“Cuando nació Sofía y el diagnóstico de Síndrome de Down fue confirmado por los médicos, sentimos que iniciábamos un nuevo camino del cual no sabíamos el diseño, pero cuya meta final ya se perfilaba desde la fuerza de la esperanza. Sabíamos que ese camino lo teníamos que recorrer con Sofía y que todos íbamos a tener que aprender a hacerlo juntos.

 

Sofía nació a la 1:45 del martes 30 de julio de 1991, y luego de que Georgie, mi marido, ya en la habitación, me diera la noticia, nos quedamos juntos y en silencio, sabiendo que el desafío de un amor diferente al que habíamos experimentado con nuestros seis hijos anteriores se nos ofrecía, quizás como un cáliz, quizás como una promesa, quizás como el amor de misericordia, más parecido al amor de Dios que a aquel con el cual nosotros podemos amar, mezclado siempre con algo de narcisismo en el orgullo que sentimos por nuestros hijos bellos e inteligentes.

 

Muy unidos rezamos un rosario y transitamos por los misterios dolorosos, sabiendo que ya no estábamos al pie de la cruz, sino que habíamos sido elevados y quizás éramos una astilla de esa cruz de Cristo y, junto con ese dolor, supimos que era la cruz de un resucitado, y que en este nuevo camino de amor no estábamos solos, que todo iba a fluir de ese manantial de vida, y de Vida nueva.

 

Pasó así la noche y a la mañana, luego de recibir la ofrenda pura que nos hacía ofrenda a nosotros, deseaba ver a Sofía, conocerla…” 1.

 

Hasta aquí el testimonio que escribí a pocos meses de nacida Sofía. Hoy, cercanos sus siete años, he de decir que ese camino se transformó en el “caminito” que fue haciendo Sofía en cada uno de nosotros por el aprendizaje de ese amor “diferente” que a través de la cruz se manifestó y que nos abrió a la voluntad de Dios como Voluntad de Amor, a su “don” que es Vida nueva, siempre distinta.

 

La aceptación es un proceso

 

La significación de la palabra “aceptar” aparece en toda su dimensión cuando nuestra voluntad entra en contradicción con algo que se presenta como proveniente desde afuera, es decir, no querido, ni esperado. Más, puede ser que no sólo contradiga nuestros deseos o expectativas, sino incluso aquello que por naturaleza “nos es debido”. Aquí la aceptación pasa muchas veces por un período de rebelión: ¿por qué a mí? Esta aceptación es un proceso, no es instantánea. Recorre una secuencia que podríamos detallar así:

 

-negación: ¡yo no! ¡a mí no!

-resentimiento: ¿por qué a mí?

-discusión: está bien pero podría no ser, o ¿esperar…?

-resignación: me inclino ante lo inevitable.

-aceptación: “En tus manos entrego mi voluntad” 2.

 

Tengo que decir que este proceso se dio en mí antes de que naciera Sofía, pues mi certeza de que iba a nacer con S.D. no provenía de análisis alguno sino de mi intuición de madre. Junto con la certeza de esta especial percepción de la madre iba creciendo la discusión. El día antes de que naciera lloré durante todo ese día con angustia y plena conciencia de que no quería que llegara el momento del parto; sin embargo, en el momento en que nació tuve absoluta paz… El trabajo interior ya había sido recorrido y María estaba muy presente.

 

En la aceptación se da la obediencia a la cruz como aquello que contradice nuestra propia voluntad, que lícitamente se proyecta en lo que por naturaleza desea.

 

En general, en la aceptación de las pruebas en un matrimonio hay una reserva, un tesoro muy peculiar: los dolores mayores suelen darse en relación con el sufrimiento del hijo o del marido, y por lo entrañable que es este amor, hace que también lo sea el dolor, y en esa solidaridad de carne y espíritu aparece el amor de compasión, impidiendo que se dé en uno mismo la cerrazón que es tan propia del dolor. A los hijos creo que lo que inmediatamente les preocupa es que los padres no se desmoronen; muchas veces el hombro para llorar, la palabra alentadora, la contención, provino de ellos. Al mismo tiempo nuestro temor como padres creo que se dio frente a la posibilidad de la dispersión de nuestros hijos, como una forma de vivir el dolor a solas o en otro lado, y así pusimos mucho para que la atmósfera en la comida de la noche, que es el momento de reunión de todos nosotros, fuera muy especial. Pienso que el proceso de aceptación del que hablaba se fue dando en cada uno de nosotros en los tiempos personales y en forma silenciosa. Hoy, a siete años, cada uno encuentra su lenguaje propio para explicitarlo. Este aprendizaje involucró a toda la familia. La honda solidaridad nos hizo hermanos en el dolor y partícipes de la alegría frente a cada logro de Sofía y de su ternura reconciliadora. Así, participando de este amor, nos adentramos de a poco en sus maravillas y en nuestra realidad.

