En la lluviosa madrugada de mayo, el tren que nos conduce de Praga a Cracovia se detiene unos instantes. Logro leer el nombre de la estación: Oswiecim. «Estamos en Auschwitz», murmuro. Cincuenta y cuatro años atrás, los años de mi vida, en medio de la guerra que asolaba al mundo, muchos trenes surcaban a diario esas mismas vías. A unos centenares de metros descargaban de los vagones de ganado su carga: hombres, mujeres y niños que confluían de todas las regiones ocupadas por el Reich, desde Oslo a Roma, de París a Atenas. Era el Mal desencadenado, la culminación, la «solución final», metódicamente aplicada, pese a que los aliados desembarcaban en Normandía y la suerte de la guerra ya no sonreía a Hitler, para exterminar a millones de judíos de Europa. Que estaban allí, seguramente en madrugadas lluviosas y grises como la de ese día de mayo de 1998, tras las leyes raciales, la kristallnacht, los ghettos, desde otros campos como Dachau, Terezin o Drancy. La vía del tren penetraba hasta dentro del campo de Birkenau. Un médico, cuesta escribirlo, separaba a hombres y mujeres, a los padres de sus hijos. Los que podían trabajar eran llevados a barracas para un lento exterminio. En diez meses -se calcula- se renovaba por muerte la capacidad del campo. Los otros, ya no importaba siquiera anotar con escrupulosidad burocrática sus nombres, eran conducidos a las cámaras de gas.

 

Estamos en Auschwitz, Gloria, mi mujer, los periodistas Nicholas Tozer y José Ignacio López, y el rabino Mario Ablin, argentino, abogado, hoy residente en Israel. Recorremos conmovidos las instalaciones del campo, cuartel del ejército polaco antes de la invasión alemana, hoy museo para el recuerdo y la memoria. Barraca a barraca seguimos los itinerarios de la muerte y los padecimientos de sus ocupantes: los varios miles de prisioneros polacos, los soldados soviéticos (sobre los que se experimentó por primera vez con el Zyklon B), gitanos (se exterminó a unos 20.000) y gradualmente, destinados directamente al exterminio, los judíos. Fotografías, planos, fichas, maquetas, dan la dimensión del horror. Sensación que se agudiza ante las vitrinas con toneladas de cabellos humanos, que se remitían para su industrialización, valijas con los nombres de sus dueños aún visibles, de toda la geografía europea, pilas de anteojos, zapatos, cepillos, alguna muñeca… Frente a una urna cineraria, el rabino Ablin, con su chal ritual sobre los hombros, recita una oración y un salmo. «El Señor es mi pastor… aunque cruce por oscuras quebradas ningún mal temeré». Por unos instantes se ha interrumpido el flujo de visitantes, y en una providencial intimidad, el pequeño grupo proveniente «de un país lejano», compuesto de judíos y católicos, se une en oración a los millones de muertos.

 

Esa misma tarde del 18 de mayo se inicia, en el Centro de Diálogo y Oración el encuentro interreligioso al que concurro como representante del Secretario de Culto, organizado por el Center for Christian-Jewish Understanding of Sacred Heart University, de Fairfield, Connecticut, que dirige el rabino Joseph Ehrenkranz, iniciativa a la que está asociada la Casa Argentina en Jerusalén. El cardenal Franzizek Macharski pronuncia las palabras de bienvenida. Ascético y distinguido en su porte, es el inmediato sucesor en Cracovia del actual Pontífice, al que se refiere como uno de los más grandes arzobispos de esa sede ilustre, aunque nunca hubiese llegado a ser Papa. Al grupo argentino se une el embajador en Polonia, D. Norberto Augé, cuya presencia es muy apreciada por el cardenal y los organizadores.

