Es tanto lo que se ha escrito y dicho en estas semanas acerca del campeonato mundial de fútbol, que cuesta encontrar pensamientos dignos de ser puestos a la consideración del lector. Al mismo tiempo, la trascendencia pública del acontecimiento tuvo tal magnitud que ignorarlo por completo parece un acto de soberbia. Vayan pues sólo un par de ideas, a riesgo de ser poco originales.
Incluso más que los juegos olímpicos, el mundial de fútbol es un acontecimiento de dimensión planetaria, que concita la atención de cientos de millones de personas, más allá de cuánto le quede de deportivo y cuánto tenga de comercial. Este dato es de por sí impresionante. El mundial es ocasión para el despliegue de rituales en los que sobresale el uso y abuso de los símbolos nacionales, desde los himnos mal ejecutados, hasta la proliferación de banderas convertidas en prendas de todo tamaño, formato y uso. En los estadios, fuera de ellos y aún a miles de kilómetros, se agitan banderas y se toman sus colores para pintar rostros y cuerpos enteros. Hay en los partidos de fútbol una suerte de sublimación de los enfrentamientos nacionales, casi un sustituto eficaz y pacífico de las guerras para las que, otrora, también se pintaban las caras. Al mismo tiempo (así sea para los pocos afortunados que pueden viajar) es ocasión de encuentro festivo (con excepciones tan violentas como aisladas) y, al cabo, de fraternidad humana. ¿Cómo no ver en esto algo positivo?
Una palabra sobre la actuación argentina. El desempeño de nuestro equipo nacional fue decepcionante, no sólo por el resultado, sino por la mezquindad demostrada dentro y fuera de la cancha. Qué contraste, el de estos profesionales llenos de dinero y escasos de entusiasmo, con el de los jugadores de otros equipos como Croacia, México o Nigeria (por citar a algunos), e incluso con los seleccionados juveniles argentinos de tan brillante cometido deportivo y humano en estos años. Pero quizás lo más llamativo sea el modo como quedó de manifiesto el exitismo argentino. La Argentina le ganó jugando mal y con el último suspiro a Inglaterra, enfrentamiento de por sí emotivo y significativo. Los diarios y revistas titularon «¡Héroes!», «Hazaña», y superlativos parecidos. Los mismos hombres, jugando igual, perdieron luego con Holanda: no hubo más que reproches, críticas y lamentos. Si sirve de consuelo, algo parecido pasó en Brasil. Y no es bueno.