 

El amor vive de la diferencia

 

El amor de aceptación abre un espacio donde el otro puede encontrar la libertad de ser quien es; de exponerse en su debilidad y arriesgarse en sus pensamientos, gestos, en la confianza de ser recibido por el corazón abierto del otro.

 

La importancia de este “amor de aceptación” del otro en su diferencia se pone de manifiesto en el caso de la discapacidad; aquí aparece más claramente la esencia del amor que es unión gracias a la diferencia. El amor de aceptación realiza la unidad en la diferencia; vive de la diferencia y es ésta la que posibilita la salida de sí hacia la esfera del otro para, en el respeto (mirar a fondo, mirar dos veces: re-spectare) de su ser, recibirlo tal cual es. Así quiebra la proyección de la subjetividad, la inflación propia del yo para descentrarse, desvanecerse, al comienzo dolorosamente, en aquel que, primeramente es nuestro hijo, y luego el hijo con tal o cual diagnóstico. Pero este descentramiento hace que caigan muchos prejuicios que recubrían nuestra mirada para hacer posible el juicio del amor capaz de iluminar, en su función apofántica, la realidad más esencial de la persona amada. Así pudimos descubrir en Sofía la maravillosa ternura de su personalidad junto con un potencial que, bajo el impulso de ese amor, tuvo la mejor posibilidad de su despliegue.

 

Ella en su precariedad y en su futuro incierto manifestaba como más a flor de piel la extraordinaria sensibilidad y percepción del otro, el sufrimiento frente al rechazo y el desprecio de los demás y su apertura y comunión al prójimo, como también una especial cercanía o connaturalidad con lo religioso, como diré más adelante.

 

Es difícil pensar que uno sería capaz de no aceptar al propio hijo. Creo que la “no aceptación” a veces se tiñe de tristeza, desesperanza, brazos caídos o abandonos parciales. El aceptar al discapacitado es en el fondo aceptar nuestra discapacidad para amar, aceptar nuestros miedos frente a lo desconocido, frente al no saber y no poder por lo tanto dominar la situación, miedos frente al futuro y frente a los otros de los cuales hoy dependemos para la integración, que es vital para nuestra hija en la sociedad.

 

El tener que romper las recetas y los preconceptos obliga a mirar y a ponerse en búsqueda, por la invención propia del amor, de caminos de promoción.

 

El “amor de aceptación” nos mostró su fuerza personalizante. La confianza de base que esa aceptación entrega al niño no es una cuestión solamente psicológica, sino que inhiere en un suelo ontológico que le permite “ser lo que es”. Así descubrimos “la fuerza de ser” que tiene el amor. No en vano está al inicio de la creación.

 

Aceptar al otro es hacerse “otro en cuanto otro”

 

Creo que luego de este proceso de aceptación comenzamos a preguntarnos cuál era el lugar de Sofía en el mundo, cuál era su misión. Es decir que, silenciosa y personalmente, fuimos descubriendo el sentido de su existencia y junto con ella el nuestro.

 

Nos dimos cuenta así que Sofía era el “pobre” entre nosotros y frente al mundo; es decir, aquel que está en el mundo, pero que no pertenece al mundo y que quizás en esto consistía su misión: en ser aquel lenguaje que confronta los criterios del mundo como incapaces de alcanzar la comprensión de su íntimo significado.

 

En efecto, aquellos valores de eficiencia, éxito, belleza, prestigio personal o social, confort, etc. no servían para conocer y amar a Sofía. Estos criterios cayeron, como caen los velos que ensombrecen lo esencial, develándonos su valor absoluto de ser persona, junto con otro, tan absoluto como el primero: su dignidad de hija de Dios, ambos encerrados bajo la precariedad e indecisión de esta vida de nuestra hija discapacitada. Desde esta perspectiva Sofía no debía ser útil ni eficiente; es decir, no debía ponerse en función de algo distinto como el bienestar, el enriquecimiento o el éxito; ella como persona es el centro en función del cual los valores valen, recordándonos así que todo el orden social, político y económico debería tener en cuenta esta centralidad de la persona humana para entrar realmente dentro de los carriles de un nuevo humanismo.

