La exclusión social
¿Qué es la exclusión social?
Cuando se habla de excluidos, se está hablando de pobres, pero además se está señalando el por qué de su pobreza: son pobres porque han quedado afuera.
¿Afuera de qué? Genéricamente podríamos responder: aunque vivan en la sociedad, los nuevos pobres han quedado afuera de ella. Fundamentalmente debido a la desocupación, estos hermanos están afuera de las estructuras de trabajo, afuera de las necesidades mínimas de comida, educación, vestido, afuera de lo que significa vivir dignamente. Afuera de los seguros sociales, al margen de la vida normal de la sociedad.
Los excluidos no tienen tampoco quien los represente, no están en los sindicatos ni en ningún tipo de organización; quedan librados a su capacidad de sobrevivir y a tomar las migajas que caen del orden social establecido. Por eso, los sociólogos hoy dicen que en lugar de hablar de los de abajo, habría que hablar de los de afuera.
Los excluidos no sólo están en la periferia de las ciudades, sino también en la periferia de los derechos y de las posibilidades de insertarse dignamente en la sociedad.
Los sociólogos nos dicen que desde hace unos veinte años, se ha venido dando entre nosotros un proceso de división, de fragmentación de la estructura social. ¿Qué significa esto? Significa que nuestra sociedad se está pareciendo a un cristal que se parte: se está rompiendo en muchos pedazos, fragmentos cada vez más pequeños. Se ha dado una ruptura de un cierto equilibrio social que estaba sustentado en la clase media y se han incrementado las diferencias entre los que más tienen y los que menos tienen.
Hay un pequeño grupo de ricos (personas, empresas, grupos financieros), cada vez más ricos, y una mayoría pobre, cada vez más pobre, a la que se va sumando la alicaída ex-clase media argentina.
Los nuevos conflictos que atraviesan las sociedades occidentales debido a la desocupación generalizada, hacen que las personas queden atrapadas en una determinada clase social. Años atrás, un obrero trabajando mucho podía convertirse en capataz, tener una casa propia, etc. La realidad socioeconómica de hoy hace casi imposible esta movilidad social. Podríamos decir que hoy las personas nacen y mueren sin poder cambiar, prácticamente, su ubicación en el panorama social.
La sociedad ya no funciona como una red que sostiene a todos, sino más bien como una empresa que conserva sólo a los ciudadanos eficientes.
La sociedad tiene un mapa nuevo
El problema de la exclusión está estrechamente ligado al de la educación. La proporción es simple: a mayor caudal de conocimientos, mayores posibilidades de integración social.
Los trabajos que en otro tiempo podían ser realizados por personas sin estudios (estaciones de servicio, vigilancia, limpieza, etc.), hoy requieren una creciente capacitación. Para la mayor parte de los empleos que hoy se ofrecen, es necesaria una formación de nivel terciario.
Por otro lado, para los que nacen y crecen en la exclusión, al no acceder a buenos niveles de educación, sus posibilidades de trabajo son muy limitadas. Muchos de ellos, se ven obligados a vivir del cirujeo y a otros tantos el ocio los lleva al alcohol y a las drogas, con lo que se produce un círculo vicioso que aumenta la inseguridad que caracteriza nuestro tiempo.
Esta situación se manifiesta también en la organización de los barrios en las ciudades. Desde siempre (y ahora forzosamente cada vez más), los pobres se han ubicado en la periferia de las poblaciones, en los barrios marginales. Al mismo tiempo, muchas familias buscan nuclearse en barrios cerrados, que estén vigilados y protegidos de la creciente inseguridad de la que hablábamos. Se da un hecho curioso: ahora no sólo tenemos las ciudades con sus barrios marginales en la periferia, sino también este nuevo estilo de agrupación urbana, en el que muchas veces al lado de un barrio cerrado, convive una villa de emergencia. Se trata de nuevos desafíos pastorales, a los que se debe responder desde el Evangelio, porque esta nueva situación puede crear una cultura de mutua desconfianza, posible generadora de resentimientos y agresiones.
Dentro de este cuadro general, el problema se ve agravado por el fenómeno de la corrupción. En nuestro país, lamentablemente, se han ido generalizando los hechos de corrupción, y hay casos en los que se habla de cifras millonarias… Lo cierto es que la corrupción es una práctica intrínsecamente inmoral que afecta directamente a los más pobres y es uno de los hechos que más contribuye a la exclusión social.
