Decía Juan XXIII en 1961: “Es cosa también sabida que, en la actualidad, son cada día más los que ponen en los modernos seguros sociales y en los múltiples sistemas de seguridad social la razón de mirar tranquilamente el futuro, la cual en otros tiempos se basaba en la propiedad de un patrimonio, aunque fuera modesto” (M.M., 105). ¿Qué permite, hoy, mirar más tranquilamente el futuro: un sistema de reparto (es decir de seguro social) o un sistema de capitalización (es decir, la propiedad de un patrimonio)? Desde una perspectiva cristiana, ¿qué mirada vamos a privilegiar? ¿La de los que tienen trabajo y cultura? ¿La de los pobres que carecen de ambos? ¿La de la mayoría? ¿La de todos?

 

Recordemos el principio central de la doctrina social de la Iglesia: “Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad. Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos según las circunstancias diversas y variables, jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes” (G.S.,69). Junto a éste, se encuentran los principios de solidaridad y subsidiariedad, que doy por conocidos. Los tres iluminan el tema que nos ocupa a partir de los valores de justicia, libertad e igualdad.

 

Varios países de América latina –Perú, Argentina, Bolivia, Uruguay, México, Colombia– se han sumado en la década del noventa a la experiencia pionera de Chile de instaurar un sistema público de seguridad social de gestión privada basado en la capitalización. No es un sistema de libre afiliación a un fondo de pensiones. El aporte de los que trabajan, sea en relación de dependencia o como autónomos, es obligatorio. Ese aporte es administrado por algunas instituciones privadas reconocidas y supervisadas por el Estado, que controla la proporción de la cartera de inversiones y el nivel promedio, mínimo y máximo, de rentabilidad de los fondos invertidos. Por eso debe ser calificado como un servicio público de gestión privada regulado por el Estado, con diferencias significativas en cada país. En lo que sigue mis observaciones estarán referidas a lo que ocurre en Argentina.

 

Si miramos al sistema en su conjunto desde una perspectiva cristiana, encontramos ventajas y dificultades. Entre las primeras deben señalarse las siguientes:

 

Tiende a fomentar la responsabilidad personal del trabajador ya que lo hace partícipe de su futuro. En el sistema de reparto lo que aporta se asemeja a un impuesto; en el de capitalización es un ahorro forzoso destinado a una cuenta personal que le permite saber en todo momento cuánto tiene en ella.

 

Fomenta la libertad, pues puede elegir la administradora de sus fondos (entre las reconocidas), y puede cambiar cuando así lo desee. También posee al momento del retiro la posibilidad de elegir entre varias opciones de utilizar sus ahorros.

 

Desde el punto de vista colectivo es un mecanismo poderoso de ahorro interno que fortalece la estabilidad y el crecimiento del mercado de capitales local, independizándolo en parte de los flujos aleatorios de capital extranjero. El 31 de marzo de 1997 los fondos de jubilaciones y pensiones sumaban 6.244 millones de dólares; un año después, la suma llegaba a 10.028 millones de dólares, lo que da una idea del crecimiento del sistema. La inversión de estos fondos en empresas privadas (28%) crea puestos de trabajo y aumento de la productividad, lo que constituye una significativa contribución al bien común.

 

Entre las dificultades, podemos mencionar las siguientes:

 

En la Argentina hubo posibilidad de elegir entre quedarse en el sistema de reparto o pasar al de capitalización. En 1995, el 45% quedó en el de reparto y el 55% pasó al de capitalización. Al 31 de marzo pasado, el total de afiliados llegaba a 8.827.782, de los cuales el 74% está ahora en el de capitalización. Estas cifras pueden llevar a engaño, pues sólo el 50% de los afiliados a ambos sistemas son aportantes. Este alto grado de morosidad augura mal para el futuro, pues no se puede repartir lo que no se ahorró.

