Las grandes composiciones musicales en torno de la pasión que escribió Johann Sebastian Bach y que cada año escuchamos en la semana santa con renovada emoción, encierran en sí, rodeado de una belleza admirable, el misterioso acontecimiento del viernes santo. Estas pasiones no hablan de la resurrección  –todas terminan con la sepultura de Jesús– pero su dignidad llena de pureza vive de la certeza de la pascua, de esa certeza de la esperanza, que ni siquiera en la noche de la muerte se apaga. De entonces a acá se nos ha vuelto curiosamente extraña esa serenidad de la fe llena de consuelo, a la que no es preciso hablar de la resurrección porque ésta alimenta su vida y su pensamiento. En la pasión del compositor polaco Krzysztof Penderecki desaparece esa tranquilidad de una comunidad de creyentes que vive de la pascua; en su lugar se oyen los gritos atormentados de los presos de Auschwitz, el cinismo, las voces brutales de mando de los dueños de ese infierno, y las de los colaboracionistas, que piensan librarse del terror, los latigazos de la fuerza de las tinieblas, anónima y presente en todo lugar, los gemidos desesperados de los que mueren.

 

Este es el viernes santo del siglo XX: el rostro del hombre infamado, escupido, roto por el hombre mismo. Desde las cámaras de gas de Auschwitz; desde las aldeas arrasadas con niños torturados en Vietnam; desde los suburbios llenos de miseria de la India, de África, de Latinoamérica; desde los campos de concentración comunistas, que Solschenitzyn nos ha puesto ante los ojos: desde todas partes nos mira ese “rostro lleno de sangre y heridas, cubierto de dolor y de burlas”, con un realismo que se burla de cualquier transformación estética de ese dolor. Si Kant y Hegel hubiesen tenido razón, la progresiva ilustración hubiese debido hacer a los hombres cada vez más libres, más razonables, más justos. En lugar de eso, esos demonios, que nos habíamos apresurado a declarar muertos, ascienden cada vez más desde sus abismos y enseñan a los hombres a tener miedo de su poder y de su impotencia: de su poder para destruir, y de su impotencia para encontrarse a sí mismos y dominar la propia humanidad.

 

El momento más terrible de la pasión de Jesús es ciertamente cuando exclama, en el más extremo sufrimiento de la cruz: “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”. Es una frase de un salmo, en el que Israel, doliente, torturado, despreciado a causa de su fe, le grita a su Dios a la cara su desgracia. Y este grito de oración de un pueblo al que su elección, su comunidad con Dios se le ha convertido en una maldición, alcanza todo su significado en la boca de aquel que es la misma cercanía salvífica de Dios entre los hombres. Si él se sabe abandonado de Dios, ¿dónde podremos encontrar a Dios? ¿No es esto el eclipse de sol histórico, en el que se apaga la luz de este mundo? Y hoy resuena en nuestros oídos el eco, redoblado, de este grito. Desde el infierno de los campos de concentración, desde la guerra de guerrillas, desde los barrios llenos de miseria, donde mueren de hambre seres sin esperanza, se oye decir: ¿Dónde estás Dios, tú que creaste un mundo en el que continuamente puedes observar cómo tus inocentes criaturas sufren terriblemente, que son conducidas como corderos al matadero y no pueden abrir la boca?

 

La vieja pregunta de Job se agudiza hoy más que nunca. A veces adopta un tono petulante y deja reconocer en el fondo una satisfacción maliciosa; así, por ejemplo, cuando las publicaciones estudiantiles, escriben con gruesos caracteres aquello que previamente se les ha predicado: que en un mundo en el que se dan casos como Auschwitz y Vietnam, no se puede hablar seriamente de un Dios que nos ama. Pero estos tonos, que se dan con demasiada frecuencia, no disminuyen en nada la autenticidad de la pregunta; en la hora actual parece que todos nos hallamos en aquel momento de la pasión de Jesús en que surge la exclamación: ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?