Los cristianos y la exclusión
Generalmente cuando los obispos o los sacerdotes abordamos estos temas se nos contesta de diversos modos: que somos teóricos e idealistas, que no sabemos de economía, que no presentamos soluciones concretas, etc. Sin duda hay algo de cierto en esas afirmaciones. Pero también es cierto que los que entienden de economía y los pragmáticos, tampoco solucionan estos problemas.
Por eso, el primer camino de solución que quiero plantear es un llamado a la verdad y a la humildad. Estamos ante una cuestión muy difícil de abordar, frente a la cual no hay demasiada claridad. Todos tenemos algún grado de responsabilidad, aunque diverso, en esta dura situación que viven los excluidos.
¿Quiénes pueden encontrar respuestas a estos problemas?
Creo que son los que tienen sensibilidad hacia los más pobres y, como decíamos, los que intentan encarar estos temas con humildad. Aquí tenemos que volver la mirada hacia las Bienaventuranzas (Mt 5,1-12) y decir: sólo los que buscan tener alma de pobres, los humildes, los que luchan por la justicia y los que intentan practicar la misericordia, podrán encontrar respuestas válidas.
En cambio los poderosos de este mundo, es decir, los que están tranquilos porque esta situación favorece sus negocios, o los resignados que piensan que nada se puede hacer, o los insensibles frente al sufrimiento de los demás, todos ellos no podrán hacer nada, porque se auto-excluyen de la búsqueda de soluciones. Mucho menos podrán hacer los corruptos, y los que han perdido el sentido ético de la vida.
El difícil diálogo entre los ideales y las soluciones prácticas
Entre los que estamos preocupados por estos problemas, genéricamente, podemos encontrar dos grandes corrientes:
– Los que responden a esta problemática de un modo idealista: Hay en esta postura una buena descripción de las situaciones de injusticia, se compara la situación con los ideales evangélicos o con los elementales principios de convivencia y se concluye que la situación es escandalosa. Lo positivo de esta posición es la claridad para defender lo bueno y lo justo, que en definitiva son valores cristianos que se encuentran en la doctrina social de la Iglesia. Lo negativo es que no se suelen presentar soluciones concretas.
– La otra corriente la podemos definir como más pragmática: Se acepta con realismo el hecho de que vivimos en un orden internacional determinado y que es a partir de allí desde donde deben tomarse todas las decisiones. Una apelación a los principios es vista como excesivamente teórica. En algunos casos esta corriente no sólo acepta, sino que proclama la validez de este orden establecido. En otros aparece una aceptación más crítica.
Muchas veces tengo la sensación de que entre estas corrientes se dan mutuas acusaciones y enfrentamientos, porque se hablan dos lenguajes distintos. Por eso creo que una primera línea de solución puede ser la de generar un diálogo más intenso entre los ideales y las soluciones prácticas.
Partiendo del hecho de que en ambas corrientes hay personas de buena voluntad, que están sinceramente preocupadas por la cuestión social, hay que derribar las barreras de la soberbia desde la humildad, superar prejuicios y preconceptos y dialogar más sinceramente.
Creo que los más idealistas necesitamos hacer un esfuerzo de mayor comprensión de quienes día a día tienen que tomar decisiones concretas, y los más pragmáticos deben fundamentar cada vez más su acción en los principios.
Algunas reflexiones para empezar a ensayar soluciones
Siempre es más fácil describir los problemas que encontrar soluciones. Por otra parte, las respuestas evangélicas a situaciones tan complejas las tenemos que encontrar entre todos.
En los siguientes párrafos me voy a limitar a esbozar algunos caminos muy amplios que pueden configurar un marco de solución general, dentro del cual todos podemos trabajar en la búsqueda de respuestas.
1. Por supuesto que el principal responsable en la conducción de esta acción solidaria de toda la sociedad es el Estado. El papel de los hombres de Estado y de los políticos es prioritario en la lucha por incluir a todos en el marco social del país. Ellos son los principales responsables de jerarquizar la misión tan noble que tienen, por medio de actividades transparentes, privilegiando siempre la ética y a través de políticas inteligentes y eficientes que en todo busquen el bien común.
