Alegría y tristeza a la vez. El hijo creció, quiere su espacio propio, separado de sus padres para realizar sus proyectos o para constituir su propia familia.

 

Durante muchos años se compartió tanto, y la convivencia cotidiana enlazó las vidas con afecto, con dificultades, con conflictos. En fin, con experiencias compartidas, con un código común de lenguaje oral y gestual, que sólo desde el “nosotros”, con una determinada historia es posible desentrañar.

 

Las madres, sobre todo, sentimos a los hijos tan nuestros que solamente un constante ejercicio de la inteligencia y el amor nos permiten ir logrando el respeto a la autonomía del hijo que crece.

 

Cuando los hijos dejan el hogar familiar, hay un vacío, en una cama, en una silla; hay un placard sin ropa y desaparecieron los objetos que los identificaban. Hay también menos ruido, ni música fuerte ni gritos, no hay tantas bromas: es una pérdida, con todo lo que significan las pérdidas.

 

Las pérdidas duelen, conducen a un replanteo de la vida, señalan la transitoriedad de la existencia. En la vida de los padres, junto con la independencia de los hijos se dan otras pérdidas: amigos, padres, etc.

 

Sin embargo, la salida de los hijos, en la medida que hayamos podido crecer en el amor, es también un gozo. El hijo tiene una vida propia. Tiene su casa, con un estilo propio, distinto de la familia. Tiene nuevos amigos, que no conocemos, horarios y tiempos distintos.

 

Todo este cambio es muy bueno. Es construir la propia vida, es darle color a los propios espacios solo o en una nueva familia. Es darle un sentido a un tiempo personal, que no es tiempo de dependencia sino de autonomía, y por lo tanto es creación desde la propia y más profunda identidad.

 

Gozamos por ellos, y también tememos. ¿Les irá bien? Las decisiones que toman, ¿serán las correctas? ¿Qué les pasará? ¿Les pude dar lo suficiente para enfrentar este mundo tan duro?

 

La distancia física, sin embargo, permite una distancia psicológica, tomar conciencia de que pueden actuar con sus propias fuerzas y desde sus propios deseos, con sus propios aciertos y sus propios errores. Y este es el núcleo de una comunicación distinta y adulta.

 

En especial, las madres tendemos a proteger a nuestros hijos. Si somos creyentes tenemos una certeza desde la fe que es consuelo y fuerza a la vez.

 

Sabemos que el amor de Dios los acompañará aun en las más difíciles circunstancias y los ama más que cualquier madre o padre, porque como dice el Salmo 139:

 

Tú creaste mis entrañas,

me plasmaste en el seno de mi madre:

te doy gracias porque fui formado

de manera tan admirable.

¡Qué maravillosas son tus obras!

Tú conocías hasta el fondo de mi alma

y nada de mi ser se te ocultaba…

 

También las madres no creyentes están fuertemente afianzadas desde su maternidad en el valor de la vida y en la esperanza de un mundo mejor para sus hijos.

 

Nuevo tiempo para los padres

 

No todo es preocupación por los hijos en la casa familiar. Los padres pueden descubrir nuevos espacios y nuevos tiempos. No siempre es incómodo el silencio. En un momento de la vida, los adultos, y especialmente los adultos mayores, necesitamos a veces ritmos pausados, voces quedas y charlas más serias.

 

Si los padres siguen juntos y unidos en el encanto de la relación de pareja, y en los intereses compartidos, la ausencia de los hijos renueva la relación.

 

Esto parece ser mucho más difícil en el caso de los padres separados o ausentes, a quienes se les hace muy doloroso aceptar con generosidad la ausencia de los hijos.

 

La casa más silenciosa, además de permitir un mayor encuentro, ofrece, especialmente a la mujer, la posibilidad de un encuentro con los deseos e intereses postergados.

 

Es bien sabido que las madres aun teniendo su propio trabajo fuera del hogar, somos más responsables de las personas, del cuidado de la vida familiar y del orden de la casa. Los hijos mayores e independientes que permanecen en el hogar familiar, siguen esperando atenciones y cuidados de sus mamás. Las madres cumplimos con esa exigencia ancestral, pero en este momento histórico, muchas veces lo hacemos en conflicto con nuestros propios intereses.

 

La ausencia de los hijos nos enfrenta con nuestra persona total, con nuestra vocación humana personal en un especial momento de la vida. La pregunta es: ¿qué podemos hacer las mujeres en este momento que coincide con la jubilación, con los síntomas de la vejez, con su secuela de cambios físicos y psicológicos que se traducen en pérdidas y ganancias?

 

Sin embargo, sabemos que nuestros deseos, nuestros gustos, nuestros conocimientos, nuestros valores, nuestras convicciones más profundas siguen siendo ese pilar en que se fundó la entrega a nuestros hijos, porque previamente fue el fundamento de nuestra propia identidad.

