No siempre el silencio es salud. A veces es también norma de convivencia mafiosa. No hablar, no ver, no oír: viejo axioma en tierras sicilianas. Silencios misteriosos, oscuros, llenos de presagios, que están en las antípodas de la vida democrática y republicana.

 

En su editorial del 20 de febrero de 1997, CRITERIO afirmaba, a propósito de la muerte de José Luis Cabezas, que “estamos frente a un asesinato mafioso que tiene como objetivo advertir al periodismo que de ciertas cosas no se habla”.

 

La noticia del suicidio de Yabrán sacudió al país. Real o exagerado, lo cierto es que el imaginario colectivo veía en él al exponente máximo del poder como impunidad. Y al instante, las dudas sobre su muerte fueron el tema dominante en las conversaciones del hombre de la calle, y también en cenáculos económicos, políticos y culturales.

 

“¿Cómo hablar de un hombre cuya vida transcurrió entre las sombras y cuya muerte se presenta dudosa y enigmática?”, se preguntaba Bartolomé de Vedia en La Nación.

 

¿Rota la impunidad terminó el poder?, nos preguntamos nosotros.

 

Todo parece posible, más que en una novela policial. Y todo es posible porque de todo se duda. Y de todo se duda porque hay sobrados motivos para ello.

 

Pero acaso este estado de sospecha generalizada sea el mayor triunfo de las mafias.

 

Si todos los muertos se llevan los secretos, si nada nos da garantías de nada, si el silencio impera sobre la publicidad de las palabras que explican y dan cuenta a la ciudadanía de lo sucedido, realmente, con la transparencia y la responsabilidad inherentes a toda institución social digna, si finalmente aceptamos en una suerte de fatalismo y de escepticismo que nunca sabremos la verdad de los hechos, damos por perdida una batalla clave de la vida democrática.

 

Acostumbrarnos al horror, a la mentira, a la prepotencia, a la impunidad, a los secretos es haber perdido.

 

Si no rompemos ese círculo no encontraremos una salida.

 

“¿Por dónde romper esta cadena que puede ahogar el porvenir de las nuevas generaciones?”, escribía Natalio Botana a propósito del creciente desinterés de los jóvenes por la política. Y señalaba: “Se impone desde ya exigir ejemplaridad a los gobernantes que hemos elegido”. Porque hoy la moral pública “es un capital imprescindible para ganar y retener el poder”.

 

En este cuadro gris, a veces tan oscuro que parece negro, de la realidad social, podemos y debemos buscar cada vez más la luz. La luz que nace de la justicia, de la vigencia de instituciones claras, del compromiso político por el bien común.

 

Tarea imperiosa, irrenunciable, absolutamente imprescindible.

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