 

¿Qué diremos a esto? Se trata de una pregunta que no se puede responder con palabras y con argumentos, porque alcanza una profundidad que no pueden medir por sí solas la razón y las palabras que ella inspira: todos aquellos que creen poder dar una respuesta a esta cuestión con palabras e ideas inteligentes están necesariamente abocados al mismo fracaso que los amigos de Job. La única solución es resistirla y sufrirla con aquel y en aquel que ha sufrido por todos nosotros. Una solución presuntuosa –al estilo de las revistas estudiantiles, o al estilo de las apologías teológicas– falsea su verdadero sentido. Lo único que se puede hacer por ese camino es dar algunas indicaciones. Y lo primero que hay que hacer notar, es que Jesús no constata la ausencia de Dios, sino que la transforma en oración. Si queremos integrar en el viernes santo de Jesús el viernes santo del siglo XX, tenemos que integrar el grito angustiado de éste en el de aquél, cambiarlo en una oración dirigida al Dios que, a pesar de todo, sigue estando cerca. Aquí podrían surgir nuevas preguntas: ¿se puede rezar honradamente antes de haber hecho nada para enjugar la sangre de los que sufren y secar sus lágrimas? ¿No es el gesto de la Verónica lo primero que debe hacerse, para poder hablar de oración? ¿Es que se puede orar solamente con los labios, o no es más bien el hombre entero quien reza?

 

Contentémonos de momento con estas alusiones, para reflexionar antes en un segundo aspecto: Jesús participó realmente de la angustia de los condenados, mientras que nosotros –la mayor parte de nosotros– no participamos de los horrores de este siglo más que como espectadores. Esto lleva consigo una consideración de cierta importancia; pues lo curioso es que la idea de que Dios no puede existir, la desaparición total de Dios, se produce en aquellos que no son más que espectadores de los horrores que se dan, en aquellos que, acomodados en su sillón, contemplan lo terrible del mundo y creen haber cumplido con su obligación y haberse defendido diciendo: si existen tales horrores es que no hay Dios. Pero la reacción de aquellos que verdaderamente sufren es frecuentemente la contraria: precisamente en su sufrimiento descubren a Dios. En este mundo la adoración sigue saliendo de los hornos de los que fueron quemados, y no de los espectadores del horror. No es ninguna casualidad que el pueblo de la revelación, el pueblo que conoció a Dios y lo dio a conocer al mundo, haya sido el pueblo que más ha sufrido a lo largo de la historia, bastante antes de llegar a Auschwitz en los años 1940-1945. Y no es ninguna casualidad que el hombre más torturado, el que más sufrió –Jesús de Nazaret– haya sido el revelador, mejor dicho, haya sido y sea la revelación misma. No es ninguna casualidad que la fe en Dios provenga de un rostro lleno de sangre y heridas, de un crucificado, y que el ateísmo tenga su padre en Epicuro, en el mundo de los espectadores saciados.

 

De repente brilla en toda su claridad la seriedad misteriosa y para nosotros amenazadora de unas palabras de Jesús que muchos de nosotros habíamos apartado a un lado como inadecuadas: “Antes pasa un camello por el ojo de una aguja, que un rico entra en el cielo”; un rico, es decir, alguien a quien le va bien, que está saturado de bienestar y sólo conoce el dolor a través del televisor. Tomemos en serio estas palabras, que nos amonestan precisamente en el viernes santo. Es cierto que ni necesitamos ni debemos buscarnos el sufrimiento y la angustia nosotros mismos. Dios manda el viernes santo donde y cuando él quiere. Pero debemos tener siempre presente –no sólo teóricamente, sino en la práctica de nuestra vida– que todo lo bueno es un don de él, del que hemos de responder. Y también debemos tener siempre presente –y nuevamente no sólo en teoría, sino en la práctica de nuestro pensamiento y de nuestra actuación– que junto a la presencia real de Jesús en la Iglesia, gracias a los sacramentos, hay otra presencia real de Jesús en los más pequeños, en los que sufren en este mundo, en los que él quiere que nosotros sepamos encontrarlo. Lo que cada año exige de nosotros la celebración del viernes santo es que renovemos en nosotros esta actitud.

