Entre las diversas consecuencias negativas que generan el desempleo y la pobreza, no cabe duda hoy que el fracaso escolar (caracterizado por elevados niveles de ausentismo, bajos rendimientos en el aprendizaje, abandono temprano y repitencia*) constituye una de sus manifestaciones más críticas entre los menores pertenecientes a los segmentos sociales más postergados. Esa situación se agudiza cuando a los factores mencionados se agrega el analfabetismo o semianalfabetismo de los mayores del grupo familiar.

 

Tales circunstancias limitan inevitablemente el acceso y la permanencia en la escuela de los menores que, con muy pocas excepciones, suelen repetir la marginación social de sus mayores, pues no logran adquirir un desarrollo suficiente que les permita trasponer el círculo perverso en el que se encuentran atrapados.

 

Esta inadmisible situación debería convocar al conjunto de la sociedad, a los poderes públicos y a todos los partidos políticos a un trabajo mancomunado para lograr su erradicación. No es posible aceptar eso de que “el pobre ha nacido bajo ese destino inexorable”, o, como afirman otros, que “toda pobreza es merecida, porque ella es siempre fruto de la vagancia o del vicio”, cuando es fácil advertir que, en importantísimo número, los marginados y excluidos de hoy son, en rigor de verdad, víctimas de una larga historia caracterizada por una concepción del ser humano equivocada, de una sociedad mal organizada y de un sistema económico inequitativo.

 

Prestar atención a esta problemática, además de constituir un imperativo ético social ineludible, se impone también por una realidad que no es posible ignorar: frente a una economía globalizada y altamente competitiva, en un mundo dominado por la información y el conocimiento, el desarrollo integral de los pueblos se sustentará, en primer término, en los niveles de educación, formación profesional y variedad de destrezas de sus habitantes. Sólo la posesión de tales capacidades permitirá a éstos asimilar, en el menor tiempo posible y con el mayor grado de eficacia, las cada vez más frecuentes reconversiones laborales a que se verán sometidos. Resulta obvio, pues, que quienes no reúnan esos requisitos no podrán acceder a las restantes labores actualmente existentes y a las que en un futuro próximo irán creándose como consecuencia del desarrollo científico y tecnológico.

 

La necesidad ineludible de educar y formar profesionalmente a toda la población, que nadie puede hoy seriamente discutir, no es por cierto algo novedoso. Hace poco más de treinta años dijo Paulo VI: “Se puede también afirmar que el crecimiento económico depende, en primer lugar, del progreso social; por eso la educación es el primer objetivo de un plan de desarrollo… Saber leer y escribir, adquirir una formación profesional, es recobrar la confianza en sí mismo y descubrir que se puede progresar al mismo tiempo que los demás” (Populorum progressio, 35).

 

Recientemente Lester Thurow, luego de recomendar a los países de América latina el tema de la educación, agregó: “Actualmente, para estar en el nivel necesario y poder competir en el mundo, un trabajador debe tener al menos tres años de educación post-secundaria. Si no los tiene es un discapacitado laboral. El surgimiento de las grandes industrias del futuro está basado en la capacidad intelectual de su fuerza laboral” (La Nación, 21-6-98).

 

El papel del Estado

 

A nadie escapa que es utópico pretender alcanzar, en los hechos, la igualdad absoluta de todos los seres humanos. Siempre habrá diferencias en los resultados que cada uno obtenga, por muy diversas razones (capacidad física y mental, dedicación, constancia, vocación, etc.). Pero estas diferencias serían menores si todos pudieran acceder a similares niveles de enseñanza. Vale citar aquí a Federico Mayor (director general de la Unesco) cuando afirmó que: “Educar, y educar con la misma buena calidad, es poner a los países en la ruta del desarrollo duradero. En este sentido, invertir en educación es fundamental, porque la educación es una de las pocas variables de políticas públicas que tienen efectos positivos, tanto en el aumento de la capacidad productiva como en la equidad social y el comportamiento cívico”. “Está demostrado –señaló también– que la falta de educación o las diferencias abismales en la calidad de la misma no sólo mantienen las condiciones que hacen que subsista la desigualdad social, sino que reproducen y crean diferencias que, con el paso del tiempo, perpetúan la pobreza y la exclusión” (Clarín, 17-4-98).

