Sería erróneo creer que la justificación del relativismo es algo reciente, ligado a las sociedades pluralistas y desencantadas. Bajo la apariencia de una crítica de lo universal, es precisamente al relativismo cultural a lo que aludían muchas filosofías antiguas. Así, cuando Blaise Pascal escribía que “las únicas normas universales son las leyes del país para los asuntos comunes y la pluralidad para los demás” 1, extraía la legítima conclusión: “Verdad aquende los Pirineos, error allende”; con lo cual justificaba que costumbres, hábitos, derechos y prácticas sociales son recíprocamente inconmensurables y, por ende, relativas a cada país. El pensamiento tradicionalista contrarrevolucionario no dice nada diferente cuando, por boca de Joseph de Maistre, esgrime dos argumentos contra el universalismo de los derechos del hombre de 1789: 1) que “no existe el hombre en el mundo”, ya que sólo se ven “franceses, italianos, rusos, etc.” y, sobre todo, 2) que esa “hipótesis ideal” es destructiva si se pretende edificar una Constitución o una sociedad sobre un cimiento tan inconsistente 2. Hoy, aquellos que se ha convenido en llamar “comunitaristas” norteamericanos retoman esos argumentos remozando su contenido; pero, a su modo de ver, lo universal es una referencia inconsistente, ya que dejaría en el olvido ese arraigo en una comunidad de tradiciones sin la cual la razón se extravía o termina en un juego indefinidamente repetido de argumentos sin fin.

 

Pero a este tema recurrente se suman hoy otros, que van en el sentido de una justificación decidida y coherente del relativismo. Vale la pena detenerse en estos argumentos porque, bajo la apariencia de una teoría muy intelectual, terminan justificando el retraimiento de nuestras sociedades, su repliegue sobre sí mismas –sobre todo el de las sociedades más ricas– y afianzando las críticas a la idea de “sociedad de las naciones” o, de manera más general, a la de especie humana.

 

El relativismo reivindicado

 

Richard Rorty, profesor de la Universidad de Virginia, representa sin duda alguna la tentativa más coherente y más conscientemente seguida para justificar el relativismo en la línea del pragmatismo norteamericano 3. Por eso, vamos a ocuparnos de él en este artículo. Un buen acceso a su pensamiento puede ser la crítica incisiva que dirige contra los comunitaristas en particular: Rorty los acusa, entre otras cosas, de emprenderla con las pretendidas incoherencias de una sociedad pluralista, aferrándose –todavía y a pesar de todo– a una teoría general del hombre o remitiéndose a una naturaleza humana. Por más críticos que ellos se manifiesten respecto de ciertos presupuestos de la Ilustración, entiende Rorty, no dejan de ser solidarios de ese esencialismo (según el cual existe una naturaleza humana identificable) que ha dominado el pensamiento occidental al menos desde Platón; y ésa es justamente la actitud filosófica de la que debemos emanciparnos. Este recurso a una esencia humana ¿no demuestra acaso su vanidad e incoherencia –en una palabra, su vacuidad– con el solo hecho de haber suscitado durante siglos discusiones vanas e infinitas, indicio incontrovertible de que en realidad, bajo palabras rimbombantes, nadie sabe exactamente de qué se está hablando? Conviene entonces abandonar este tipo de referencias inútiles, vacías, sólo fecundas en polémicas estériles.

 

Ni siquiera conviene esforzarse por discutir semejantes ideas, estima Rorty. El debatirlas, ¿no sería acaso hacerle el juego a ese esencialismo y darle una importancia que no tiene? Es preferible no tomarlo en serio, usar con él la ironía y pasar a otra cosa. Por otra parte, uno de los beneficios culturales del liberalismo consiste en haber desarrollado el desencanto del mundo hasta hacer poco a poco vanas las referencias religiosas tradicionales, pero también el de haberlo hecho vaciando de contenido los debates metafísicos; ha convencido a nuestros contemporáneos de que sólo vale aquello que es experimental y técnicamente justificable. Lo demás compete a la ideología, o a la opinión privada, pero no tiene pertinencia alguna en el dominio público. ¿O es que hemos olvidado las guerras reiteradas, libradas en nombre de verdades supuestamente últimas y en realidad incompatibles entre sí? Es inútil, entonces, lanzar un pseudodebate contra ideas que son inconsistentes y cada vez más reconocidas como tales.