 

A lo largo de las tres jornadas los temas giran en torno de «Religión y Violencia, Religión y Paz». Samuel Pisar, un abogado que fue asesor de Kennedy, habla «de la sangre y la esperanza». Él era un adolescente cuando fue separado de sus padres y hermanos, allí mismo. El rabino Arthur Schneier, de Appeal of Concience, supo de sus abuelos arrancados de su hogar en Hungría y exterminados en las cámaras de Auschwitz-Birkenau. El profesor Martin Marty habla del fundamentalismo, y tres brillantes expositores explican las «raíces de la paz» en sus respectivos libros sagrados. Al rabino emérito de Francia, René Samuel Sirat, lo había escuchado ya en las reuniones de San Egidio por lo que aguardaba con gran interés su palabra. En la única intervención en francés (todo el resto del encuentro se desarrolla en inglés), invita a su pueblo a una triple declaración de paz: paz del pueblo judío con Dios, entre sí y con las demás naciones. El octogenario, pero muy juvenil, cardenal Cahal B. Daly, arzobispo emérito de Armagh (Irlanda) trae la voz del Nuevo Testamento. A una mujer, Amira Shamma Abdin, inglesa de origen paquistaní, le toca presentar al Islam, y lo hace de manera que obliga a desterrar estereotipos y prejuicios. Al mismo tiempo, como señala Elizabeth Maxwell, a quienes como ella y los otros musulmanes presentes, llegados de los Estados Unidos, Croacia e Italia, pueden mostrar un rostro de paz y tolerancia del Islam, les toca la responsabilidad de hacerlo creíble y vigente allí donde el fanatismo adopta las consignas del Corán. Es que, se coincide en señalar, las religiones son de paz, los hombres las hemos desvirtuado demasiado a menudo identificándolas con violencia y rechazo hacia otros seres humanos.

 

En la última jornada, un panel de gran relieve: el arzobispo de Baltimore, cardenal William Keeler, el rabino David Rosen, de Israel (quintaesencialmente británico), principal negociador israelí para el establecimiento de relaciones diplomáticas con la Santa Sede, que define como un «hito» en su vida, y el Imam W. Deen Mohammed, de Chicago. Consigno algún concepto del cardenal, una relevante figura de la Iglesia norteamericana, sobre Juan Pablo II. Narra su estadía en La Habana en la última Navidad y el comentario del cardenal Ortega ante el fervor religioso que atravesaba el pueblo: «Para nosotros, la visita papal ya ocurrió». Es como cuando el Papa hizo su primer regreso a Polonia, en pleno comunismo, la gente allí y en toda Europa del Este comenzó a perder el miedo. Todos los asistentes coincidían seguramente con él en que el papa Wojtyla es un «Pontífice», un constructor de puentes, de puentes entre pueblos y entre religiones, de los hombres con Dios.

 

Realizamos una visita a los campos, guiados por el padre Manfred Delaers, uno de los responsables del Centro para la Oración y el Diálogo. Sabe de lo que habla, tanto que su tesis doctoral versó sobre el director de Auschwitz, Rudolf Höss (no confundir con Hess, el último prisionero de Spandau); destinado por su padre al sacerdocio, se enroló en la SS y llegó a organizar la siniestra maquinaria, muriendo en la horca, en el mismo Auschwitz en 1947. Atravesamos el arco con la sardónica leyenda «El trabajo libera», descendemos a las celdas de castigo, en una de las cuales pereció san Maximiliano Kolbe, (una fotografía muestra el grupo de franciscanos grises llegando a Auschwitz), el patio en cuyo fondo se realizaban fusilamientos, y luego las barracas de madera de Birkenau, que no habíamos recorrido en la primera visita. Allí, de a cuatro o cinco por camastro, se amontonaban los prisioneros. Viktor Frankl sintetizó así algo de lo que él mismo padeció: «En los campos de concentración veíamos a nuestros camaradas, a unos actuar como bestias, a otros como santos». La voz del P. Delaers se estrangula cuando nos dice, en el terraplén junto a las vías: «En este preciso lugar se separaba a las familias». Y seguimos en recogimiento hasta las ruinas de una de las cámaras de gas. Es momento de oración, aunque las palabras son casi inaudibles. El rabino Sirat en su disertación había citado respecto de Auschwitz el Salmo 65.2: «Para ti, Señor, sólo el silencio es oración». Alguien musita el nombre de sus familiares muertos, el cardenal Daly recita silenciosamente el De Profundis, un obispo anglicano reza un Padre Nuestro en árabe… Ninguno olvidará esa tarde en Auschwitz-Birkenau.

