Dura lex sed lex, reza el latín con su proverbial sobriedad y contundencia. Es dura la ley (para que engañarnos), pero es la ley (tampoco conviene olvidarlo). Y aunque no pocas veces la “viveza criolla”, amparada incluso en textos canónicos de la literatura argentina, desde José Hernández hasta Roberto Arlt, intenta convencernos de que todas las artes del buen vivir apuntan a burlar la ley, la verdad no es tan así.

 

Alguna vez Borges dijo que se sentía feliz de no poseer la virtud de la viveza. Con su acostumbrada ironía defendía una ética en el comportamiento humano civilizado. En efecto, sin ley no hay civilización posible, porque no hay siquiera sociedad. Sin ley, lo que queda es la selva, Atila asolando pueblos, la sinrazón de la fuerza. Sin ley, parafraseando a Tomás Moro, podemos describirnos como pobres mortales sin defensa ante la persecución del demonio.

 

Nuestra historia reciente sabe qué precios se deben pagar por los atropellos que vulneran las leyes de un estado, sobre todo cuando éstos parten del gobierno. Vivir en el marco de la ley es, acaso, una de las conquistas más altas y trabajosas que pudo alcanzar la humanidad en los siglos.

 

Sin embargo, conviene recordar que la ley no marca lo más alto de la vida social (ésa sería la “utopía” en su mejor acepción), sino su límite inferior.

 

El respeto por la ley es respeto por su letra y por su espíritu, es una suerte de amor por el bien común por encima de los intereses particulares, admiración por las instituciones que nunca pueden llegar a ser tan temibles como las apetencias de los caudillos. Sin él no hay verdadera vida social. ¿No es acaso el hombre un ser social?

 

A partir de la ley comienza la convivencia organizada en la justicia. Los grandes valores que alimentan los ideales más sublimes de los hombres, suponen la existencia y la obediencia de la ley como marco imprescindible. ¿Qué virtud puede practicarse fuera de la ley? Fuera sólo hay lugar para el engaño, el abuso y la traición.

 

Y, tal como pasa con las virtudes, con las artes, y con la vida misma, destruir la ley puede ser el resultado de la prepotencia de un momento. Reconstruirla, en cambio, resulta casi un milagro. Pero un milagro de lenta y dolorosa gestación.

 

 

***

 

Heráclito sugería que el hombre estaba sometido, por medio de la razón, a la ley divina que rige todo el cosmos.

 

La idea de una ley externa, inmutable, universal, coincidente con la recta razón según la naturaleza, pasará más tarde al pensamiento cristiano.

 

Pero volvamos un momento a la antigua Grecia. Los sofistas, impresionados por la extrema variedad de costumbres en los diferentes pueblos, consideraban que las leyes civiles eran meras convenciones. Alguno llegó a sostener que era conforme a la naturaleza el derecho del más fuerte. Un pragmatismo que aceptaba como racional, o inevitable al menos, la violencia. La “ley” de la fuerza.

 

Aristóteles, en la línea de Platón, reaccionará afirmando la existencia de normas no escritas y universalmente válidas, por encima de las diferentes leyes de cada pueblo.

 

Precisamente, a partir de esas leyes se podía determinar lo que era justo según la naturaleza. Roma conoce la noción de un derecho natural que coincide, de alguna manera, con la moral misma.

 

Otros hablarán de un instinto puesto por Dios en el espíritu humano. Tomás de Aquino defenderá una concepción netamente racionalista: el Estado coordina los esfuerzos de voluntades libres hacia el bien común. En el otro plato de la balanza, Occam y los grandes reformadores Lutero y Calvino, con antecedentes tan altos como Agustín, darán respuestas voluntaristas (el Estado como remedio al pecado). La concepción moderna retomará el tema con Hobbes, Spinoza, Locke, Rousseau y Kant.

 

Después, mucho se discutirá sobre la existencia del derecho natural a raíz de los grandes descubrimientos etnográficos que parecían dar razón a la negación escéptica.

 

En el siglo pasado se afirmó el positivismo jurídico, que consideró como único válido al derecho que existe, el positivo, independientemente de todo.

 

Pero, más allá de la relación entre ley natural y ley positiva, aquí lo que se quiere subrayar hoy es la importancia decisiva de esta última. Supongamos por el momento que, en líneas generales, no se encuentren grandes contradicciones entre una y otra.

 

Dejamos deliberadamente de lado los conflictos que se originan cuando están en juego los derechos humanos, la libertad cultural y religiosa, la vida misma.

 

 No son éstos los problemas de nuestra ley positiva. No son éstos los problemas de nuestra Constitución.