 

Del mismo modo, es perfectamente vano tratar de dar un fundamento filosófico a las instituciones democráticas, no solamente porque no se logrará hacerlo, sino porque los esfuerzos teóricos más divergentes demuestran que puede llegarse a un acuerdo (a pesar de todo) sobre la oportunidad del régimen democrático. “Nadie crea, escribe Rorty en una entrevista del suplemento literario del Times (24 de junio de 1994), que el mímino común denominador entre William James, Nietzsche, Wittgenstein y Derrida le permitirá formarse una opinión política cualquiera o adoptar una nueva orientación política.” Se puede, por supuesto, argumentar con los adversarios de la democracia, pero sin ilusiones. Lo que mejor contribuye a asentar las instituciones democráticas es la convicción de sus beneficiarios, y el que puedan adquirir esa convicción en el libre juego de la discusión. “Nosotros, los ironistas, que también somos liberales, pensamos que esas libertades [democráticas] no necesitan consenso sobre ningún tema más fundamental que su propia deseabilidad. Desde nuestro punto de vista, lo único que importa para la política liberal es la convicción –compartida por muchos– de que calificaremos como ‘verdadero’ o ‘bueno’ el resultado, sea cual fuere, de una libre discusión” 4.

 

Una verdad “tolerante”

 

Como puede adivinarse, esta oposición antimetafísica está basada en una concepción que no puede menos que señalarse como inconscientemente metafísica. En esa perspectiva, lo único verdadero es el resultado de la libre discusión; ninguna realidad “corresponde” al lenguaje, y este último no es más que un conjunto de metáforas cuyo uso regular y permanente por un grupo determinado termina produciendo efectos de verdad. Aquí se encuentra implicada toda una teoría del lenguaje. Según ella, el lenguaje es más bien creación que hallazgo, y en este sentido, “la verdad es una propiedad de entidades lingüísticas, de frases”, porque “los seres humanos, al fabricar los lenguajes en los que forman las frases, fabrican verdades” 5. Por ende, lo único verdadero es lo que este grupo, mi grupo, el que fue modelando su lenguaje, o acostumbrándose al mismo lenguaje y a compartir los mismos valores, considera como tal, considera provisoriamente como tal. Porque sólo es verdadero lo que ha dado resultados prácticos a este grupo, y lo es en tanto esta “verdad” le siga dando resultados. Retomando la herencia de James, Rorty sostiene que no hay otra verdad que la pragmática y culturalmente limitada.

 

De estas afirmaciones de principio derivan algunas consecuencias prácticas importantes. En primer lugar, esta concepción de la verdad, por ser (según sus propias palabras) antimetafísica, sólo puede ser tolerante. Mientras que las teorías esencialistas, convencidas de defender la verdad (coherente con una realidad que ellas designarían en su esencia) se veían llevadas al dogmatismo y a la imposición violenta de sus conclusiones, el relativismo pragmatista es demasiado consciente de la fragilidad y la relatividad de sus conclusiones como para imponerlas a quien sea. Como mucho, uno podrá discutir un tema para mostrar la pertinencia de las propias opiniones, pero se cuidará muy bien de intentar convencer a alguien. Esta tolerancia también lleva forzosamente a mirar con benevolencia al prójimo, dado que cada uno, persuadido de la precariedad de sus propias convicciones, mal podría combatir las ajenas; las admitirá, aun cuando le parezcan extrañas. En ese contexto, si existe un valor negativo, será la crueldad, “considerada como lo peor que podamos hacer”, o la humillación, puesto que “el ironista liberal piensa que el reconocimiento de una susceptibilidad común a la humillación es el único vínculo social necesario” 6. No lastimar al prójimo, tolerarlo aun en sus rarezas y esperar reciprocidad, tal es el credo del relativista, si aquí hablar de credo no quedara fuera de lugar…