 

Como padres nos hizo cruzar un abismo entre el mundo en el cual uno se encuentra instalado y aquel otro que llamamos el de los “pobres” o marginados.

 

Este cruzar el abismo no tiene que ver con un descubrimiento teórico, sino más bien con una solidaridad que hace que, desde la comprensión vivida, podamos acercarnos a otros que, en la misma situación, necesitan nuestra ayuda.

 

El dolor que implica renunciar a las expectativas biológicas, humanas, de tener un hijo “normal”, supone tener que abrir las manos y “dejarlas partir”. Así “pobres entre los pobres”, los padres, los hermanos, encuentran aquí la oportunidad de despojarse de esos criterios o valores que aparecen ahora como no esenciales, y encuentran la posibilidad de una solidaridad vivida, un estar en el otro para, desde allí, comprender su íntima realidad. La paradoja es que en esta comprensión nos entendemos también a nosotros mismos en nuestra verdad, desde los ojos de la humildad, que nos descubre ese íntimo anhelo y necesidad que acallamos los “normales”: la necesidad de ser aceptados, amados para ser; de experimentar la exultante alegría de la comunión y la misteriosa armonía unificante de la oración, cuando se dispone a “dejar advenir” la Voluntad de Amor que plenifica nuestro corazón. Esta triple pobreza, es decir, la necesidad de recibir del otro nuestro ser, de encontrarnos a nosotros mismos dándonos, y nuestra integridad proveniente de otra Voluntad conforman una triple vincularidad que configura nuestro ser y lo despeja en su necesidad, en la verdad de su dependencia, puesta en escena gracias a la discapacidad de Sofía. En efecto, con Sofía esta triple vincularidad se presenta como tarea, y la tarea es la “integración”, palabrita mágica en la cual Sofía puede encontrar aquellos vínculos que la ayuden a su realización personal: la vinculación con “el mundo” escolar y laboral ; la vinculación con “el otro” , es decir el tema de la comunión y la vinculación con “lo sagrado” que es el tema de la oración.

 

La integración no es fácil. Implica la misma revolución que se produjo dentro de nosotros y en el seno de nuestra familia para que, lejos de los prejuicios que rigen nuestro “ser en el mundo”, aparezcan aquellos valores esenciales que nos hacen más humanos.

 

Creo que aquí como padres, como familia, se nos da la oportunidad de acompañar a Sofía en su misión, y así luchar desde dentro de una comunidad educativa para que este lenguaje sea escuchado.

 

A la hora de la integración aparecen los miedos, nuestra discapacidad afectiva y, por lo tanto, la negación. Este trabajo de liberación, sin embargo, nos hace mejores instrumentos, más afinados, más humanos como educadores y más creativos en la aplicación de estrategias pedagógicas.

 

Este desafío es de toda una comunidad educativa, donde la familia configura una fuerza entrañable, modificadora de estructuras y de conciencias por el amor que la embarga; y, así, sentimos agradecimiento en este momento en que directivos y docentes del colegio Jesús María, valiente y generosamente, han abierto este camino lleno de esperanza, no solamente para nuestros hijos discapacitados sino, y sobre todo, para una sociedad que encuentra en el más débil la posibilidad de su transformación.

 

La esencia del amor es la inocencia

 

El tema de la integración nos puso frente a la dolorosa realidad del rechazo. El sufrimiento ante el rechazo o marginación, junto con la alegría frente a la aceptación amorosa, puso de manifiesto otra realidad muy honda presente en Sofía y que llamaríamos la inocencia que encierra el discapacitado.

 

Esta inocencia hace que en él no haya duplicidad alguna, y en esto queda expuesto en su anhelo de amar y de ser amado y se arriesga inocentemente a ser rechazado, como sin defensas, y al enorme sufrimiento que esto le causa. Su rostro cambia y se oscurece como espejo de este desamor.

 

“La inocencia es la esencia del amor” 3 y ésta es propia del niño que busca, en su pureza, la unidad como un juego. Cuando nació Sofía alguien me dijo: “Estos se llaman niños eternos”. En ese momento no entendí nada. Luego al correr de estos años fuimos descubriendo en ella esa inocencia que brilla cuando es amada, respetada.

 

El niño inocente juega a la unidad; se pierde en los brazos de unos y otros tejiendo en su juego, con su cuerpo, los vínculos de esta comunión. Este lenguaje afectivo es primordial en el discapacitado mental; en nuestros brazos encuentran una contención para su propio centro móvil del continuo dar y recibir, es decir, de su ser totalmente abierto al amor.

