Durante diez días, el Teatro Colón fue anfitrión de una de las grandes compañías de ópera del mundo, el Kirov de San Petersburgo. No recordamos un desembarco semejante: cantantes, equipos escénicos, coro y orquesta… y una bailarina.

 

Bajo la carismática conducción de Valery Gergiev, uno de los directores de orquesta más renombrados del momento, sucedido para las funciones siguientes por Mark Ermler, el conjunto ruso hizo su presentación con «Jovánschina». Se trata de un conjunto de escenas de la historia del siglo XVII, donde los príncipes disputan el poder (el diálogo de Golytsin y Jovánsky, por ejemplo, tenía resonancias vernáculas), los viejos creyentes con Dosifei a la cabeza se oponen a la modernización y terminan inmolándose en una gran hoguera mientras se afianza la figura de Pedro el Grande. Al pueblo, verdadero protagonista, sólo le queda lamentarse de las luchas que repercuten sobre él con un saldo de sangre y miseria. Muy larga, quizás demasiado localista en su trama, es de todas maneras una ópera llena de fuerza en sus coros, con nobilísimos fragmentos vocales y un colorido auténticamente ruso cuando no oriental, como en la danza que precede la muerte de Jovánsky.

 

Tan excepcional fue la primera función que un espectador vecino, algo despistado, se maravillaba de cómo sonaba la orquesta, creyendo que era la nuestra transfigurada. Y lo que se avizoraba ya desde el preludio se confirmó al bajar el telón luego de casi cinco horas de ópera: habíamos vivido una experiencia única, fascinante, de una inigualada perfección. Todo confluyó al resultado: las voces, no sólo en los roles principales (espléndidos los bajos Ognovenko y Kit, la mezzo Larissa Diadkova y el tenor Ghegam Grigorian, conocido de nuestro público), sino aun en los de menor importancia; el coro, vigoroso y consustanciado; y una orquesta excepcional. 

 

Modesto Mussorsky dejó inconclusa esta obra, que Nikolai Rimsky-Korsakoff completó con una abnegación que hoy en día no se le reconoce como merece. La versión ofrecida fue la orquestada por Dmitri Shostakovich en 1959, quizás también un modo de honrar a una de las grandes figuras de la música del siglo XX cuyo genio fue encorsetado por los parámetros soviéticos. Shostakovich utilizó procedimientos contemporáneos pero intentando reconstruir la partitura original. Los expertos dirán los méritos de una u otra opción. Ésta fue estreno para nuestro teatro, donde habíamos visto «Jovánschina» en 1962 (con el bajo Miroslav Cangalovic) y 1985, pero según Rimsky.

 

La segunda sesión correspondió a una obra bien conocida, quizás la más popular del repertorio ruso: «Boris Godunov», cuyo rol protagónico encarnó y marcó para siempre en las primeras décadas del siglo Fedor Chaliapin, y que ha tenido sucesores de la talla de George London, Boris Christoff, Nikolai Ghiaurov y Evgneni Nesterenko entre otros. Recuerdo muy especialmente a Nicola Rossi Lemeni y a Jerome Hines, espléndidos artistas, pese a que aún se cantaba en italiano, antes de que el Colón hiciera el esfuerzo (desde 1975) de hacerlo en idioma original.

 

Como en el caso anterior, esta partitura de Mussorsky debió ser revisada y orquestada por Rimsky-Korsakoff. Tal es el «Boris» con el que estamos familiarizados. Los avatares del tiempo de su estreno, cuando chocó con la censura por su carácter «subversivo» y con la falta de complacencia con el gusto del público, llevaron a la existencia de varias distribuciones de las escenas basadas en la obra del gran poeta Pushkin. El público del Colón conoció en esta oportunidad una versión que sigue fielmente la partitura «inicial» de 1869, y consiguientemente desapareció el «acto polaco», con el único momento romántico (reconozcamos que bastante a contrapelo del conjunto) y con él la ambiciosa Marina, novia del falso Dimitri, y el oblicuo jesuita Rangoni, a quien tampoco se ve con otro de la milicia ignaciana cantando: «Salvum fac, salvum, Dimitri Moscovie …» en un bosque ruso con serio riesgo de sus vidas a manos de indignados campesinos ortodoxos. En cambio, el lamento del Inocente (un personaje profundamente eslavo) encuentra su lugar confrontando al atormentado zar frente a la iglesia de San Basilio, en una escena que alguna otra vez se había visto en el Colón.