 

Una solidaridad selectiva

 

Es fácil ver que la segunda consecuencia práctica posible justifica la solidaridad con el propio grupo, pero sólo con él. El lenguaje, al permitir el acceso a una comprensión compartida por un “nosotros” común, señala los límites de esta solidaridad. No sólo la comprensión no puede extenderse más allá de los límites de ese lenguaje común, sino que tampoco tiene sentido práctico ni concreto una solidaridad más vasta, por ejemplo, respecto de esa idea imaginaria que es la especie humana. Una solidaridad de ese tipo con la humanidad en general puede provocar emociones fuertes y un sentido agudo de culpabilidad para con las masas carenciadas, pero su efecto es vano. Con la humanidad en general sucede como en el caso de un accidente grave, cuando los hospitales se ven desbordados por los heridos: ¿qué pueden hacer los médicos y los enfermeros responsables sino seleccionar entre los necesitados a quienes pueden ser curados y rechazar a los demás? 7. “La identificación moral carece de sentido en cuanto ya no se encuentra ligada a los hábitos de acción. De modo que los médicos mencionados se mostrarían hipócritas o ciegos si pensaran en aquellos que dejaron fuera como en ‘nosotros’.”

 

Un “invento de ricos”

 

Es inútil, pues, preocuparse por las masas miserables que están fuera de nuestro alcance, pero también es inútil juzgar sus costumbres, indignarse por las exacciones cometidas en nombre de las culturas y de los valores particulares contra los Derechos del Hombre (otra expresión confusa y esencialista que conviene relativizar a su vez). Y entonces –puede agregarse sin deformar la tesis– si los chinos limitan la libertad de expresión en su país, ¿qué podemos objetar respecto de valores culturales que han demostrado su eficacia? Valores que ciertamente no aceptamos para nosotros, pero que no tenemos razones para criticarles a ellos.

 

Todo esto converge en el rechazo decidido de cualquier forma de universalismo, que en el mismo artículo se considera tan sólo “un invento de ricos”; es decir –si no lo interpretamos mal– el sueño de hombres acomodados que tienen suficiente tiempo libre e imaginación como para creerse responsables de toda la humanidad. Lo que corresponde, entonces, es pensar “una ética sin obligaciones universales”, según el programa de La esperanza en vez del saber (3a parte). Somos solidarios con nuestro grupo, sólo con él, aunque puede esperarse que una evolución futura de la humanidad amplíe nuestro grupo al grupo humano como tal. Pero esta esperanza no apunta al hoy, y mientras tanto hay que combatir la expresión “nosotros, el pueblo de las Naciones unidas”, en tanto ella remite “a una comunidad moral, una comunidad que podría ser identificada con la especie humana”.

 

Satisfacción del “último hombre”

 

Ya que Rorty gusta de envolverse en el prestigio del pragmatismo norteamericano y de ironizar contra los discursos esencialistas, tenemos derecho a reducir su teoría (finalmente, no menos esencialista que cualquier otra) a justificaciones perfectamente oportunistas: ¿cómo no darse cuenta de que su discurso ofrece una justificación ad hoc a la política aislacionista de ciertos sectores influyentes de los Estados Unidos, a la vez que hace un valioso aporte a las críticas principistas dirigidas contra la Organización de las Naciones Unidas? Es visible que la satisfacción santurrona del liberal (satisfecho de sus principios y sus valores) está dando señales ostensibles de desprecio, o incluso de indiferencia, por esos otros que acaso un día se sumarán a las filas de la tolerancia desencantada; es decir, al “nosotros” que los liberales norteamericanos constituimos hoy para nuestra mayor felicidad. Bajo el disfraz de la tolerancia, se perfecciona así el menosprecio por las convicciones y valores ajenos: se deja ver hasta qué punto nos importan poco y, por ende, importan poco en sí mismos, sobre todo comparados con los nuestros, según la conocida contradicción de las apologías de la tolerancia que, en general, reivindican la posición honorable únicamente para sí…

