Largamente anunciado por una contundente campaña publicitaria que le hizo ganar más enemigos que amigos, el diario Perfil pasó como un cometa por el cielo argentino. El periódico cuyas ediciones iban a quedar en Internet como memoria del siglo, no llegó a cumplir cien días.

 

Su desaparición, decidida sin aviso en el silencio de la noche, fue dramática para los periodistas y todos aquellos que hacían el diario. Y esto sea dicho a pesar de que la solución negociada con el personal fue bastante digna.

 

El hecho resulta más grave si pensamos en el brutal golpe que asesta a la credibilidad de un país que ya se ha acostumbrado a desconfiar de sus autoridades. Comparada con la expectativa que generó, la brevísima trayectoria de Perfil se parece al parto de los montes.

 

El proyecto se había puesto en marcha cuatro años antes y buena parte del personal trabajaba ya desde hacía un año preparando “números cero” que no llegaban a la calle. Hubo un gran festejo privado el día que el diario les ganó una primicia a sus competidores. Antes de comenzar a imprimirse, Perfil ya podía leerse en la Red. Pero desapareció antes que su nombre se borrara de los quioscos.

 

Su objetivo era muy ambicioso: desplazar a Clarín y La Nación del mercado, creando un diario dominado por las notas de opinión. A quien quisiera escucharlo, Jorge Fontevecchia le aseguraba que estaba dispuesto a mantener al diario a pérdida hasta el 2000, sosteniéndolo con sus revistas.

 

Para hacerlo, no reclutó a jóvenes recién salidos de las escuelas de periodismo sino a profesionales y columnistas del mayor prestigio, a quienes persuadió a dejar empleos seguros con el desafío de un proyecto estimulante. Antes de aparecer, el diario publicó su manual de ética y reclamó fidelidad a su personal sin pensar que sería el primero en quebrarla.

 

Lo grave es que, en el aspecto periodístico, el diario tuvo una calidad más que respetable y una tirada que muchos quisieran para sí. Si se extinguió no fue porque el público no estuviera a su altura, como argumentó su editor. Si Perfil se hubiese relanzado, quizás con un formato más modesto, no le hubiese sido difícil crecer hasta disputarle espacio a los grandes. Pero se pensó armar un equipo campeón comprando los mejores jugadores, sin haber pasado por las divisiones inferiores. Cuando se vio que no era fácil ser campeón, se optó por dejar de competir, aunque hubiese que sacrificar la palabra empeñada.

 

 Sin embargo, no podemos hacer recaer toda la responsabilidad en una sola persona, por más imprudente que pueda haber sido. Se dice que hubo presiones de la competencia para que los anunciantes le retacearan publicidad. Luego, hubo una oferta económicamente tentadora y la lógica de hierro de la concentración pudo más que la ética. El grupo CEI, no demasiado eficiente con los medios que maneja, ofreció comprar el paquete de revistas de Perfil, sin incluir el diario deficitario.

 

Para los grandes grupos económicos unos centenares de personas despedidas representan una erogación aceptable, pues reduce las pérdidas. Pero esta vez significaba olvidarse de todo el entusiasmo que se había reclamado, las promesas que se habían hecho y la lealtad que había exigido. ¿No será que el recurso humano es hoy por hoy el insumo más deleznable que se conoce?

 

Una última reflexión. Estamos en una sociedad donde todos estudian administración de empresas, economía, marketing y publicidad, donde abundan los arúspices y videntes del mercado. Para un proyecto de cuatro años sin duda se habrá consultado a los expertos, que deberían haber evaluado todos los riesgos a correr, el poder de la competencia, las prácticas desleales, la estructura del mercado, los gustos y las actitudes del público. Se supone que todo eso insumió grandes erogaciones, y los resultados están a la vista.

 

¿Dónde se habían escondido los expertos a la hora del fracaso, cuando dejaron solo a su empleador ante la opinión pública? Lejos quizás, mientras que el frustrado Ciudadano Kane tenía que salir a dar la cara con pobres argumentos.

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