En la sesión del Congreso Constituyente del 25 de abril de 1853, el diputado Ferré propuso agregar el término «moral» al de «orden público» en el proyecto del artículo 19 que se debatía y cuyo antecedente se remontaba al Estatuto Provisional de 1815. Cosechó adhesiones, según la escueta crónica, y el artículo fue aprobado por unanimidad.
La doctrina y la jurisprudencia se han detenido a menudo en el derecho a la intimidad del artículo 19 de la Constitución, que coloca a «las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan la moral y el orden público» como «reservadas a Dios y exentas del juicio de los magistrados», pero lo han hecho, especialmente hoy en día, más que nada para marcar un ámbito en que el hombre tiene derecho a la protección de su autonomía, «a ser dejado a solas», según la expresión del norteamericano Cooley, ante ciertas decisiones de su vida.
Moral y orden público, a su vez, han sido incluidos, con la seguridad y la salubridad, entre las materias propias del poder de policía en sentido estricto, entendido éste como el poder de limitar los derechos individuales, que el mismo artículo 14 aclara que no son absolutos. A sólo siete años de instalada, la Corte Suprema en su primera composición, el 13 de abril de 1869 reconoció a la provincia de Buenos Aires la facultad de prohibir las corridas de toros porque «la policía de las provincias está a cargo de sus gobiernos locales, que se han reservado el de proveer lo conveniente a la seguridad, salubridad y moralidad de sus vecinos».
Bien se ha dicho, es la misma Constitución la que brinda las mejores pautas para comprender el concepto de moral pública (cfr. Valiente Noailles, C. La moral pública y las garantías constitucionales).
Empezando por la forma republicana de gobierno, que supone austeridad, dignidad, delicadeza en el manejo de la cosa pública. La Constitución, en su artículo 36 según la reforma de 1994, encomienda al Congreso dictar una ley de ética pública, tarea que recién ahora, con cuatro años de demora, estaría cerca de completarse. La moral pública, evidentemente, sufre cuando falla la ética pública. El mal ejemplo de los que mandan tiene un efecto deletéreo sobre las costumbres sociales: la pérdida de valor de la palabra empeñada, la falta de transparencia en el manejo del dinero, la ostentación y la frivolidad recompensados, son algunos ejemplos de lo que decimos. La economía incide también en la moral pública: quién predicaría con éxito las virtudes del ahorro en tiempos de inflación.
La educación, la cultura del trabajo, la promoción de la familia, la responsabilidad de preservar la salud y el medio ambiente, son valores exaltados por el texto constitucional. La tradición religiosa de nuestro pueblo es una pauta que no puede eludirse. Los constituyentes pusieron a la Nación bajo la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia, y al disponer el sostenimiento del culto católico formularon algo más que un precepto económico. Sin exclusiones ni exclusivismos, la moral cristiana integra el conjunto de creencias, sentimientos y valores predominantes en nuestra sociedad, de ahí su vinculación con la moral pública. En algunos fallos, los jueces han adoptado un criterio sociológico, refiriéndose a la moral media, o a patrones de moralidad habitualmente admitidos por el sentimiento medio, o a criterios y pautas morales que ofrecen un marco valioso para el aprendizaje y desarrollo de la convivencia, integrando así el patrimonio espiritual de la comunidad.
La moral pública integra, pues, el bien común o, en los términos del Preámbulo, el bienestar general, entendido, según un fallo de la Corte, como «conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible tanto a la comunidad como a cada uno de sus miembros el logro más fácil de su propia perfección».
El tema conduce nuevamente a la distinción, necesaria pero no siempre fácil, entre conductas públicas y privadas. En cuanto a la intimidad, en una interpretación extrema fue esgrimida por la Corte norteamericana para admitir el aborto: nadie podía interferir en el derecho de la mujer a disponer de su fecundidad, se dijo, mientras desechaba dar respuesta a la pregunta sobre el comienzo de la vida humana. Signo de una Corte activista, la sentencia se sustituyó al Congreso federal y a las legislaturas de los estados, aunque para ello tuvo que ir a buscar privacy en las penumbras del propio ordenamiento jurídico.
Entre nosotros, la tenencia individual de estupefacientes fue aceptada en 1986 en fallo dividido, con el argumento de que se trataba de conductas realizadas en la intimidad, sin ofender la moral y el orden público. Consideró la Corte que para salir del ámbito de la privacidad debía existir un perjuicio a terceros, que no veía en esa conducta, aunque se dañase al propio tenedor, en cuyo «proyecto de vida» no era lícito que el Estado se inmiscuyese. CRITERIO editorializó sobre el riesgo de esa posición, que la Corte más tarde abandonó: «Es difícil comprender … cómo la autolesión del que consume estupefacientes pueda considerarse una acción privada, ya que la inmensa mayoría de la comunidad nacional valora el deber de cuidar la propia salud psíquica. Degradarse humanamente por el consumo de drogas, ciertamente lesiona los sentimientos o valoraciones compartidas por un conjunto de personas en cuya protección está interesada la comunidad toda». Por ello expresaba su adhesión al voto de la minoría de que es el legislador quien define la privacidad de una conducta, ya que él es competente para captar la moralidad pública, como la moralidad del hombre medio al que representa. («El juez, el legislador y la droga», n. 1973, 25.9.86).
Cuando se trató la denegación de la personería jurídica de la Comunidad Homosexual Argentina (1991), en uno de los votos de la mayoría, quedó reflejado el cambio de concepto sobre el alcance de lo público y privado: «las acciones privadas de los hombres ofenden de algún modo al orden, a la moral pública y perjudican a terceros cuando producen un daño a sus familias y a la sociedad en las que tales acciones repercuten o a sí mismos, pues nadie puede consentir válidamente que se le inflija un serio daño» (voto del Dr. Antonio Boggiano).