 

Es por esto muy bueno seguir buscando y encontrando nuestros propios caminos. Caminos que, apelando otra vez a los salmos, no pueden sino tener como cimiento nuestro amor más fuerte, porque:

 

El justo florecerá como la palmera,

[…]

En la vejez seguirá dando frutos,

se mantendrá fresco y frondoso,

para proclamar qué justo es el Señor,

mi Roca, en quien no existe la maldad. (Salmo 92)

 

Crear otra forma de vínculo

 

Tenemos hijos que son jóvenes adultos, somos adultos mayores. La relación sigue siendo asimétrica; somos padres, son hijos. Una relación de padres e hijos adultos.

 

No mandamos a nuestros hijos, no les podemos pedir que sigan nuestros criterios. Tienen su mundo al que somos ajenos y es muy posible que se equivoquen en sus elecciones, pero también es posible que podamos aprender de sus elecciones.

 

El ser padres sin embargo sigue siendo una responsabilidad en la que se da generalmente más de lo que se recibe. Nuestra vocación paterna y materna nos invita a ayudar, a escuchar, a comprender, a esperar más de lo que se nos puede ayudar o comprender. No es así en el amor, en que estamos seguros de recibir, ya que los jóvenes están en un período en que generalmente toman conciencia de la importancia de su familia.

 

Seguimos a pesar de todo enseñando, en la medida en que seamos capaces de recoger con amor el sentido de nuestra vida. Estamos enseñando algo muy preciado especialmente en este momento histórico: mi vida vale, vale como vale la tuya porque la vida es a cualquier edad un don precioso.

 

Si en nuestros gustos y nuestros entusiasmos nos manifestamos como adultos integrados que siguen aprendiendo, creando y gozando, encarnamos valores que se imponen más allá de un mundo con pocas esperanzas.

 

Como dice Erikson en su ensayo Las ocho edades del hombre: “Sólo el individuo que en alguna forma ha cuidado de cosas y personas y se ha adaptado a los tiempos y a las desilusiones inherentes al hecho de ser el generador de productos o ideas puede madurar gradualmente… No conozco mejor término para ello que el de la integridad del yo”.

 

Sabemos que podemos aprender de nuestros hijos. Hay tantas ideas nuevas, tantos enfoques entusiastas, una realidad social tan distinta en la que aun con sufrimiento parecen más adaptados que nosotros, que nos enseñan a seguir descubriendo este mundo cambiante.

 

Los hijos casados nos ponen en contacto con una nueva persona joven que no es una nueva hija o un nuevo hijo sino un joven que tiene una relación importantísima con mi hijo o mi hija. Tiene otros padres, otros gustos, no comparte nuestra historia y sin embargo ha ingresado en ella. Me vinculo con ella aceptando sus cualidades y limitaciones desde mis propias cualidades y limitaciones. Hay un trabajo de encuentro, de respeto, de acogida que debe venir antes que nada del adulto mayor.

 

La alegría de ser abuelos, que todavía no conozco, parece agregar elementos entrañables a esta relación. Es importante en este vínculo crear nuevos códigos de convivencia en que padres e hijos nos comprendamos e integremos cordialmente.

 

Estos códigos pueden tratar de: ¿cuándo nos vemos? ¿cuáles son los horarios de ustedes y cuáles los nuestros? ¿qué pasa si no comemos juntos, si pasamos tiempo sin vernos, si no gustamos de nuestros nuevos amigos? ¿Los chicos deben quedar con los abuelos?

 

No son estos acuerdos formales ni mucho menos. Creo que estas normas sólo pueden surgir del respeto de unos a otros y por tanto del respeto a la libertad de cada parte. Los hijos están viviendo los tiempos del adulto productivo, nuevas relaciones, nuevos intereses, nuevos trabajos. Los mayores estamos en un tiempo lentificado, con necesidades afectivas de la compañía, de la comprensión, del diálogo de nuestros hijos, pero a la vez de su consideración con respecto a nuestras necesidades y a nuestro ritmo.

 

Desde la salud psicológica más elemental se impone el pedido sincero, la explicación, la demanda que abra una y otra vez el diálogo.

 

El amor debe seguir el camino de la purificación, de la exigencia de la libertad. Este no es un camino fácil en las relaciones humanas. Entran en juego siempre nuestras debilidades: dominar al otro, usarlo para tapar mis vacíos, aceptarlo sólo desde mis criterios, acogerlo cuando me comprende.

 

El camino de la purificación está enlazado con nuestras cobardías, desfallecimientos y egoísmos. El amor auténtico consiste en actos de libertad muchas veces repetidos, porque también es cierto que “la virtud es un hábito”.

 

El paso del tiempo que nos da una visión más global de la vida, que nos enfrenta con sus limitaciones y nos obliga a poner el énfasis en lo realmente importante, permite que sigamos en nuestra tarea de padres comprendiendo y actuando convencidos de que en éste como en cualquier otro vínculo humano, sólo el amor es superador. Porque “el amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde (…) se regocija con la verdad (…) todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. (I Cor,13 4-7).

1 Readers Commented

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  1. ani on 22 abril, 2023

    Leerlo es muy interesante

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