 

Al exponer sobre la ética de las recompensas, señaló Arthur M. Okun que “en la medida en que mi posición actual refleja con exceso las ventajas de mis antecedentes familiares, privilegios o status, estoy cosechando las siembras de otros”. Por ello, agregó, “Las desigualdades sociales y económicas entre familias hacen que la carrera sea injusta. La importancia de las posiciones desiguales en la línea de largada y las posibilidades de hacer que la carrera sea más equitativa son temas complejos y controvertidos… Pero en principio parece innegable que los premios por el desempeño serían éticamente más justificables si todos tuvieran la misma posición de largada” (Igualdad y eficiencia. La gran disyuntiva, Sudamericana, Buenos Aires, 1982).

 

La formación en los valores de una sociedad auténticamente democrática debe ser, entonces, en nuestro país, necesariamente afrontada en lo inmediato por el Estado, a través de una escuela diferente, mejorada sustancialmente en la capacitación de su personal docente (porque éste, además de brindar conocimientos, debe suplir aspectos formativos de los educandos, atinentes a la personalidad, a lo afectivo y a lo ético, que naturalmente compete a las familias, pero que muchas de éstas hoy no lo cumplen) y en sus recursos físicos.

 

En este orden de ideas, Daniel Artana y María Echart (economistas de FIEL) sostuvieron que “una política que se limite a prestar asistencia social fundamentalmente –sin orientarse a proporcionar ayuda educativa efectiva a esta población, como mejores maestros, grupos de alumnos menores, clases especiales, entre otras– se enfrentará necesariamente con pobres resultados o con diplomas y certificados vacíos”. Asimismo, y sin perjuicio de insistir sobre la necesidad de “aumentar los niveles de equidad en el sistema educativo” y admitir que “los estudiantes que fracasan se concentran entre los chicos que pertenecen a clases sociales bajas y medias-bajas”, manifestaron que “el aporte estatal por alumno debe ser mayor en las escuelas ubicadas en las zonas más pobres” (Clarín, 3-11-97).

 

Algunas propuestas

 

A la luz de las consideraciones precedentes cabe concluir que la solución de los problemas sociales descritos pasa, en gran medida, por un adecuado apoyo a las familias y al sistema de educación y formación profesional, a través de cambios que tornen a la escuela más accesible y atrayente para los segmentos sociales más relegados. El primer punto podría alcanzarse mediante una compensación económica que haga menos gravosa –a la vez que estimule– la asistencia regular de todos los menores a los establecimientos educacionales hasta completar los ciclos que la normativa vigente declara obligatorios. A este fin debería establecerse un subsidio por escolaridad que el Estado abonaría a los padres o a las personas desempleadas que tuvieren a su cargo a los menores, siempre y cuando estos últimos asistan regularmente a la escuela. La guarda, tenencia o tutela debería acreditarse mediante certificación expedida por autoridad judicial o administrativa (en este último caso, mediante un procedimiento sencillo y gratuito, para que efectivamente su acceso esté al alcance de todas las personas).

 

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Toda vez que el objetivo global a lograr debería apuntar –según mi criterio– a la asistencia regular de todos los menores a la escuela, sería conveniente que también en los casos de los trabajadores ocupados regularmente, respetando los topes salariales vigentes, se restablezca la asignación por escolaridad, cuyo valor sería equivalente al que se abona en la actualidad como asignación por hijo, a la que sustituiría durante el período en que los menores y adolescentes estuvieren en edad de escolaridad obligatoria, y que se abonaría en tanto éstos asistan regularmente al establecimiento educacional que corresponda. Obvio es decir que la asignación por escolaridad también debería abonarse al trabajador que cumpla jornadas reducidas o que no trabaje un número mínimo de horas o de días en el mes. En todos los casos, dos o tres inasistencias en el mes (los números son tentativos) que el alumno no acredite fehacientemente haber estado motivadas en alguna de las causales de justificación taxativamente enumeradas en la norma a dictarse, traería aparejada la pérdida del beneficio escolar correspondiente a ese período.

 

Con las reformas sugeridas se estaría reconociendo un principio fundamental del derecho de la seguridad social, cual es el de la universalidad de sus prestaciones. De no ser así, se seguiría excluyendo del apoyo económico bajo análisis, paradójicamente, a las familias que más lo necesitan. Los costos que demande la instauración del subsidio señalado, debería financiarse con recursos del Tesoro Nacional, mediante una adecuada reasignación de las partidas destinadas a programas sociales (si fuera necesario, mediante una ampliación de éstas).