 

Una palabra sobre el Centro establecido por la Iglesia polaca en las inmediaciones del campo como servicio a los visitantes (hay muchos, especialmente jóvenes)1. Dos sacerdotes (un polaco y el alemán ya mencionado) atienden con calidez y eficiencia las cómodas instalaciones, biblioteca incluida. Quizás en el futuro se amplíe con habitaciones que permitan eludir el feo, típicamente «socialista», hotel Globe. Al lado, el moderno edificio del convento carmelita, en cuya capilla participamos de la misa concelebrada por los cardenales Daly y Keeler y el padre Remi Hoeckmann, un cordialísimo dominico belga, secretario de la Comisión de Relaciones con el Judaísmo de la Santa Sede, cargo en el que sucedió a Mons. Jorge Mejía. Las páginas de CRITERIO han recogido las dificultades suscitadas por sectores del judaísmo por la presencia de las religiosas en una casa lindante con el campo, y el acuerdo, en el que intervinieron varios de los asistentes (Macharski, Hoeckmann, Sirat) mediante el cual se trasladó el convento a las inmediaciones y se construyó el Centro. Cruces y carteles en el antiguo emplazamiento (que alguien obviamente descifra para nosotros) nos muestran que el tema sigue siendo sensible.

 

El balance del encuentro es excelente. La jerarquía de los panelistas e invitados, unos cuarenta, ya ha sido reflejada, aunque para no abrumar con nombres omito a varios, entre ellos al diácono ruso lector de Borges y de Cortazar. Las intervenciones y los diálogos que siguieron a cada una de ellas abrieron perspectivas y debates esclarecedores. La paz en el Medio Oriente fue un tema recurrente, especialmente porque no se ve al gobierno israelí actual siguiendo la senda de los anteriores. El asesinato de Isaac Rabin y la falta de expresiones suficientes de condena por parte de algunos sectores religiosos de Israel fueron traídos a colación en más de un momento. Sobre todo, y más allá de situaciones puntuales, fue evidente la preocupación de que lo religioso no sea utilizado para la destrucción y el odio, como ha ocurrido y ocurre aún. El grupo argentino compartió fraternalmente esos días. El rabino Ehrenkranz no se cansaba de destacar el hecho sin precedentes de que en Buenos Aires un panel conmemorativo de la Shoah está junto a la tumba del anterior arzobispo. Al saludar al cardenal Keeler, nos dice sonriente: «Ah, ustedes representan al cardenal Quarracino», y de alguna manera sentimos que es así. Las pausas para el café y la hora de las comidas son espacios para conversaciones enriquecedoras.

 

Fue una experiencia en que un pasado de muerte (desgraciadamente, también un presente, si pensamos en las «limpiezas étnicas» en Bosnia, las masacres de hutus y tutsis en Ruanda y otros horrores actuales o recientes) encontraba una respuesta de vida en los hijos de Abraham, «nuestro padre en la fe». En palabras de Juan Pablo II en Auschwitz en 1979: «Cuando estamos parados aquí, no importa cuán diferentes podamos ser como individuos y como naciones, no podemos evitar el anhelo de reconocernos unos y otros como hermanos».

 

Quisiera decir algo sobre Praga, Cracovia y Varsovia. Pero es mejor que esta crónica comience y concluya en Auschwitz, en polaco Oswiecim, un lugar que marca a fuego la historia de nuestro siglo y la reflexión sobre Dios y sobre el hombre. 

 

 

 


1. Puede ser útil a alguno de nuestros lectores conocer los datos del Centrum Dialogui Modlitwyw Oswiecimiu, que dirige el P. Petr Wrona: ul. M. Kolbega 1, PL 32-602, Oswiecim, Polonia. Fax 48-(33)-43-10-01.

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