Francia es agitada por la memoria. Un funcionario del régimen de Vichy, Maurice Papon, ha sido condenado a diez años de reclusión por complicidad en crímenes contra la humanidad, aunque no se hizo lugar a la acusación de crimen por complicidad en asesinato.

 

El veredicto –pendiente de una apelación de improbable suceso y seguro largo trámite– es el último episodio de un procedimiento que duró diecisiete años. En 1981 el periódico Le Canard enchainé publicó documentos suscritos por Papon tendientes a probar su responsabilidad en la deportación de 1690 judíos de Bordeaux a Drancy entre 1942 y 1944. Inculpado por crímenes contra la humanidad en 1983 y luego de incidentes varios, la instrucción finalizó en 1995, el juicio comenzó a fines de 1996, el proceso y la prisión de Papon se concretaron en 1997 y seis meses después ocurrió la sentencia que conmovió y conmueve a la opinión pública francesa.

 

Es difícil decir hoy si el proceso Papon marcará a la vez la historia de Francia y la visión colectiva de los “años negros” que designan desde la derrota hasta la caída del régimen de Vichy en la segunda guerra. No parece que el proceso pueda tener el significado del “affaire Dreyfus” que efectivamente produjo una fractura en la Francia de fines del siglo pasado con consecuencias que, en todo caso, el juicio Papon prolonga en el mismo sentido que la peligrosa estabilidad del Frente Nacional de Le Pen o los retornos nacionalistas en Francia y en otros lugares del mundo. La declaración interreligiosa a propósito de la vida política francesa actual, suscrita por autoridades religiosas católicas, judías y musulmanas denunciando a “un partido que no ha ocultado jamás sus tesis racistas, xenófobas y antisemitas” es una manifestación elocuente de las inquietudes que atraviesan el espíritu republicano y democrático de la nación.

 

El proceso ha producido un debate que continúa. Sería desastroso, piensan observadores comprometidos e historiadores prestigiosos, que las graves cuestiones suscitadas por aquel tuvieran efectos perversos; y no sólo para el oficio de los historiadores, algunos de los cuales actuaron como testigos e intérpretes en intervenciones polémicas. La “cantera de los años negros” sigue abierta y la historia del genocidio no ha llegado al último capítulo. La complejidad del proceso no debería entrañar el rechazo de una reflexión histórica, política y ética. Pero todos saben que no se trata de una reflexión lineal.

 

En rigor, como se ha dicho bien, el caso Papon no ha terminado ni terminará jamás aquí abajo. Nadie podrá cerrar tal dossier con la sentencia “la justicia se ha hecho” o “el pasado es ahora claro”. El proceso fue largo, prolijo, paciente. Los jurados y los jueces procuraron no juzgar un país, un régimen o una época, sino establecer las responsabilidades de un hombre. En ese sentido, la justicia francesa representada en los tribunales de Bordeux actuó honorablemente según una mayoría notoria de opiniones sustantivas de laderas ideológicas diferentes. No quiso sobreponerse a la historia ni actuar como ordenadora de la memoria francesa.

 

Nada podrá impedir, sin embargo, que el régimen de Vichy, un tema por sí mismo complicado, haya sido puesto en la picota una vez más. Entre otras razones porque el pasado de una nación, como el de un individuo, no queda nunca saldado, ni abolido: se escurre por el presente y tocará de alguna manera el porvenir. La memoria larga hará homenaje a las víctimas, salvará lecciones sobre la naturaleza humana y dará respuestas nuevas a viejos interrogantes.

 

El extenso expediente que contiene el proceso Papon finaliza en análisis escrupulosos de los jurados a centenares de temas planteados durante su desarrollo. La sentencia, minuciosamente dosificada, no sólo condena la colaboración sino que determina la parte de libertad que un hombre tenía para aplicar o no la política del régimen. Se pronuncia por el derecho a la desobediencia, pero también sobre el deber de desobediencia. La antigua regla de disciplina de los ejércitos según la cual “las órdenes deben ser ejecutadas sin vacilación ni murmuración” es superada. No es fácil dar vuelta esa página del pasado. Durante la guerra de Argelia, el general Bollardiere fue arrestado por negarse a aplicar directivas que consideraba inmorales y contrarias al honor del ejército. La sentencia del caso Papon valoriza, en cambio, el juicio personal contra los abusos de un sistema. Las lecciones valen, pues, para todos: las corporaciones y los ciudadanos.

 

La lógica del proceso Papon implica que juzgar el pasado es una forma de interrogarse sobre el presente y sobre el futuro. La percepción del pasado y sus crímenes contra la humanidad se afina a propósito de los crímenes actuales en Bosnia y en Ruanda. La creación de una Corte criminal internacional se insinúa en un fin de siglo en el que no sólo se atiende al juicio del pasado sino a cómo seremos juzgados por las generaciones futuras.

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