En este sentido, una de las tareas más urgentes de la dirigencia parece ser la de redescubrir la misión del Estado, que no puede ser un simple observador de esta difícil problemática de la exclusión. Lamentablemente, la realidad nos muestra una dirigencia política que está más preocupada por satisfacer sus ansias de poder (personales o de grupo) que por el bien común y por los pobres. Sólo con espíritu de grandeza y magnanimidad nuestros dirigentes podrán cambiar esta actitud. Me voy a referir en estas líneas sobre todo a quienes, sin tener cargos públicos, debemos también asumir nuestra propia responsabilidad frente a estos problemas.
2. A lo largo de todas las reflexiones hechas hasta ahora, hemos podido verificar que el origen de muchos problemas y lo que da lugar a esta estructura social de tanta injusticia, es la primacía de lo económico por encima de todas las dimensiones de la vida de los pueblos. Hablar de primacía de lo económico es pensar que el dinero y el lucro es la raíz de toda acción social. Juan Pablo II habla del afán de ganancia unido a la sed de poder (Cfr. SRS n.37).
Es aquí donde debemos apelar a los valores: todos, los más idealistas y los más pragmáticos, debemos reconocer que no será fácil avanzar en las soluciones si no partimos de la firmísima convicción de que una sociedad que se estructura sobre una sobrevaloración de lo económico está radicalmente equivocada.
La doctrina social de la Iglesia nos ayuda a darnos cuenta de que todo orden social debe estructurarse en función de la persona y del bien común. No hay duda que será bien difícil traducir esto en términos concretos, pero sería gravísimo que falte esta convicción como punto de partida de cualquier solución.
En nuestra mirada a la realidad, y aún viendo lo mucho que tenemos por corregir, no debemos olvidar las múltiples obras en favor del bien común que se hacen en la Argentina, dentro y fuera de la Iglesia. No me refiero solamente a las valiosas acciones encaminadas directamente a la promoción social, sino también a todos aquellos emprendimientos pequeños y grandes, conocidos u ocultos, que tienen como objetivo el bien de los hombres. Todo lo que sea atender a la persona y trabajar por la personalización, en la escuela, en el hospital, en el barrio, en el trabajo, en la actividad privada, etc., es una obra a favor de los excluidos de algún tipo.
3. En reiteradas oportunidades el papa Juan Pablo II nos ha dado un marco general para tratar este tema: debemos globalizar la solidaridad. Esto significa que en nuestro comportamiento cotidiano, en el ejercicio de nuestros trabajos y profesiones, en la vida del barrio y hasta en el descanso, debemos privilegiar esta actitud de saber dar y recibir que conforma una corriente de solidaridad.
Si los argentinos pudiéramos lograr que la actitud solidaria vivida en la época de las inundaciones se trasladara a nuestros comportamientos cotidianos y a las estructuras de nuestra sociedad, creo que estaríamos en el buen camino.
Los cristianos, además, nos estamos preparando para celebrar los 2000 años de la Encarnación. En este itinerario hacia el jubileo, nuestra conversión fundamental debe ser hacia el amor. Quienes seguimos a un Dios-Amor, no podemos ser sino abiertos, solidarios, desprendidos. Todo el ser y el obrar cristianos se sintetizan en el mandamiento del amor, un amor que se hace eficaz en la medida en que la caridad se expresa en términos de solidaridad. Si el deseo de hacer efectiva la comunión de bienes y la aspiración a que no haya ningún necesitado, es una constante en la vida de la Iglesia (ver Hechos 2,44-45; 4,34-35), la celebración del tercer milenio nos da una oportunidad privilegiada de ponerla en práctica. Oportunidad que no es sólo un buen deseo, sino una propuesta concreta del Papa a toda la Iglesia en vísperas del Gran Jubileo.
4. Sin duda, un camino urgente y que todos debemos recorrer es el de la lucha contra la corrupción y por la implantación de la ética en todos los ámbitos de la vida social argentina.
Sin embargo, esto no es suficiente. Porque si el excluido está expulsado (no es ciudadano), no alcanzarán las estructuras normales de una sociedad para afrontar este problema. Por ejemplo, la educación formal o los poderes de la justicia como tales llegan de hecho, sólo a los incluidos. Se trata de buscar soluciones que vayan más allá de las fronteras de la sociedad, para llegar al mundo de la marginalidad, de lo no-formal, de la exclusión. La crisis es tan grave que hoy no alcanza con hacer bien lo que a cada uno le toca.
5. A la hora de abordar cualquier solución a esta problemática, el primer paso consiste en preguntarse si realmente estoy o no escandalizado por las diferencias tan irritantes de nuestra sociedad y si considero que estamos ante una situación de objetiva injusticia.