 

Toda la pobreza humana, todo el desamparo humano, todo el pecado humano, se hacen visibles en la figura de Jesús crucificado, que está en el centro de la liturgia del viernes santo. Y sin embargo, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, ha despertado sentimientos de consuelo y de esperanza. El retablo del altar de Isenheim, pintado por Matthias Grünewald, y que es el cuadro de la crucifixión más conmovedor de toda la cristiandad, se encontraba en un convento en el que eran atendidos los hombres que habían sido atacados por aquellas terribles epidemias que azotaban a la humanidad en occidente en la baja Edad Media. El Crucificado está representado como uno de ellos, torturado por el mayor dolor de aquel tiempo, el cuerpo entero plagado de bubones de la peste. Las palabras del profeta, cuando dijo que en él estaban nuestras heridas, encontraron su cumplimiento. Ante esta imagen rezaban los monjes, y con ellos los enfermos, que encontraban consuelo al saber que, en Cristo, Dios había sufrido con ellos. Este cuadro hacía que a través de su enfermedad se sintiesen identificados con Cristo, que se hizo una misma cosa con todos los que sufren a lo largo de la historia; experimentaron la presencia del Crucificado en la cruz que ellos llevaban, y su dolor los introdujo en Cristo, en el abismo de la misericordia eterna. Experimentaron la cruz que debían soportar como su salvación.

 

Actualmente esta concepción de la salvación choca en muchos hombres con una profunda desconfianza. Siguiendo a Karl Marx, consideran este consuelo celestial para el valle de lágrimas terrenal como mera palabrería, que no soluciona nada, sino que mantiene la miseria en el mundo, con lo que tan sólo ayuda a aquellos que están interesados en mantener la actual situación. En lugar de consuelo exigen cambio, que quite el dolor, y quitándolo lo redima: no se trata de salvar por medio del dolor, sino de salvar del dolor; la tarea no consiste en esperar la ayuda de Dios, sino en humanizar al hombre a través del hombre mismo. Naturalmente, lo primero que se puede objetar, es que no se trata de una auténtica alternativa. Pues aquellos monjes de los que hablábamos, no veían en la cruz ningún pretexto que los eximiese de su tarea, que los librase de su actividad de ayuda humana bien dirigida y organizada. Con 369 hospitales en toda Europa habían construido una red de ayuda, en la que la cruz de Cristo se habían convertido prácticamente en una llamada a buscarlo en los que sufren y curar su cuerpo herido, es decir, a cambiar el mundo y poner fin al dolor. Y podemos preguntar si hoy, con tantas palabras sobre el humanismo como estamos oyendo, existe realmente un impulso para el servicio y la ayuda como existía entonces. A veces se tiene la impresión de que queremos librarnos de la tarea que tenemos, y que se nos hace demasiado pesada, diciendo grandes palabras sobre ella: en todo caso, la realidad es que actualmente hemos de traer de otros países, más pobres, hombres que sirvan, porque en nuestro propio pueblo el impulso para el servicio se ha debilitado sobremanera. La pregunta es: cuánto tiempo puede vivir un organismo social en el que falla un órgano decisivo, que no admite trasplantes.

 

Por tanto, las cuestiones en torno de la actividad necesaria para la conformación y la transformación del mundo habrá que observarlas de modo distinto de como sucede en esas contraposiciones que hoy están tan de moda. Esto no resuelve toda la cuestión de la que aquí se trata; pues los monjes, de acuerdo con el credo cristiano, no sólo predicaban la salvación de la cruz, sino también la salvación por la cruz, y así lo practicaban. Esto hace referencia a una dimensión de la existencia humana, que cada vez se va alejando más de nosotros, pero constituye al núcleo del cristianismo, desde el que se ha de comprender la actividad humana en este mundo.