 

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Asimismo, los menores en situación socio-económica más vulnerable y con notorias dificultades para el aprendizaje, además de la asistencia alimentaria que actualmente se les brinda en las escuelas a las que concurren, deberían también, necesariamente, recibir un apoyo educativo compensatorio en turno complementario (doble jornada), porque es razonable pensar que si estos educandos carecen en su precaria vivienda de un lugar para hacer sus deberes y estudiar (pensemos en quienes viven en villas miserias, barrios marginales, inquilinatos precarios, etc.), y a tal situación se agrega la problemática familiar derivada del desempleo, la pobreza y el analfabetismo o semianalfabetismo de sus mayores (u otras cuestiones de similar o mayor gravedad), muy difícilmente lograrán superar el atraso y la marginalidad en que se encuentran atrapados, pues el tiempo que no ocupen en la escuela –hoy notoriamente insuficiente– lo consumirán en la calle.

 

Este apoyo escolar complementario que se propicia responde a las razones anteriormente expuestas y al hecho incontrovertible de que, como señaló Emilia Ferreiro, el conjunto de conocimientos que adquiere un individuo en el curso de su desarrollo depende de las exigencias del medio cultural en el que crece. En consecuencia, el déficit de conocimientos, la precaria información con que llegan a la escuela los hijos de padres no alfabetizados o semianalfabetos obedece, principalmente, a que “no tuvieron a quién preguntar en el momento oportuno, porque no había en su entorno quién pudiera responder a las preguntas que todos los niños se plantean al inicio, porque no tuvieron la oportunidad de confrontar sus escrituras iniciales con las escrituras producidas por otros”. Los aprendizajes preescolares, cuya importancia para la alfabetización ha sido puesta de manifiesto por investigadores de diversos países, “no están garantizados en todos los niños que crecen en un ambiente ‘letrado’, pero están ausentes (salvo muy pocas excepciones) en aquellos niños que no han tenido la ocasión de tener libros y lectores en su entorno, que no tuvieron ocasiones para plantear preguntas acerca de lo escrito y obtener algún tipo de respuesta, que no tuvieron oportunidades de garabatear sobre papel”. (Alfabetización. Teoría y práctica, Siglo XXI, México, 1997).

 

En términos semejantes, sostuvo Fernando Savater que “en la inmensa mayoría de los casos es la circunstancia social la herencia más determinante que nuestros padres nos legan”; agregando luego que la circunstancia social “empieza por los padres mismos cuya presencia (o ausencia), su preocupación (o despreocupación), su bajo o alto nivel cultural y su mejor o peor ejemplo forman un legado educativamente hablando mucho más relevante que los mismos genes. Por tanto, la pretensión universalizadora de la educación democrática comienza intentando auxiliar las deficiencias del medio familiar social en el que cada uno se ve obligado por azar a nacer, no refrendándolas como pretexto de exclusión” (El valor de educar, Espasa Calpe-Ariel, Buenos Aires, 1997).

 

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Para concluir, deseo enfatizar que frente a la magnitud y gravedad de las carencias señaladas es insensato seguir postergando el establecimiento de políticas activas por parte de los poderes públicos, que tiendan a hacer posible que todos los menores de nuestro país puedan alcanzar una formación que les permita desenvolverse con eficacia y eficiencia en el mundo del trabajo. De no ser así, el bajísimo rendimiento escolar y la necesidad de tener que colaborar en el sostenimiento del grupo familiar, seguirá llevando a millares de niños, adolescentes y jóvenes a desertar del sistema educativo prematuramente, y con ello a perder su futuro. Y sabemos bien que el tránsito desde esta situación de fracaso y marginalidad hacia conductas antisociales o delictivas –cuyo notorio crecimiento contemplamos azorados– no podrá evitarse, en un significativo número de casos, recurriendo a un incremento y mejor equipamiento de las fuerzas de seguridad o a una elevación de las penas que contempla el Código Penal, pues claramente se estaría actuando sobre las consecuencias, cuando lo que deben corregirse son las causas. Por lo demás, la situación sobre la que he intentado llamar la atención constituye, vale repetirlo, “un verdadero pecado social ante el cual resulta imperativo postergar todo tipo de interés sectorial” (CRITERIO nº 2215, 23-4-98).

 

 

 


* Neologismo que en el lenguaje de los docentes indica la repetición de un curso o año. (NDLR)

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