El público ha sospechado de esta película, con cierta injusticia. Es cierto que Darío Grandinetti no se parece nada a Carlos Gardel, y mucho menos en la sonrisa, por lo cual una película donde Grandinetti hiciera de Gardel y de un imitador de Gardel era un fracaso anunciado. Pero Jaime Chávarri, el de Las cosas del querer, se jugó por su amigo, y por la historia. Y lo cierto es que, una vez aceptada la convención, el público se encontró con una historia y una realización excelentes.

 

Lo que aquí se dice, a través de una comedia sentimental, es que, por amor, a una mujer, a un público, a un momento de gloria, un hombre es capaz de dejarse a sí mismo de lado, y convertirse en lo que los demás quieren. Y se dicen también, sin decirlas expresamente, varias cosas más, sobre la verdad y el cariño, el arte y el artista, el original y la copia, el azar y el destino, y las paradojas, las muchas paradojas que la vida tiene, y a veces descubrimos, y a veces –quizá por suerte–, no.

 

La historia está muy bien pensada, por dos argentinos, Plasencia y Brambilla, y bien contada, realmente bien actuada, e ilustrada de un modo casi perfecto. La ambientación, además, se completa con un casting de figuras secundantes y extras que parecen surgidas de los dibujos de Medrano, aquel admirable retratista porteño, que alternaba con Molina Campos en los dibujos de los almanaques de Alpargatas.

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