 

Siguiendo con nuestra crítica del pragmatismo reivindicado con altanería, se observará hasta qué punto y con qué sentido de la oportunidad semejante teoría viene a reforzar el retraimiento de nuestras sociedades. Susceptible de apoyarse en los fracasos de tantas empresas humanitarias y, lo que es más grave aún, en las incapacidades muy reales de la comunidad internacional para asegurar su “ingerencia” en las violencias o conflictos ajenos, esta teoría justifica que cada “nosotros” se ocupe primeramente de sí mismo. Sin embargo, sería equivocado ver en ella la justificación de una postura del tipo “Front National”, porque el escepticismo y el relativismo hacen frente –al menos en principio– a toda idea de privilegio nacional y rechazan toda articulación con una ideología rígida. Este relativismo está impregnado de excesivo escepticismo como para poder reconocerse en una doctrina intolerante y excluyente. Pero indirectamente, esta posición refuerza la negativa a ver más allá del horizonte familiar. Y también afianza la autocomplacencia, con lo que ayuda a constituir un terreno ideal para el surgimiento de las posiciones políticas duras e (¡astucia de la razón!) intolerantes.

 

Por supuesto que no se puede ser “cruel” con una teoría tan delicada y sensible a cualquier forma de humillación, que hace de ese sentimiento el valor cardinal del buen vivir. Pero al fin de cuentas, ¿cómo no evocar a Nietzsche (citado muy a menudo por Rorty, y la mayoría de las veces con sorprendente ligereza), quien decía (¡ya!) que nuestras sociedades son sociedades de ancianos, sin más horizonte que sus pequeños problemas y su afán de tranquilidad? Sociedades más crepusculares que aurorales, dispuestas a aceptarlo todo porque, para ellas, cualquier verdad es intercambiable y, por ende, no más valiosa que otra. El “último hombre”, cáusticamente descrito en las primeras páginas de Así hablaba Zarathustra, hace pensar irresistiblemente en el liberal según Rorty: satisfecho con su mezquina felicidad, preocupado sólo por sus problemas, decidido a no cargar con los ajenos, “riñendo aún, pero pronto a reconciliarse”, descartando la idea de superarse a sí mismo como extravagante y digna del loco que es Zarathustra, quien afirma amar a “aquel cuya alma desborda, de modo que se olvida de sí mismo y todas las cosas están en él”… “Todas las cosas”, ¿no es mucho?

 

Rehabilitar lo universal

 

Ahora bien: las críticas indirectas contra “una ética sin obligaciones universales” no son graves tan sólo por las consecuencias prácticas que acarrean y que acabamos de recordar rápidamente; son la prueba de un grave desconocimiento de la naturaleza propia de lo universal. Para salir airoso en su argumentación, Rorty confunde la referencia a lo universal con la aceptación ingenua de una naturaleza humana idéntica a sí misma a través de los siglos, de una esencia del hombre conocida y perfectamente identificable. A este respecto, su lectura de la tradición filosófica, y de Platón en particular, es asombrosa por lo simplista. Sin embargo –y puede pensarse aquí en Kant–, el concepto de universal no es la deducción de una teoría completa del hombre y la consecuencia del conocimiento perfectamente seguro de una esencia humana. Al descartar lo que construye un poco como mitos, Rorty se ciega al sentido real de este concepto.