La moral, como parámetro de limitación de los derechos aparece en los tratados que, a partir de 1994, tienen jerarquía constitucional. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que este año llega a su medio siglo, está la satisfacción de las «justas exigencias de moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática» (art. 29). El Pacto de San José de Costa Rica, por su parte, se refiere a los deberes de la persona para con la familia, la comunidad y la humanidad y reconoce que los derechos están limitados por los de los demás, por la seguridad de todos y por las «justas exigencias del bien común» siempre en una sociedad democrática (art. 32).
La preservación de la moral pública y el reclamo al Estado para que ejerza su responsabilidad de protegerla, constituye un interés colectivo para accionar ante la Justicia. La reforma de 1994 le dio expreso reconocimiento en el artículo 43 y es una posibilidad para los habitantes de la Nación de hacer valer los derechos llamados difusos, sea individualmente, sea a través de organizaciones intermedias.
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La Constitución de la Ciudad de Buenos Aires se enrola en la corriente privatista de la moral, palabra ésta que no aparece mencionada en el farragoso texto, ni siquiera cuando se particulariza en los «niños y niñas y adolescentes», primarios destinatarios de protección y formación morales. En cambio, se garantiza, entre otros muchos derechos, el de ser diferente.
Consecuencia directa de semejante euforia fue la abolición de los edictos policiales, cuya aplicación había dado lugar a formas de corrupción que debían erradicarse. Fueron reemplazados por un «código de convivencia urbana» que dejó sin sanción la oferta pública de sexo. De inmediato, surgieron «zonas rojas», vecinos de algunos de los cien barrios porteños encontraron que el más antiguo de los comercios se ejercía en las puertas de sus viviendas, y no sólo por mujeres sino también por hombres travestidos que, quizás lo más grave, encuentran una clientela al parecer abundante. Manifestaciones y hasta misas se han llevado a cabo, signo positivo, ya que muestra que se sale en defensa del interés directo e inmediato, dejando lejos el «no te metás». Los vecinos, las entidades intermedias, las parroquias, templos y colegios, católicos o no, pueden encontrar una plataforma común para «peticionar a las autoridades», uno de los más clásicos derechos humanos.
La opinión ciudadana ha sido escuchada por la autoridad competente, tras no pocas vacilaciones acerca de cómo satisfacer a los vecinos, que piden se persiga la exteriorización de la prostitución, sin dejar de ser «políticamente correctos» y no tener que afrontar la acusación de autoritarismo.
Los gobernantes no pueden ser ajenos a las exigencias del bien común, entiéndase, como cuadra a quienes viven en una sociedad democrática, sin indiferencia ni siquiera neutralidad frente a los reclamos de la población. Y los ciudadanos tienen abierta, además de la vía de la Constitución Nacional ya mencionada, la de la Constitución porteña que consagra el amparo en los casos en que se vean afectados derechos o intereses colectivos (art. 14).
La Legislatura porteña ha terminado por incluir como contravenciones ciertos comportamientos públicos que son manifestaciones del ejercicio público de la prostitución: cuando se realiza frente a viviendas, escuelas y templos, produzca ruidos, hostigamiento o perturbaciones del tránsito. El proyecto de la Alianza comenzaba con esta infeliz afirmación: «La Ciudad de Buenos Aires no prohíbe ni reglamenta la prostitución». Y terminaba por obligar al fiscal a constituirse en el lugar para disponer las medidas pertinentes, lo que en la práctica equivalía a nada. Dícese que por gestiones del Jefe de Gobierno, el bloque radical se apartó de sus socios del Frepaso y propuso el texto que terminó siendo votado, con algunas abstenciones del bloque mayoritario y la oposición de los otros (Nueva Dirigencia y Porteño) que reclamaban mayor firmeza. Se eliminó la primera frase, pero del contexto resulta que la prostitución callejera no está prohibida, mientras sea discreta. Se sancionan las exhibiciones impúdicas aunque no lleguen a ser obscenas (ya que entonces se trataría de un delito penal) y se autoriza a la policía a intervenir, no queda muy claro de qué manera, dando inmediata intervención al fiscal. Falta ahora la decisión del Jefe de Gobierno de promulgar o vetar la norma. Lo segundo sería coherente con su posición contraria a la oferta pública de sexo, pero dejaría nuevamente un vacío legal.
Más allá de detalles de redacción de la norma, es necesario recordar que la prostitución callejera altera sentimientos, valores y creencias arraigados en la población, que las ve como algo disvalioso y repugnante a las «buenas costumbres». Se trata de acciones que por su misma naturaleza pública inciden negativamente en la moralidad de la población y causan grave perjuicio a quien incurre en ellas y a los terceros ajenos, en particular a niños, niñas, adolescentes y jóvenes, obligados a soportar la intrusión de este fenómeno en su intimidad. Además de convertirse objetivamente en causas de intranquilidad vecinal y de perturbación de la normal convivencia de los habitantes.
La Corte Suprema ha dicho que el Estado debe proteger la moral pública. Tanto en el orden nacional, provincial o de la Ciudad de Buenos Aires, según los casos, se debe tomar conciencia de que hacerlo no es resabio de autoritarismos idos sino un mandato constitucional para que la sociedad afirme y promueva valores esenciales, sin los cuales se entra en una decadencia de la que la Historia tiene sobrados ejemplos.
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