 

¿Cómo podemos llegar a comprender esto? Voy a intentar ejemplificarlo en la evolución de la imagen de la cruz en la obra de un pintor moderno, no cristiano, pero atraído por la figura del Crucificado, a cuya realidad se iba acercando cada vez más: Marc Chagall. La primera vez que aparece el Crucificado en su obra es en un cuadro muy temprano, en 1912. Allí está representado como un niño, y expresa el dolor de los inocentes que es en este mundo un signo de esperanza. Después no vuelve a aparecer en 25 años, hasta una obra de 1937 en que cobra un significado distinto y más profundo.

 

Se trata de un tríptico, que tiene un curioso predecesor en otro que Chagall destruyó después de haberlo pintado, pero del que queda un esbozo al óleo. Su título es “Revolución”. A la izquierda aparece una multitud agitada, con armas y con banderas rojas: es una imagen de la revolución; a la derecha hay escenas de paz y alegría: sol, amor, música, la obra de la revolución será un mundo distinto, salvado; en el centro, uniendo las otras dos partes, se ve un hombre en posición invertida, apoyándose sobre las manos. Inmediatamente se piensa en Lenin, que simboliza la revolución, en la que lo de arriba cambia abajo, y lo de la izquierda a la derecha, un cambio total que conduce al mundo nuevo. Uno recuerda un texto gnóstico de los comienzos del cristianismo, en el que se dice que Adán, es decir, el hombre, se mantiene sobre su cabeza y por eso confunde lo de arriba con lo de abajo, lo de la derecha con lo de la izquierda; que por eso es necesario un cambio total de valores –la revolución–, para corregir hombre y mundo. A este cuadro de Chagall podría llamársele también retablo de teología política; del mismo modo que en 1917 había esperado la salvación de la revolución rusa, así también ahora la esperaba por segunda vez, después de la primera desilusión, del gobierno del Frente Popular francés, al que se había llegado en 1937.

 

El hecho de que destruyese el cuadro significa que enterró su esperanza por segunda y definitiva vez. Volvió a pintar el tríptico, con la misma estructura: a la derecha la salvación venidera (más clara y más pura que antes), a la izquierda el mundo en agitación (ahora con más muestras de dolor que de lucha), y en el centro el Crucificado. Esta presencia en el lugar que había ocupado el símbolo de la revolución y su esperanza engañosa, es el cambio fundamental del cuadro, que confiere a las otras dos partes un nuevo significado. El rabino que –simbolizando al Antiguo Testamento, a Israel– estaba sentado antes al lado de Lenin, aparece ahora a los pies del Crucificado. La esperanza de Israel, la esperanza del mundo ya no es Lenin, sino el Crucificado.

 

Aquí no nos importa examinar hasta qué punto Chagall tenía intención de acercarse a la interpretación cristiana del antiguo testamento, de la historia, del hombre. Quien vea los dos cuadros juntos podrá deducir de ellos un mensaje cristiano. La salvación del mundo no viene, en definitiva, del cambio que nosotros produzcamos, con una política que queremos divinizar. Hay que trabajar continuamente en ese cambio del mundo, humana, realista, pacientemente. Pero el hombre pide y pregunta por algo que sobrepasa en mucho todo cuanto puedan ofrecerle la política y la economía. Y la respuesta está en Jesucristo, en el hombre por el cual nuestro dolor descansa en el corazón de Dios, en el amor eterno. Pues el hombre tiene sed de este amor, sin el cual no es más que un experimento absurdo, por más transformaciones del mundo que lleve a cabo. Hoy, más que nunca precisamos el consuelo, el verdadero consuelo, lejos de toda palabrería. Dios quiera que nuestros ojos y nuestro corazón se abran a este consuelo; que seamos capaces de vivir en él y sacar fuerzas de él para seguir viviendo; que, en medio del viernes santo de la historia, recibamos el misterio pascual del viernes santo de Cristo y en él seamos salvados.

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