Me corresponde intervenir en pocos minutos como último expositor, de tal manera que seré breve, conciso y concreto. Nadie hasta este momento, durante dos horas en las cuales se abordaron temas de los más diversos, contestó la pregunta inicial de Mariano: ¿por qué razón, a medida que pasa el tiempo y después de veintidós años, la memoria y el repudio del golpe de Estado militar del 24 de marzo de 1976 y de la represión ilegal y el genocidio que le siguió, adquiere cada vez más fuerza y adhesión, en vez de diluirse, asumirse y olvidarse como otros episodios violentos del pasado argentino y como ocurre en otros países del mundo con hechos parecidos? Voy tratar de responder a este interrogante de Grondona con argumentos muy simples, que surgen de otros tantos episodios de mi vida. Mariano dijo que uno de los objetivos de este programa era el de enfrentar a dos generaciones, la de las personas que como él y como yo, por nuestra edad, fuimos testigos del terrorismo de Estado de 1976-1983 y los jóvenes que no lo conocieron de manera directa y quieren saber lo que ocurrió. A pesar de las décadas vividas, yo no participé como el diputado Alsogaray, que acaba de retirarse, en el golpe de Estado de Uriburu del 6 de septiembre de 1930, cuando era cadete del Colegio Militar. Pero mi primer recuerdo político, a los siete años, se remonta a ese hecho. Y lo que tengo más presente fue la sorpresa de mi padre, que había nacido en 1886 y no había conocido hasta entonces una interrupción del sistema constitucional y un gobierno de facto. Porque la Argentina, es importante señalarlo, tuvo estabilidad institucional, con muchos defectos, pero crecientemente participativa y democrática, durante 68 años, desde 1862 a 1930, un lapso extraordinario y singular para América latina, con sólo catorce presidentes, doce de ellos civiles y dos militares, pero notables estadistas y políticos, Mitre y Roca. A lo largo de ese prolongado lapso la Argentina fue una sociedad abierta, un Estado de derecho imperfecto pero en plena consolidación y con absoluta libertad de expresión. Alcanzó, como todos sabemos, un lugar destacado en el mundo por su inserción internacional y su desarrollo demográfico, económico, social, cultural y educativo. En cambio, a partir de entonces, durante medio siglo, he sido testigo de seis golpes militares exitosos, con otros tantos regímenes de facto y un permanente y creciente protagonismo castrense que constituyó, a mi juicio, la principal causa de nuestra desorientación y decadencia. Y el último y más prolongado de esos gobiernos es el responsable de la situación actual por las razones que paso a explicar.

 

El régimen de facto nacido el 24 de marzo de 1976 tuvo dos características principales. No se trató de una dictadura personal, como tantas otras en la historia, sino institucional, es decir de las fuerzas armadas, concebida, diseñada, decidida y ejecutada por éstas a través de sus mandos naturales y con la aquiescencia de todos sus generales, almirantes y brigadieres que así lo dispusieron en el mes de septiembre de 1975, como puede probarse a través de testigos y documentos. De ahí la responsabilidad –repito– institucional de esas fuerzas, origen de la situación actual, cualquiera haya sido la aceptación o influencia de sectores civiles. En esa misma fecha los altos mandos aprobaron el plan represivo, destinado a consolidar su programa político, económico, social y cultural, elaborado por los servicios de inteligencia y presentado por los respectivos estados mayores. Todo lo que ocurrió desde entonces en esa materia, como lo han repetido hasta la saciedad sus autores y ejecutores y surge de los hechos conocidos, fue ejecutado en virtud de órdenes escritas y no existieron grupos paramilitares. Y la principal característica de ese sistema fue la decisión de aplicarlo en la clandestinidad, sin procesos judiciales civiles o militares, sin presos políticos –los existentes provenían del anterior gobierno constitucional y por ello salvaron en general sus vidas–, sin ejecuciones públicas y ocultando y negando hasta ahora su responsabilidad. Nosotros no vamos a cometer, me dijeron decenas de veces los oficiales superiores que entrevisté buscando a mi hija Mónica, el error de Franco o Pinochet fusilando gente, porque hasta el Papa nos va a pedir que no lo hagamos y los movimientos de derechos humanos en los países centrales van a impedir que haya inversiones. Las fuerzas armadas argentinas, explicó el general Camps en un artículo publicado en el diario La Prensa, hemos encontrado una fórmula de lucha antisubversiva superior y más original que la aplicada en cualquier otro país. Aunque lo curioso es que, cuando este plan comenzó a ejecutarse plenamente en marzo de 1976, las fuerzas combatientes (ERP y Montoneros) habían sido diezmadas, como lo señaló el ex general Videla en una proclama de enero de 1975 y lo explican los informes del embajador Hill de los EE.UU. al Departamento de Estado, publicados en el suplemento de Clarín de la semana pasada. Hill agrega que esos conflictos se encontraban fuera del marco de la guerra fría por cuanto el Partido Comunista negociaba con Videla y ni la Unión Soviética ni Cuba presentaban apoyo a la guerrilla. Es decir –agrega– no habría riesgo alguno de un régimen marxista, como lo afirman los militares que justifican el terrorismo de Estado. De tal manera que la detención clandestina, la tortura, el asesinato, los prisioneros y el ocultamiento de los 30.000 “desaparecidos” –número también adelantado por Videla en una reunión de comandantes en jefe en Montevideo en diciembre de 1975– fueron producto de una cacería sin riesgo alguno, como la detención de mi hija, y no de una guerra como se ha sostenido. Fue un extermino, un genocidio innecesario dirigido a modificar el tejido social, eliminando a un sector de la sociedad, especialmente juvenil, considerado peligroso por sus ideas “contrarias a la civilización occidental y cristiana”, según la disparatada expresión del mismo jefe.