En la medida en que exista en cada uno de nosotros una cierta resignación ante tremendas injusticias, quedaremos inmovilizados para actuar. A mayor resignación, mayor inmovilidad para reaccionar; a mayor actitud crítica, mayor posibilidad de obrar cambios.
Por todo esto, sería bueno que todos nos pusiéramos a pensar ¿cuánta creatividad, cuánto tiempo, cuánto dinero estamos decididos a invertir para generar cambios sociales que incluyan a los excluidos?
Dado que el problema que abordamos es el de la exclusión, verdadera expulsión de la vida social que afecta ya a un cuarto de la población argentina, toda actitud que implique incluir socialmente, es en principio una respuesta válida.
6. Sin lugar a dudas debemos rescatar todas las experiencias que desde la pastoral social de la Iglesia, desde Cáritas y desde las diversas instituciones, se realizan a favor de los pobres. Todas las tareas de asistencia y de promoción social tienen en estos momentos singular importancia.
En una sociedad tan fragmentada debemos alentar todas las posibilidades de un accionar superador de la desintegración social. Por ejemplo, las formas sociales participativas, las sociedades intermedias: sociedades de fomento, clubes de barrio, asociaciones benéficas, organizaciones no-gubernamentales, acciones sociales destinadas a la inclusión.
Por eso los laicos, además de sus ocupaciones habituales (por medio de las cuales se incluyen), deberían privilegiar la participación en las sociedades intermedias que parecen ser el camino más lógico para trabajar junto a los excluidos en la búsqueda de caminos de inclusión.
7. La educación de los pobres: es necesario que la Iglesia se ocupe cada vez más de esta cuestión. No sólo debemos defender la libertad de enseñanza y el derecho de los padres a ser los primeros educadores de sus hijos, sino también debemos colaborar con el Estado y otras instituciones en la educación de los pobres. Como hemos visto antes, la falta de educación es lo que en mayor medida genera exclusión, por eso este camino es uno de los más importantes para dar respuesta a estos problemas. Pero, como decíamos antes, lo que se hace actualmente no alcanza, se requiere una abundante dosis de creatividad para encontrar nuevos medios educativos.
Urge un diálogo más intenso y la posibilidad de trabajos complementarios entre las escuelas de gestión estatal y privada para que todos en nuestra Patria sean educados, de modo particular los excluidos.
8. Entre todas estas nuevas experiencias solidarias quiero mencionar de modo especial el Plan Compartir. Todo el Episcopado argentino está encarando, por ahora en algunas diócesis entre las que se encuentra la nuestra, y en el término de aproximadamente cuatro años en todo el país, la implantación de acciones solidarias. Se trata de compartir los tiempos, los talentos y los bienes materiales poniéndolos en una actitud solidaria en beneficio de todos, especialmente de los más pobres.
Esta experiencia se ha comenzado a realizar en dieciséis parroquias de nuestra diócesis y, poco a poco, intentaremos que llegue a todas las parroquias. Antes de fin de año tendremos orientaciones más concretas, pero desde ya quería hacerlos partícipes de este plan que demandará muchos esfuerzos por parte de cada uno de nosotros, y cuyo objetivo fundamental es poner a toda la Iglesia en clave de solidaridad.
Conclusión
Estamos viviendo este año en camino hacia el tercer milenio, en apertura a la acción del Espíritu Santo y animados por la esperanza. Muchos podrán decir: ¿Justo este año de la esperanza nos plantea este problema tan duro y desalentador?.
Creo sinceramente que no se trata de algo casual. Los temas y los tiempos de estas cartas pastorales son objeto de mucho discernimiento personal. Por eso quiero terminar esta carta pidiendo que el Espíritu de Dios descienda sobre todos nosotros con mucha fuerza, para que cada uno personalmente y todos como comunidad cristiana, podamos dar una respuesta al desafío de la exclusión. Estoy convencido de que Dios nos llama a cada uno de nosotros a ser un signo de esperanza para nuestros hermanos excluidos. Más que aguardar un cambio venido de afuera, tenemos que trabajar para transformar entre todos esta realidad tan dura. Si nos dejamos animar por el Espíritu, la vida de cada uno puede convertirse en ese signo de esperanza que necesita nuestro pueblo, sobre todo los que más sufren. Que María, Mujer de la Esperanza acompañe este camino. Con una afectuosa bendición.