 

Porque referirse a lo universal no significa postular que siempre y en todas partes existe una identidad humana perfectamente definida. Lo universal es un movimiento, un dinamismo, una universalización de sí mismo, la apertura hacia el otro, sin el cual ni siquiera puedo comprenderme a mí mismo. Es inmanente al hombre singular, en la medida en que no es posible aprehenderlo sin el otro. Piénsese en el lenguaje: a diferencia de una lengua, que es siempre particular, el lenguaje como fenómeno humano es un hecho tan poco tribal o limitado al propio grupo, que nadie puede expresar su ser más íntimo sin pasar por esta mediación universalizante. ¿Y qué hace Rorty (traducido a varias lenguas), si no tratar de comunicar una verdad y hacer compartir sus propios valores a otras culturas y otros hombres, diferentes de él? Gesto por el cual contradice tanto su exclusivismo cultural como su relativismo.

 

Pues bien, lo universal considerado desde el ángulo moral es justamente ese movimiento por el cual cada uno se siente y se afirma concernido por la humanidad en sí mismo y en el otro, por esa convicción de que compartimos una humanidad común, y de que ésta nos une más de lo que nos separan todas nuestras diferencias (de sexo, lenguaje, cultura, ideología, etc.). En tal sentido, el universalismo moral sigue presentándose como una exigencia de universalización de sí mismo, o como la preocupación por el otro, como la imposibilidad de considerarse a sí mismo, o la propia cultura, como una totalidad suficiente y excluyente. El universalismo moral no implica que uno se haga cargo de toda la humanidad. Y a este respecto, es verdad que una inflación de la noción de responsabilidad –tal como se la observa en filósofos tan distintos como Sartre o Levinas– da pie a la crítica del pragmatismo. Como siempre, la inflación de un valor lleva a su desprestigio; y ante las impotencias prácticas que crea, o las vanas culpabilidades que suscita, da lugar a las cínicas justificaciones de la “selección económica”. Pero que la idea de universal pueda ser tergiversada, mal entendida, cargada de ambigüedades prácticas, no significa que pierda todo sentido y que no esté mentando una realidad existencial. Somos parte de una humanidad común y deseamos que así sea, tanto para servir a la supervivencia de un planeta en el que todos nuestros “nosotros” particulares están embarcados en un destino compartido, como para honrar esa dignidad humana que nos constituye (y que nada tiene que ver con una “esencia” ideal petrificada).

 

Universales fundamentales

 

En otras palabras, la idea de universal es una demanda cuyo alcance podemos percibir si la comprendemos como ese gesto por el cual nos acercamos al prójimo para tratar de comprenderlo, del mismo modo que apelamos a él para que nos comprenda 8. Este movimiento de reciprocidad, sin el cual simplemente no habría humanidad, funda las condiciones de comprensión mutua, no sólo entre las personas individuales sino también entre las culturas. Porque no es verdad que cada cultura se cierre sobre sí misma, se repliegue sobre sus propios valores, aquellos que le resultaron eficaces y no se parecen a ningún otro. Este enfoque superficial se olvida de que ninguna cultura humana puede edificarse sin honrar ciertos interdictos fundamentales mediante los cuales intenta apartar de sí la muerte, la violencia y el caos. Los interdictos del incesto, del homicidio, de la violación, de la mentira, están presentes en todas las comunidades humanas, y aunque el contenido de estos interdictos (naturaleza y extensión de los intercambios matrimoniales, concepción de la propiedad, valor de los juramentos, etc.) varía mucho según las épocas y las particularidades culturales, es posible elevarse de dichos contenidos, a menudo desconcertantes, a las normas fundamentales que los justifican. Y es precisamente eso lo que autoriza y fundamenta la difícil tarea de la comprensión mutua: aquélla, sabia, del etnólogo o aquélla, espontánea y precaria, del viajero o del observador. Estos universales fundamentales son justamente los que permiten el diálogo y la interrogación mutua. Lejos de encerrar a cada uno en sus particularidades culturales y en la relatividad de sus valores, o de dejarlo indiferente a las prácticas o costumbres del prójimo, estos universales son la base de la interrogación: ¿por qué estas prácticas?, ¿cuál es su justificación, si es que hay una? Esta forma de referencia no significa imponer a los demás los valores propios, ni soñar con una falsa universalización niveladora; permite interrogar las prácticas consideradas inicialmente extrañas o aparentemente inicuas, a la vez que aceptar la interrogación ajena de nuestras propias maneras de actuar. La referencia a lo universal es entonces ese trabajo exigente y permanente por el cual se teje la frágil red de la comprensión mutua.