 

¿A qué se debió esta nefasta, cruel y absurda decisión? Considero que se conjugaron varios factores: cobardía, miedo, ignorancia histórica, incompetencia y la tendencia argentina a ser “piolas”. Cuando en julio de 1976 a través de la búsqueda de mi hija y de los registros de la APDH y de las personas que venían a verme me di cuenta de que ya había varios miles de “desaparecidos” –circunstancia que en general los argentinos desconocían por la prohibición de informar y la auto-censura– tuve la certeza de que éstos eran asesinados rápidamente y no mantenidos en campos de concentración como en general se esperaba. Aunque no lo decía demasiado para no afectar la sensibilidad de las familias. Escribí entonces una carta pública, cuyo texto he perdido pero que guarda Horacio Verbitsky en su archivo y suele citar, donde digo que este sistema iba a traer como consecuencia inevitable la autodestrucción de las fuerzas armadas, por cuanto la mentira nunca es eterna. Y esta es la razón –y no a causa como sostienen los militares de la prédica de las organizaciones de derechos humanos y los partidos políticos– por la cual subsiste y se acrecienta el desprestigio castrense y la reacción contra el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, dado que a la negativa a dar a conocer la verdad se ha sumado la impunidad de los responsables de los crímenes. Porque los exiliados se arraigan o vuelven; los presos alguna vez se reintegran a la sociedad; e incluso los muertos, que en virtud de las escasas fuerzas combatientes no podrían haber pasado de algunos centenares, pueden descansar en paz con el duelo de sus familiares y amigos. Pero los “desaparecidos” y los niños entregados a otros progenitores, subsisten como un trauma que las familias y la sociedad argentina no conseguirán absorber mientras no haya Verdad y Justicia. Y por ello los familiares y amigos de los “desaparecidos” seguimos sin descanso esta lucha y movilizamos a la opinión pública.

 

Finalmente, quiero señalar que el camino de la reparación subyace en la doctrina del derecho internacional de los derechos humanos, cuyos fundamentos consuetudinarios y convencionales se encuentran en pleno desarrollo y han sido brillante y claramente expuestos recién por el fiscal español Carlos Castresana. Siempre he sostenido, por convicciones religiosas y jurídico-políticas a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 –tengo varios artículos en ese sentido que publiqué en la década de 1950–, que por encima de la denominada soberanía de los Estados, que es un concepto pagano, se encuentra la dignidad del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, y sus derechos surgen de la confluencia de la tradición judeo-cristiana-musulmana, de la filosofía aristotélico-tomista, del jusnaturalismo, de los teólogos hispanos del siglo XVI, de la ilustración, del liberalismo, del socialismo democrático, de la doctrina social-cristiana y de la revoluciones inglesa, francesa y americana. Y en contra de todos los totalitarios y autoritarismos. Como lo manifestara en su momento Jacques Maritain, en la Declaración Universal convergen por primera vez en la historia de la humanidad principios comunes en defensa de los derechos de la persona humana, derivados de creencias e ideologías dispares. Esta concepción se está felizmente imponiendo, como lo prueban las iniciativas de crear tribunales penales internacionales, que se concretarán en una conferencia próxima de las Naciones Unidas en Roma, destinada a sancionar los delitos de lesa humanidad, cometidos no por los particulares –que deben ser juzgados por los tribunales comunes y nacionales– sino por los agentes del Estado, frente a los cuales los individuos carecen de defensas. Y que rigen en nuestro país en virtud de los pactos y convenciones internacionales, suscritos, ratificados e incorporados a la jerarquía de normas constitucionales por la reforma de 1994. Es decir, no son prescriptibles ni amnistiables ni indultables ni susceptibles de ser ejecutados por obediencia y pueden ser juzgados retroactivamente por cualquier tribunal de la tierra.

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