 

Aquí queremos dejar apuntada nuestra preocupación más elemental: sin ley positiva no hay sociedad.

 

Puede ser un tanto hipócrita discutir la relación entre ley natural y ley positiva, cuando se tiene poco apego a respetar esta última.

 

Persistencia de una cultura autoritaria

 

En estos años la preocupación de la ley y sus instituciones ha sido y es una constante en las reflexiones de CRITERIO. Es, por otra parte, un problema advertido por muchos pensadores, filósofos, juristas, moralistas. Resulta demasiado claro que necesitamos hablar con la verdad. Sólo la verdad nos hace libres.

 

Constatamos una preocupante subversión de valores. La democracia supone la ley, pero ¿qué tipo de cultura es necesaria para vivir en la ley, para garantizar la paz y la justicia? Advertía Ortega que cuando se van los principios viene el Príncipe. La ley debe ser obedecida por todos, para bien de todos. El cumplimiento o no de la ley define a buenos y malos. No entramos en juicios de conciencia, sino de hechos.

 

Más que nuevos decretos, leyes y constituciones necesitamos respetarlos y cumplirlos. Mejor pocas leyes que se cumplan (como pasa en la naturaleza) que muchas que no se cumplen y hasta se contradicen unas a otras.

 

Si no se busca constantemente lo justo, si no se posponen constantemente las apetencias personales extremas, si no se crean hábitos, la ley no impera.

 

La democracia necesita, como bien lo sabía Tocqueville, una cultura de la virtud, que es la que posibilita la ley. En efecto, escribe en La democracia en América: “Después de la noción general de la virtud, no sé de ninguna tan bella como la de los derechos; mejor dicho, estas dos nociones se confunden. La noción de los derechos no es más que la noción de la virtud introducida en el mundo político. A través de la noción de los derechos han definido los hombres lo que eran libertinaje y tiranía. Iluminados por ella, todos pudieron mostrarse independientes sin arrogancia, y sometidos sin bajeza. El hombre que obedece a la violencia se doblega y se rebaja; pero cuando se somete al derecho de mando que reconoce en su semejante, se eleva en cierto modo por encima mismo del que lo manda. No hay grandes hombres sin virtud, ni grandes pueblos sin respeto a los derechos; sin respeto a los derechos no hay sociedad, pues ¿es ésta, acaso, una reunión de seres racionales e inteligentes únicamente unidos por la fuerza?”.

 

La virtud se cultiva a diario, y con esfuerzo. Todos los días hay que regar la tierra para que no avance el desierto. Nunca tenemos la certeza de que los bárbaros no volverán a avanzar. Esta tensión es constante. Porque siempre es posible volver atrás.

 

Pero establecer una cultura de la ley, una cultura democrática, no es tarea fácil en una sociedad acostumbrada a autoritarismos. Autoritarismos militares, políticos, culturales, religiosos.

 

Necesitamos crear, con humildad y con fuerza, las premisas de una verdadera cultura de libertad. Una cultura donde es premiado el que acata la ley y castigado el que no lo hace.

 

Acaso no haya leyes perfectas. Pero nada más imperfecto que la ausencia de ellas. O su incumplimiento.

 

Fundamentalmente conviene siempre distinguir entre personalismos e instituciones. En la república, las personas pasan y las instituciones permanecen.

 

A modo de consideración final

 

Mucho querríamos que éstas fueran las últimas páginas que nos ocuparan con el tema. Pero no, habremos de volver.

 

Lo que está en juego es muy grande y nos compromete a todos, nos demos cuenta cabal o no.

 

Lo cierto es que no hay estabilidad sin ley. No hay futuro sin ley. No hay democracia sin instituciones libres, autónomas y fuertes. No hay cultura democrática sin libertad. Y la libertad exige el férreo control de toda ilegalidad. Sea cual fuere.

 

Necesitamos que existan leyes promulgadas claras y justas, pero también hombres claros y justos, dispuestos a existir y a convivir en obediencia a las leyes.

 

Escribíamos en el editorial de CRITERIO del 27 de marzo de 1986 (nº 1961): “¿Puede haber gobierno de la ley sin costumbres que lo conviertan en realidad viviente y cotidiana? Es un eterno dilema: la ley puede ser creadora de costumbres, pero éstas si no tienen correspondencia con el deber ser normativo pueden destruir la ley más noble, el derecho más perfecto”.

 

Hemos afirmado la ley como marco mínimo de convivencia civilizada. Pero la aspiración máxima, a la que conviene apuntar, es a la de una cultura constituida por hombres que sepan vivir según códigos éticos interiores más exigentes aún que la mera ley, y sin los cuales sería acaso imposible sostener ninguna vigencia efectiva de la ley positiva.

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