 

Pero el relativista ha decidido por principio (o en nombre del rechazo a una idealidad humana mítica) que lo universal es una referencia vana; con lo cual se inhibe de acceder a estas perspectivas. Fuera de ellas, empero, la humanidad quedaría reducida a una colección de tribus autosatifechas o, lo que es más probable, mutuamente hostiles.

 

La sombra de Babel

 

Quizás este debate difícil y esencial nos ubique ante opciones que comprometen mucho el futuro. Es comprensible que cierto relativismo desconfíe de un cosmopolitismo nivelador de las diferencias, o de un humanismo sensiblero donde naufragan las particularidades legítimas. Está atemorizado por la sombra de Babel, donde todos se imaginaban hablando una sola lengua, cuando en realidad esa imaginación los encerraba en la división. Lo universal verdadero está más bien ilustrado por Pentecostés, en que todos escuchan el mismo mensaje en la lengua de cada uno; en que los valores no son nivelados ni erradicados, sino que se convierten en vehículo de comprensión mutua, cada uno comprendiendo al otro (al Otro) en sus propios valores. Tal es el auténtico universal: no el que olvida los valores propios de cada uno, sino el que los honra llevándolos a la comunicación, y por ende, a la superación de sí mismo. El peligro del relativismo reside en que extenúa en el hombre el deseo de honrar en sí a algo más que a sí mismo: al hombre mismo y, para el creyente, al Dios que lo habita y lo llama a no encerrarse en sí mismo… Entonces sí me importa el destino del chino, tanto el del que amordaza como el del que es amordazado; así como puede importarle a él –al menos lo espero– mi propio destino.

 

 

 


Texto original de Etudes, nº3871-2, julio-agosto 1997.

 

Traducción CETI: Capdevielle-Pierini

 

 

 

1. Pascal, Pensées, frag. 60, en Oeuvres complètes, Ed. du Seuil, pág. 507.

2. Joseph de Maistre, Considérations sur la France, cap. VI, in Écrits sur la Révolution, éd. P.U.F., collec. Quadrige, 1989, pág. 145.

3. Varios de sus libros están disponibles en francés. Citemos: L’homme spéculaire, Seuil, 1990; Science et solidarité, L’Eclat, 1990; Contingence, ironie et solidarité, Armand Colin, 1993; L’espoir au lieu du savoir, Albin Michel, 1995. La revista Études ya se ha ocupado de este autor, por lo menos en dos artículos: uno de Jean-Pierre Cometti, en diciembre 1992, y otro de John Verhant, en marzo de 1994.

4. R. Rorty, Contingence, ironie et solidarité, Armand Colin, 1993, pág. 125. Subrayado mío.

5. Op. cit., págs. 28 y 30.

6. Op. cit., pág. 134.

7. Esta comparación está desarrollada en un artículo cínicamente intitulado “Universalisme et tri économique”, Diogène Nº 173, 1996, págs. 3-15; y Revue des deux mondes, junio 1996, págs. 117-129.

8. Estos temas se encuentran desarrollados en Paul Valadier, L’anarchie des valeurs. Le relativisme estil fatal?, Albin Michel, 1997.

 

 

 

 

 

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