Ante todo quiero agradecerle al nuevo presidente del Pontificio Consejo Justicia y Paz el hecho de no haber cambiado el programa inicial de este Congreso: justamente en el momento de las primeras decisiones, me concede la dulce ilusión de sostener aún la batuta en una obertura que se troca para mí en canto del cisne. Pero, a decir verdad, yo no sabría dejar de hacer oír mi voz, mientras tenga aliento, para ayudar a todo hombre en su derecho divino de ser simplemente hombre.

 

Con misas y gran variedad de fiestas se celebra, con todas las tonalidades y en todos los recintos, el quincuagésimo aniversario de la Declaración universal de los derechos humanos. Pero la situación incierta del mundo de hoy nos lleva a interrogarnos sobre la idea que el hombre se hace de sus derechos. ¡Qué elasticidad en su definición y qué abanico de motivos son tenidos en consideración! ¡Cuántas negociaciones entre países que, para proteger mejor sus propios intereses, se hacen concesiones utilizando los derechos del hombre como moneda de intercambio! Frente a los derechos debilitados en su carácter universal e inalienable, algunos llegan a dudar que puedan ser la instancia ética fundadora y reguladora de un orden mundial.

 

Sin embargo, la Carta de las Naciones Unidas, a lo largo de los años y de las instituciones que de ella han nacido, mucho ha contribuido no solamente a mantener en vigilia la conciencia del hombre, sino también a suscitar cierta conciencia de humanidad. Hablar, aunque más no sea un balbuceo, de crímenes contra la humanidad significa que los hombres de nuestro tiempo se saben, cada vez más, miembros de una humanidad que no es pura abstracción sino un bien vivo donde cada uno está invitado a escribir una historia común.

 

En este tablero de luces y sombras, ¿qué lugar ocupa la Iglesia? Este Congreso intentará hacer un balance con un doble sentimiento de seguridad y de modestia. La “pastoral de los derechos humanos” es la tarea misma de la Iglesia. La palabra “pastoral” surge de su jerga; puede parecer antigua, pero contiene la frescura del Evangelio, la audacia del pastor todo terreno que llama a cada oveja por su nombre. La Iglesia va más allá del hombre extraviado, y se dirige a lo más profundo del hombre herido en su dignidad. La tarea del buen Pastor y del buen Samaritano a la vez.

 

Es necesario reconocer que, en el transcurso del último siglo, a veces la Iglesia ha manifestado enojo contra los “derechos del hombre”; ella no siempre ha sabido hacer la diferencia necesaria cuando estos derechos eran proclamados con acentos liberales o antireligiosos. Se ha hablado de adhesión de la Iglesia a los derechos del hombre; sería más apropiado hablar de repatriación de los derechos humanos al seno de la Iglesia, pues el Evangelio es algo así como su matriz original.

 

Cuanto más se dirigen las miradas hacia la Iglesia, más exigente debe ser ella en la defensa y la ejemplaridad de estos derechos, más exigente con los demás y más exigente con ella misma. Cada vez más los hombres saben que ellos tienen derechos, y éstos se incrementan de generación en generación. Pero, ¿qué verdad los enunciará? ¿Qué amor los hará compatibles? El alcance de una Carta no es más que declarativo, no es constitutivo de derechos. Ante todo, es tarea de la comunidad internacional buscar los valores en torno de los cuales los hombres puedan reunirse; ella se ocupa de esto laboriosamente, pacientemente. También es tarea de la Iglesia, en la medida en que ella no hace de los derechos del hombre una verdad exclusivamente confesional y acepta paulatinamente sentarse a la mesa común de los hombres y de los pueblos.