 

Fue una puesta ascética: nada de iconos, de brillar de cúpulas del Kremlin y de suntuosos interiores, sino unos colgantes, una alfombra roja, apenas unos esqueletos de iglesias bizantinas. Ni siquiera un trono donde desplomarse, y al final, Chuisky para apartar malamente al zarevich del padre muerto en total soledad. Concentrada en siete cuadros, sin intervalos, la progresión dramática estuvo lograda, si bien me inclino por una representación más tradicional, como lo fue, precisamente, «Jovánschina», y con la orquestación de Rimsky. Ello no es óbice para la admiración que despertó el espectáculo, el bajo Vladimir Vaneev como Boris, la pareja relevancia de todos los intérpretes, demostrando una vez más que no hay roles pequeños,  y la dirección de Valery Gergiev, aclamado con fervoroso entusiasmo en sus dos únicas presentaciones.

 

En la columna del «debe» anotemos la poca respuesta del público. Claro está, los esforzados eslavófilos fuimos sorprendidos, y horrorizados, con el aumento del precio de las localidades en un 50% en el mismo momento de salir a la venta. Algunos sucumbieron en el intento. A ello se agrega que una publicidad escasa y tardía no llevó a un público más vasto la información sobre el magno acontecimiento que se preparaba. Fue penoso ver la platea semivacía en la primera función (y más desértica aún en las otras dos extraordinarias de «Jovánschina»). 

  

Para entender lo que se ofrecía al público porteño había que imaginar a estos artistas como descendientes de quienes estrenaron las más grandes óperas rusas: «La vida por el zar», de Glinka, «Príncipe Igor», de Borodin, «Oneguin» y «Dame de Pique» de Chaikowsky, las dos de Mussorsky de esta gira, el estreno de «La Forza del Destino» de Verdi, y en nuestro tiempo, por ejemplo «Guerra y Paz» de Prokofieff. Los grandes ballets de Chaikowsky, y nombres como Petipa, Kchessinska y Pavlova, son otro capítulo de una tradición brillante y única. Con la ciudad que Pedro levantó entre pantanos (y a qué costo humano), surgió el teatro imperial, que alcanzó horas de gloria suprema cuando se doblaba el codo de los siglos XIX y XX. Vino después el comunismo, y el nombre de Kirov, un «aparatchik», reemplazó el del teatro Mariinsky, llamado así en su tiempo por la emperatriz María Feodorovna (madre de Nicolás II). Llegó el sitio de la ciudad de Lenin por las fuerzas alemanas, y el elenco operístico se trasladó a Perm (entonces Molotov) donde animó el esfuerzo patriótico con «Ivan Susanin» (versión sovietizada de «La vida por el zar»), y otras obras del repertorio, hasta que, aún no concluida la guerra pero sí liberada la ciudad, pudo volver, reanudando en medio de las penurias imaginables la vida musical. Ahora que Leningrado es de nuevo San Petersburgo y el Kirov es, comprensivamente, Kirov del Teatro Mariinsky, mantiene vigente una tradición de excelencia en la presencia del arte de su patria dentro y fuera de su inmenso territorio. Es que ni bajo los zares, ni bajo Lenin y Stalin ni con Yeltsin se ha escuchado a los responsables de la Cultura afirmar que «a la gente» no le interesa su teatro lírico, como se dice insólitamente respecto del Colón. Algo más para aprender e imitar.

 

Hoy en día, el Kirov, con Gergiev a la cabeza, expande a través del disco el acervo musical del cual es depositario. Viene esto a cuento de la edición de «Mazzepa», otro gran fresco histórico (ucranio más que ruso, o al menos entre rusos y ucranios, con el inevitable Pedro el Grande de fondo) de Piotr Illych Chaikowsky, que integró la gira del elenco a Nueva York, con gran éxito. Unos meses atrás, en la hermosa sala del Teatro Nacional de Varsovia vi esta ópera, con una imaginativa y brillante puesta en escena, y un alto nivel interpretativo. Gran espectáculo (hay coros, bailes, desfiles, ejecuciones, procesiones y una cuota de romance), abunda en bella y arrebatadora música. ¿Por qué no anhelar un contacto con «Mazzepa» en una nueva visita del Kirov o, en su defecto, a través de una coproducción del Colón con la Ópera de Varsovia?

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