo la corrupción creciente, la destrucción del Poder Judicial independiente, el avasallamiento de la seguridad jurídica, han sido tolerados por muchos. Por miopía, por irresponsabilidad, por intereses personales o sectoriales. La comunidad internacional lo ha tolerado, porque en otros aspectos el gobierno era y es funcional a sus intereses. A medida que avanza el proyecto re-reeleccionista son más los que se preguntan si no les convendrá apostar unas fichas a esa aventura. Queremos creer, con todo, que habrá una mayoría sana de la dirigencia que advertirá que todo tiene un límite.

 

El problema es moral

 

Alguien desprevenido puede pensar que las reflexiones que anteceden padecen de un excesivo apego a las normas, de un legalismo desmesurado. Que, finalmente, si “el pueblo” (¿interpretado por quién? ¿por la TV?) desea la permanencia indefinida de Menem, no hay razones para impedirlo. No falta quien aduce –falazmente– que hay aquí una “proscripción” (argumento que la propia Corte Suprema ya ha desechado en el “caso Reutemann”, respecto de una cláusula análoga de la constitución de Santa Fe). Otros advierten que no se trata de un capricho exclusivo de Menem, porque también gobernadores opositores, como Maestro y Kirchner, procuran forzar cambios de sus constituciones provinciales en su provecho personal.

 

Sería un grave error. Porque el problema es muy serio, y es moral. Es una concepción ética la que está de por medio: ¿la ley es algo digno de ser respetado? ¿Las reglas del juego están para ser cumplidas o para ser cambiadas según convenga al más poderoso?

 

El presidente Menem fue electo en 1989 con una regla que le daba seis años para gobernar y le vedaba un nuevo mandato. Él aceptó esa regla, pero luego la cambió en su provecho. Para hacerlo violó una norma ética (respetar las reglas del juego a las que se había sometido antes), aunque cumplió con la formalidad legal para hacerlo. Obtuvo una nueva regla, a medida, que le permitió diez años y medio de gobierno continuado. Más de lo que cualquier otro ciudadano podría lograr en el futuro y con las mismas reglas, en las que el límite es de ocho años. Ahora, se aprestaría a violar las nuevas reglas. Si así fuera, violará la regla ética, porque pactó (insistimos: expresamente y a su medida) y juró un mandato máximo que ahora no parece querer respetar. Pero también se dispondría a violar la regla legal, accediendo, con la eventual complicidad de una Corte Suprema adicta y dispuesta a disipar su casi nulo prestigio actual, a una posibilidad que tiene claramente prohibida.

 

No se trata de que sea Menem: lo mismo diríamos de cualquier otro. Es que hay cosas que no se pueden permitir. Ojalá haya muchas voces que tengan el coraje de decirlo. Ojalá estos intentos trasnochados sean firmemente desalentados por quienes sean consultados (en secreto, vergonzantemente, según corresponde). Ojalá no haya dirigentes políticos, empresariales o eclesiásticos que sean complacientes con estos atropellos. Nos queda la esperanza.

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