 

La Iglesia quisiera simplemente manifestar cómo la dinámica de la fe puede transfigurar y reforzar las solicitudes racionales en favor de los derechos humanos. Poner al hombre como fundamento de sus derechos sería una tautología si él mismo no está anclado a un horizonte de trascendencia que lo haga inapropiable frente a los poderes, cualesquiera sean éstos. Pero este bello discurso no puede ser comprendido más que por los creyentes. Las intuiciones de Juan XXIII hasta las de Juan Pablo II para hacerse entender por todos los hombres no han sido lo suficientemente profundizadas y explotadas. No se trata de tener un doble lenguaje, sino de darle a toda palabra de la Iglesia la doble dimensión de Dios y del hombre.

 

Hay un terreno donde la Iglesia despliega todos los recursos de su experiencia de educadora (Mater et magistra): es en el humilde aprendizaje de la aplicación cotidiana de los derechos del hombre. Que sea cotidiano sin que por ello sea insignificante es tarea que la Iglesia sólo puede realizar mediante la educación en el sentido de la responsabilidad y, por tanto, en el sentido simétrico del deber sin el cual todo derecho padecería de hemiplejía. La conciencia del deber eleva al derecho a su más alto nivel de exigencia. Un derecho del hombre es un derecho a responder en toda su amplitud a su deber de hombre, hoy, sin esperar a mañana, el año 2000, vaya uno a saber qué “nueva era”. El verdadero coraje frente al futuro consiste en darle todo al presente; tal es la actitud del justo, según Camus, cuando el futuro es el único tipo de propiedad que los amos conceden a los esclavos.

 

Por último, educar sobre los derechos del hombre es para la Iglesia hacer una verificación de su propia manera de vivir el Evangelio. ¿Quién de entre nosotros no se siente interpelado fraternalmente para que nuestra Iglesia sea cada vez más, de manera pública, esta parábola en actos que permita a todos reconocer el respeto más puro y más estimulante de la dignidad de todo hombre?

 

El combate por los derechos del hombre es como una guerra de usura. Sólo se puede sostener si se lucha juntos. La misma solidaridad que sus militantes reclaman con todos los oprimidos, los excluidos, es más que nunca exigida con los defensores mismos de los derechos del hombre. Es necesario que defendamos a estos defensores, pues su combate a veces es incomprendido, y a menudo peligroso en muchos países: padecen la cárcel, la tortura, la muerte, la muerte bajo todas sus formas, las más inesperadas, las más trágicas. Pienso en el obispo John Joseph de Paquistán y en el obispo Juan Gerardi de Guatemala, a quienes conocí bien.

 

Luchar por los derechos humanos es frecuentemente chocar con la dureza del pecado, con las estructuras sociales del pecado. Pero el combate no sería completo si no estuviera acompañado por una perspectiva de esperanza. Toda denuncia debe estar secundada por un anuncio: denunciar el mal no puede llevarse a cabo sin anunciar el bien que ya está presente o que está cercano. Es más importante compartir las semillas de eternidad que los desechos de muerte. Se espera que la Iglesia sea más profeta que centinela, que ella anuncie al Dios que viene, al Dios que no cesa de venir entre los hombres y que los oprimidos no esperarían si no estuvieran seguros que él ya está entre ellos.

 

Sin dudas, todos conocemos El derecho de ser hombre, esa admirable antología de más de mil fragmentos que hablan del hombre de todos los tiempos y de todas las culturas. En ese libro, editado por la Unesco, René Maleu, el director de entonces, finaliza su prefacio con estas palabras:

 

“Por más grandes que hayan sido los esfuerzos desplegados y los progresos alcanzados, por más heroicos que hayan sido los innumerables sacrificios, el precio del hombre libre aún no ha sido pagado por el hombre, ni tampoco definido en su justo valor. En este preciso momento, millones de seres humanos, nuestros semejantes, agobiados o indignados, nos esperan a ti y a mí.”

 

A ti y a mí.

 

A ustedes y a mí.

 

 

 


Texto original francés; traducción: Pablo Bussetti.

1 Readers Commented

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  1. montserrat on 20 agosto, 2011

    esta página está muy bonita…

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