Tanto Jorge Leyes como Daniel Marcove pertenecen a la joven generación de autores y directores que han logrado estrenar en salas oficiales y tradicionalmente prestigiosas. Su primer trabajo conjunto –Bar Ada–, estrenado hace dos años en el San Martín y luego repuesto en el Payró, obtuvo una marcada resonancia tanto en el público como en la crítica. El texto de Leyes –impecablemente construido en cuanto al crescendo dramático– proponía una relectura en clave realista-simbólica, y con algún toque grotesco, del conflicto bélico de las Malvinas, que Marcove supo plasmar sobre el escenario de manera rotunda, con el sustancial aporte de Catalina Speroni en uno de los dos roles protagónicos.

 

En su última obra la mirada de Leyes se ha desplazado hacia un dramaturgo admirado, Tennessee Williams, para armar, lo que a primera vista pareciera ser, una suerte de apócrifa continuación de su vida, clausurada en 1983, en un barrio de Buenos Aires. ¿Por qué precisamente él? Probablemente pocos autores vivieron de manera tan dolorosa el proceso de escritura: una lucha permanente y violenta contra esa sensación de bloqueo que se manifestaba como miedo o terror. Pocos también han hecho de la escritura un medio para conocer y enfrentar la verdadera naturaleza humana y así elevarse por sobre su condición moral. La fidelidad a este mandato le valió a Williams, tras la gloria inicial, la soledad de sus últimos años.

 

La experiencia de Williams y su concepción revulsiva del teatro resultan paradigmáticas para Leyes. De allí que la figura de Tennessee funcione, en realidad, como disparador de un texto donde se procura iluminar el complejo proceso de la escritura teatral y, a la vez, reflexionar sobre la función y los alcances del propio género.

 

La obra se articula sobre la ambigüedad, la indefinición y el entrecruzamiento de situaciones –¿quién es en realidad ese hombre que dice ser Tenesy y la mujer que presenta como su hermana?–, de planos –realidad / ficción / sueño–, de géneros –grotesco, realismo simbólico, costumbrismo–, de tonos –el reflexivo y el humorístico– y hasta de textos –los del propio Williams y el de Leyes–. La puesta en escena de Marcove, según sus propias palabras, privilegia lo onírico, para lo cual recurre al uso del azul en la escenografía, el vestuario y la iluminación. Esta apoyatura no alcanza sin embargo a neutralizar la impronta realista de algunas escenas como las protagonizadas por la espiritista Lola o el entrenador de box y su discípulo, las nuevas voces que harán renacer en Tenesy la posibilidad de escribir y gestar nuevos mundos ficcionales.

 

Marcove llevó a cabo un minucioso trabajo de marcación actoral tanto en los roles protagónicos como en los secundarios. Horacio Roca como el atormentado Tenesy fluctúa con ductilidad por una variedad de registros, que van desde el monólogo introspectivo hasta el comentario sarcástico, para dar cuenta de la contradictoria condición del escritor. Alicia Berdaxagar logra una acabada caracterización de la obsesiva y autoritaria Lola, mientras que Márgara Alonso se impone en escena, en forma casi muda, como la evanescente y frágil Rose.

 

Probablemente la índole de este texto –a la vez una estética y una toma de posición frente al panorama teatral local– impidió un mayor distanciamiento del autor, lo cual explicaría cierta falta de rigor formal y el tono apasionado y visceral en el que se confunden, por momentos, las voces de Williams y de Leyes tratando de exorcizar los demonios interiores y también los ajenos.

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