Carlos Menem y su gobierno comenzaron por instalar como tema de debate la eventualidad de una segunda reelección presidencial en 1999, a contrapelo del texto expreso de la Constitución jurada en 1994, y del Pacto de Olivos, previo a la reforma y firmado públicamente por el propio Menem. Ambos textos son de una claridad meridiana cuando prohíben un tercer mandato consecutivo al presidente. Ahora vemos el insólito espectáculo de un presidente de la Nación, y un gobierno entero, haciendo campaña desembozada en pro de violar la Constitución, empleando en ello dineros y recursos públicos y ocupando así el tiempo y los esfuerzos que deberían dedicar a los graves problemas del país.

 

El gobernador de Buenos Aires, Eduardo Duhalde, otrora «candidato natural» a suceder a Menem, ha estallado ante el acoso y las presiones de su ex amigo y jefe. Acaba de convocar a un plebiscito en su provincia para preguntar a «la gente» si se debe allanar el camino a un tercer mandato menemista (camino que, de respetarse la Constitución, inevitablemente exige la convocatoria a una convención constituyente por el voto de los dos tercios de los miembros del Congreso, una posterior elección de constituyentes donde Menem logre mayoría suficiente para cambiar la norma que se votó hace menos de cuatro años, y sólo entonces, y antes de octubre de 1999, realizar la elección presidencial). El artículo 67 de la Constitución provincial habilita la consulta popular, vinculante o no, para «todo asunto de especial trascendencia para la Provincia». No parece ser éste el caso, donde el asunto es de claro alcance nacional. La pregunta a los electores es si los legisladores nacionales por Buenos Aires deben ser instruidos para propiciar la reforma de la Constitución Nacional: es una pregunta ociosa, porque, aunque ganara el «sí», ni la autoridad provincial puede dar esas instrucciones, ni los legisladores estarán obligados a obedecerlas.

 

El Gobierno Nacional, en su rol de comité de campaña del Presidente, amenaza a su vez con un plebiscito nacional. La consulta popular no vinculante está prevista en el artículo 40 de la Constitución Nacional y, de ninguna manera, reemplaza al mecanismo de reforma constitucional del artículo 30. Un hipotético resultado positivo solamente serviría como presión política, pero no habilitaría la candidatura de Menem. Como por otra parte las encuestas no le son favorables, el presidente parece apostar su suerte a otro mecanismo, ciertamente espurio: un fallo de la Corte que le haga decir a la Constitución lo que no dice. No hace mucho dijimos en estas páginas que de consumarse ese atentado estaríamos ante un verdadero golpe de Estado.

 

Reducidos a meros espectadores de estas luchas feroces por el poder en las que todo parece valer, nos sentimos entre consternados e indignados. El justicialismo convoca viejos fantasmas cuando, para dirimir sus luchas intestinas, no trepida en llevar al borde del abismo a la República misma. Sea la realización de plebiscitos cruzados (que inevitablemente dividirán a los argentinos en bandos enfrentados), sea la innoble tergiversación de la Constitución por una Corte dependiente, son atentados contra el orden republicano. Los jueces que incurran en tales actos estarían usurpando las funciones de la convención constituyente, y harían aplicable el artículo 36 de la Constitución que precisamente para esos casos reconoce a los ciudadanos el derecho de resistencia. Nos cuesta admitir que nadie en el partido gobernante pueda poner una cuota de sensatez y legalidad frente a tanto desatino.

 

La embriaguez del poder ha cegado al Presidente, que pone en riesgo lo bueno que pudo haber hecho durante su primer Gobierno al arrastrar al país a la división y la anomia. Vasallos y enemigos le temen, porque saben que en esta guerra para él todo vale. Hasta ahora en la Iglesia no se han oído más que tímidas y vagas advertencias, y alguna queja de obispos que se han sentido usados cuando, convocados a actos cívicos, se encontraron bendiciendo un acto electoral. Lo que ocurre nos parece, sin embargo, de una gravedad tal que si no se habla claro y se actúa rápido, acabaremos lamentando daños de costosa reparación al tejido social.

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