Si la materia de los viajes es inquietud y búsqueda, Sarmiento fue un hombre sin sosiego. Periodista exiliado en Chile, a los 34 años, en octubre de 1845, sale de Valparaíso en un viaje apalabrado por su amigo Manuel Montt, entonces ministro de Instrucción Pública del gobierno trasandino, para estudiar los sistemas escolares y las políticas inmigratorias en Europa y Estados Unidos. Así, en dos años, visita Montevideo, Río de Janeiro, Francia, España, Argel, Italia, Alemania, Suiza, Inglaterra, Estados Unidos, Canadá y Cuba, adquiriendo una invalorable experiencia que no desechará a la hora de cumplir los altos destinos que le reservaba el porvenir.
Sus lúcidas observaciones quedaron registradas en forma epistolar. Reunidas luego sus cartas en dos tomos publicados entre 1849 y 1851 en Santiago de Chile, se reimprimieron tres años después en Buenos Aires, y en 1886 las incluyó su Obras Completas. La edición crítica a cargo de Javier Fernández, reproduce aquella última e incluye, por sugerencia y al cuidado del estudioso francés Paul Verdevoye, el Diario de Gastos, testimonio marginal pero no exento de pequeños indicios reveladores que permiten seguir paso a paso su itinerario, como esa anotación en Nápoles: Por las raterías y limosnas dadas a cuanto pícaro tiende la mano. Cabal ejemplo para quien ebrio de poder hoy recorre mundo a costillas nuestras, con séquito de cortesanos y fígaro obligado.
Acierta Juan José Saer en nota liminar cuando apunta que más allá del político, del ideólogo y del polemista, su lealtad con lo real hace del sanjuanino un escritor. ¡Y vaya pluma!, la de quien tuvo instinto proverbial de la buena lengua, según lo elogiara José Martí.
Viajar con él nos lleva de sorpresa en sorpresa, compartiendo los gozos y las sombras de quien, sometido a los vaivenes de lo desconocido, observa al otro sin anteojeras, dejándose maravillar por realidades diversas o aun adversas a la suya.
La perspicacia del viajero descubre lo más oculto del paisaje, ensaya respuestas, prodiga juicios y jamás aburre. Asomado a la meseta castellana dice: El mendigo español es un tipo que el arte debe esforzarse en conservar, a despecho de las ordenanzas reales que comienzan a perseguirle. El paisano trabaja en España mientras sus fuerzas se lo permiten; cuando el peso de los años va agobiándolo demasiado, deja el arado por el bastón de mendigo, i escoje un punto del camino como teatro de su nueva industria, i los productos de su profesión entran en común con el trabajo de los jóvenes para proveer al mantenimiento de toda la familia, sin que nadie le haga un reproche por la humildad de su nuevo oficio
el paisano español posee, además, todas las cualidades necesarias para ejercitar con éxito la profesión de mendigo: un aire grave, una memoria recargada de oraciones. El paño burdo de que el pueblo español viste, es de color i consistencia calculados para resistir a la acción de los siglos, verdadera muralla tras de la cual el cuerpo está al abrigo del sol, del aire i del agua, con la que está toda su vida peleado irresistiblemente (p. 135-136). En las provincias vascongadas apunta: Los jefes de familia de cada villorio se reunen para jugar a la pelota o tirar la barra, tratando en el intertanto de los intereses públicos: voilá todas sus instituciones políticas. Era preciso que el siglo XIX viniese a alumbrar lo profundo de estos valles para que los habitantes pudiesen comprender que, para ser libres i civilizados, se necesita tener aduanas, jendarmes, estanco y constitución, que es lo que importa la supresión de los fueros (p.133).
Pero Sarmiento no va a España para deleitarse con la belleza natural y el colorido de las costumbres, sino para comprender, como en una dolorosa peregrinación a las fuentes, el origen peninsular de los males americanos. El boato de las bodas reales que vio por entonces en Madrid no le ocultan a un pueblo entretenido con tantas galas pero insatisfecho de pan y trabajo; en el Escorial ve el sepulcro sombrío de la libertad; en la corrida de todos adivina un ritual de remoto origen que identifica con los autos de fe donde rezuma la barbarie inicua, aunque se confiese sacudido por el sublime atractivo de la lidia. La dicotomía entre civilización y barbarie que alumbrará el Facundo enraiza, pues, al otro lado del Atlántico.
El viaje a Roma motiva una extensa relación al obispo de Cuyo, su tío. En esas páginas, que ocupan un espacio político autónomo dentro del epistolario, descuella su tan ansiado encuentro con el recién electo Pío IX, quien en su juventud recorriera la América del Sur en misión diplomática. Sarmiento no oculta su entusiasmo compartido por todos los liberales europeos ante la ola de renovación que en medio del ominoso clima ideológico de la Restauración, se apresta a introducir en la Iglesia el pontífice, dispuesto a inaugurar una nueva era donde religión y libertad puedan coexistir.
Las cartas se presentan con un aparato crítico formidable. Se ha respetado la particular ortografía del sistema propugnado por Sarmiento, basado en la pronunciación americana (arjentino, ecselencia, endija y acentos varios). Hay abundantes anotaciones y apéndices varios que permiten comprender mejor los temas considerados.
El Sarmiento que todos mal o bien creemos conocer (introductor de plagas como el normalismo, los italianos y los gorriones, según destila el sarcasmo de Ignacio B. Anzoátegui 2, o el prócer jetudo y marmóreo del himno escolar) da paso en estos escritos a un ser mucho menos convencional, infinitamente más rico que las doxas que solemos atribuirle con ligereza o devota necedad. Bienvenidos estos viajes, perdurable lección de un maestro.
Una edición cuidadosa e inteligente, apenas empañada por unas cuantas erratas que salva la correspondiente fe.
1. Domingo F. Sarmiento, Viajes por Europa, África y América 1845-1847 y Diario de Gastos. Fondo de Cultura Económica. Bs.As., 1993.
2. Ignacio B. Anzoátegui, Vida de muerto, Ediciones Buenos Aires, 1940.
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Join discussionGracias¡¡por esta informaciòn,hoy supe algo màs de el gran
Maestro.