 

Sería muy largo contar las anécdotas con que Sofía manifiesta esta apertura en el especial modo de pedir perdón, de consolar, de percibir al otro en su alegría o tristeza, que nos llena de admiración y muchas veces nos resulta inexplicable.

 

En Sofía pudimos aprender también el modo de gozar con la naturaleza. Percibíamos la felicidad que sentía en el campo, y cómo esto se notaba en su expresión y en su locuacidad; como si esta corriente de vida, esta vocación de unidad se diese también con la naturaleza y en esa vivencia de la armonía un profundo gozo (“Para que sean uno… y que tengan en sí mismos mi alegría colmada”).

 

¡Cómo se han ido despejando los anhelos más profundos del corazón gracias a Sofía! Este misterio de amor que en su mirada le entrega al otro su mejor posibilidad, que lo confirma y le da la confianza de base para su diario caminar, nos reenvía a nuestro propio misterio. Ese anhelo de comunión y esa contemplación gozosa de la armonía interpela los criterios con que vivimos, los valores que rigen nuestra libertad y ponen a la luz el egocentrismo como fuente de agresividad, de búsqueda del confort; las ambiciones alentadas por el materialismo y un individualismo que lejos de liberar nos encarcela. La primacía de la razón y su autonomía entronizada en nuestra sociedad científico-técnica arrastra junto con ella los criterios de eficiencia, utilidad, bajo cuya mira somos o no somos.

 

Pero el corazón del hombre, su valor absoluto como persona y su dignidad única como hijo de Dios, no encuentra en estos valores sino un crecimiento desparejo, poco armónico, incapaz de tejer su unificación interior a través de la transfinalización del poder en el amor.

 

El amor es con-natural al Amor

 

La debilidad de la razón en el discapacitado hace que su centro personal no sea rígido. Es un yo menos consciente de su poder, más pobre, más real, y que en su plasticidad “deja advenir” la Gracia, cuando se le enseña a rezar. Hemos notado en Sofía una inexplicable con-naturalidad con lo religioso. Rezando a la noche en el campo con otros chiquitos, los aportes de Sofía, sus intervenciones, sirven de base para la catequesis.

 

Esta esencia religiosa, que es nuestra verdad y que está opacada o viciada por el egocentrismo y por un exceso de racionalismo, aparece en Sofía como la clave de una armonía interior y forjadora de conciencia. Es notable cómo la oración la equilibra en su tendencia a la hiperkinesia, cómo hace resplandecer la ternura de su personalidad y su alegría.

 

Cuando dijimos: “Hágase tu voluntad”, dejamos entrar en casa un amor diferente, un amor realmente más parecido al que nos tiene Dios a nosotros. Y a ese amor, expresado en Sofía, como lugar de resonancia de este lenguaje, aprendimos a escucharlo a través de ella. Por eso, la secuencia de la aceptación que inició este proceso podría ser transcripta en clave de Acción de Gracias, en la conciencia de que la aceptación de la cruz se transformó en la aceptación de ser amados por un Dios frente al cual podemos exclamar:

 

-¡A mí no! ¡No soy digno de ese amor!

-¿Por qué a mí? “Qué es el hombre para que te ocupes de él…?”

-Podría esperar…No tengo nada que entregarte a cambio de ese amor.

-Es inevitable. Me dejo amar y a la luz de ese amor abrazo mi pobreza.

-Me abandono en tu amor. Ahora sé que “aunque me lleves por oscuras quebradas ningún mal temeré, pues Tú estás conmigo”.

 

Si a la “aceptación amorosa” la traducimos como “obediencia”, y al “dejar partir” lo traducimos como “pobreza” y al “dejar advenir” su Espíritu que unifica nuestro ser y nuestro actuar lo traducimos como “castidad”, quiere decir que gracias a Sofía se hizo explícita nuestra vida matrimonial bajo la luz de los consejos evangélicos.

 

Esta claridad o este alumbramiento, en relación con el matrimonio, como camino evangélico y de santidad, me ha llenado últimamente de alegría y de esperanza al contemplar el misterio de la familia y de su posible consagración a Dios como lugar de cumplimiento de las promesas evangélicas:

 

“El que recibe a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Y el que me reciba, no me recibe a mí sino al que me envió” (Mc 9, 37).

 

  

 


1. Síndrome de Amor. Ed. Holos, pág. 75

2. Bernardo Olivera, Para Cristo. Ed. MSM, pág. 118.

3. Jean Vanier, Una Nueva Visión del Amor, pág. 67.

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