Octavio Paz acaba de morir a los 84 años, la noche del domingo 19 de abril último. Fue la suya, pues, una larga vida intelectualmente muy activa, absorbida por la creación literaria, las lecturas, los viajes, la inmersión en culturas diversas, algunas distantes pero aún vigentes. Obtuvo las distinciones más altas a que puede aspirar un escritor hispanoamericano: en 1981 se le otorgó el Premio Cervantes; y en 1990, el Nobel de Literatura. Cerca de su inexorable fin, trabajaba en el último tomo de sus obras completas. De modo que tuvo el privilegio de haber podido redondear el conjunto de sus libros, impresionante por su número, la enjundia del pensamiento y la belleza del estilo.

 

Esas dos cualidades lo habían convertido en un ensayista seductor, en cuya prosa distintos e incluso arduos temas cobraban atractivo irresistible. La gente solía buscar sus páginas ensayísticas y deseaba escucharlo, pues también como disertante ejercía parejo hechizo. Pero tal interés lo halagaba hasta cierto punto. Tuve oportunidad de comprobarlo personalmente con motivo de la primera visita de Paz a la Argentina, invitado por el diario La Nación, en 1985. Intervine en la organización de la Semana Cultural, que reunió asimismo a Borges, Vargas Llosa y José Bianco, y en la frecuentación del gran escritor mexicano advertí que el poeta tenía celos del ensayista.

 

Se le había sugerido un tema a su elección para su presentación en el Teatro Coliseo, pero él, con la suave firmeza que lo caracterizaba, insistió en leer una selección de sus poemas, ensartados en un finísimo hilo de esclarecedores comentarios. Es que era esa su primera y más honda inclinación literaria y no renunciaba a afirmarla en su encuentro inicial con el público argentino. Los ensayos eran fruto de su curiosidad intelectual y de su agudísima inteligencia, capaz de partir un argumento en varios y de ramificarlo gracias a su vasta cultura. Pero en la poesía daba lo más sustancial de sí mismo.

 

En El fuego de cada día, publicado en 1989, volvió a reunir y ajustar versos escritos a lo largo de más de cuarenta años. Con razón dijo que “los poemas son objetos verbales inacabados e inacabables”. En ellos vio acertadamente su compatriota Juan García Ponce dos líneas que no modifican la unidad fundamental: “El conocimiento de la Caída, de la ausencia de Gracia natural en la vida del hombre, que se traduce en un sentimiento de desarraigo, de separación de un mundo ante el que el hombre se siente ajeno como consecuencia de la pérdida de la inocencia original, es una de esas líneas. La otra, resultado en parte de la actitud con que Paz enfrenta esa conciencia de la Caída, es la fe en la facultad de la creación artística, de la poesía, para reconciliarnos con ese mundo que nos es fundamentalmente ajeno por medio de su capacidad de reestructurarlo y ordenarlo a través del poder de la palabra” (Angel Flores, Aproximaciones a Octavio Paz, con ensayos de varios autores. Joaquín Mortiz, México, 1974).

 

Como ensayista, Paz indagó los temas que lo preocupaban valiéndose de su natural raciocinio, y de su imaginación, como los filósofos antiguos. Y, como ellos, profundizaba buscando lo esencial de las cosas. Pero no era el ser en cuanto tal su meta, ni siquiera el ser humano como entidad, sino objetos de consistencia existencial, como su propio país, el hombre contemporáneo, el mexicano en particular, y el arte en todas sus manifestaciones, según correspondía a quien veía en la creación artística la posibilidad de ordenar el Caos original.

 

En 1950, El laberinto de la soledad fue el primer eslabón de una serie de reflexiones sobre México y, de paso, sobre problemas del continente iberoamericano. Obra de crítica social, política y psicológica, planteó una serie de problemas que el autor fue inquiriendo críticamente en sucesivas versiones. El libro, según advirtió en su prolongación, Postdata, veinte años después, “fue un ejercicio de la imaginación crítica: una visión y, simultáneamente, una revisión. Algo muy distinto a un ensayo sobre la filosofía de lo mexicano o una búsqueda de nuestro pretendido ser. El mexicano no es una esencia sino una historia. Ni ontología ni psicología. A mí me intrigaba (me intriga) no tanto el carácter nacional como lo que oculta ese carácter: aquello que está detrás de la máscara”. En esa vía persistió, abriendo y ensanchando caminos para su país, oponiéndose a toda expresión de chovinismo y empeñado en señalar y valorar los vínculos con la civilización occidental en la cual México se desarrolló, pero sin olvidar sus raíces autóctonas. En sus estudios de escritores y artistas, poetas sobre todo, este propósito alcanzó su más bella y genuina expresión.

 

Ahora que ha muerto este eminente americano y su obra queda conclusa como uno de los grandes monumentos literarios forjados en nuestro continente, vale la pena volver a ella en su conjunto y repensarla. Se nos aparece como un faro orientador en un recodo de la historia en que Occidente ha perdido la brújula y se desdibuja envuelto en la bruma del materialismo más espeso. La lección de claridad, belleza y rigor crítico que nos deja Octavio Paz es una luz en medio de tanta cerrazón.

 

 

 


 

Homenaje a Claudio Ptolomeo

 

Soy hombre: poco duro

y es enorme la noche.

Pero miro hacia arriba:

las estrellas escriben.

Sin entender, comprendo:

también soy escritura

y en este mismo instante

alguien me deletrea.

 

Octavio Paz

 

 

 

Paisaje

 

Los insectos atareados,

los caballos color de sol,

los burros color de nube,

las nubes, rocas enormes que no pesan,

los montes como cielos desplomados,

la manada de árboles bebiendo en el arroyo,

todos están ahí, dichosos en su estar,

frente a nosotros que no estamos,

comidos por la rabia, por el odio,

por el amor comidos, por la muerte.

 

 Octavio Paz

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