 

La morosidad sin duda obedece a varias causas, pero pienso que deben señalarse dos: el trabajador de ingresos medios o altos, a quien se le descuenta el 11% de su salario, está dando un destino a un ahorro. Para el de bajos salarios ese aporte es parte de su consumo. No tiene capacidad de ahorrar. Por eso prefiere trabajar en “negro”, es decir asociarse con el empleador para repartirse entre ellos el 26% del impuesto al trabajo. En segundo lugar, entender un sistema de capitalización requiere un nivel de cultura que no está al alcance de numerosísimos trabajadores en nuestros países. Por estas razones se refuerzan los mecanismos de dualidad social, acentuando las diferencias entre pobres y ricos.

 

Las Administradoras cobran en promedio una comisión del 30% sobre el aporte del trabajador. Esa comisión tiene dos destinos: los costos de administración (78%) y un seguro de vida e invalidez (22%). En los últimos tres años, a pesar del gran aumento de afiliados y aportantes, los gastos de administración se mantuvieron constantes y las primas de seguros disminuyeron, mientras los gastos de comercialización se duplicaron, alcanzando al día de hoy al 50% (500 millones de dólares) de los gastos de las AFJP. Este absurdo gasto que va en desmedro de los aportantes se origina en una lucha sin cuartel por lograr traspasos de una administradora a otra, demostrando, como en las empresas de salud, que la competencia muchas veces aumenta los costos sin beneficio palpable para nadie. Debo recordar que, a diferencia de Chile, en la Argentina la recaudación de los aportes de capitalización también se realiza por medio de la Administración de Ingresos Públicos, hasta hoy gratuitamente para las AFJP.

 

Una consecuencia previsible, aunque no buscada, es la concentración en pocas manos de un enorme poder económico, y por ende de influencia política. En la Argentina hay 18 administradoras, pero las seis mayores concentran el 80% del total de afiliados. El sistema de capitalización no es neutro en materia de distribución del poder económico en una economía libre.

 

El sistema de capitalización tiene desventajas con respecto al de reparto para determinadas personas. Aportando los mismos fondos, las mujeres tendrán una pensión menor que los varones, porque al tener una expectativa de vida mayor que los varones, sus fondos deberán distribuirse en una cantidad mayor de años. Los solteros cobrarán más porque no tienen que financiar potenciales pensiones de sobrevivencia. El régimen de capitalización será menos beneficioso cuanto más joven sea el cónyuge del trabajador. En otras palabras, el régimen de capitalización no tiene los mecanismos de redistribución presentes en el de reparto.

 

Desde su instauración, el régimen de capitalización ha ido sufriendo modificaciones por disposiciones del Estado. Hoy, en la Argentina, hay proyectos para cobrarles a las AFJP el gasto de la recaudación que realiza el Estado, y de imponerles un límite a la comisión de administración. ¿Qué garantías tienen los ahorristas de que en el futuro las reglas de juego no serán modificadas? ¿Cómo defenderse de dichos cambios si no gozan de la libre disposición de sus ahorros? ¿Por qué debería ahorrar forzosamente en una administradora local regulada por el Estado, y no aportar libremente a un fondo de pensiones radicado en el extranjero?

El afiliado a una AFJP ignora el método de valuación de su cuota parte, algo extremadamente complejo. ¿Qué certeza puede tener de que dicha valuación sea correcta?

 

Un sistema de pensiones tiene por objeto garantizar la sobrevivencia de una persona en su vejez. El modo que se ha elegido para ello ha sido hasta ahora financiarlo a través de impuestos al trabajo. En momentos en que se debate en el mundo entero la creciente precarización del trabajo asalariado, conviene preguntarse de nuevo si esta es la única manera de garantizar una vida digna a los ancianos.

 

En nuestras sociedades latinoamericanas, los que pueden ahorrar son una minoría, pero son una minoría que tiene poder económico y político. Ellos son los primeros en querer tener acceso a un sistema de pensiones que correlacione aportes y beneficios; en tener una moneda estable que no corroa sus ahorros. Los que no pueden ahorrar también quieren, con mayor ahínco aún, una moneda estable, ya que la inflación corroe no sólo sus escasos ahorros sino sobre todo sus ingresos.

 

A mi juicio, un sistema de pensiones inspirado en una visión cristiana debería ser universal, es decir debería favorecer a todo ser humano con independencia de su sexo, salud o antecedentes laborales. Para lograrlo, las prestaciones deberían ser financiadas por impuestos generales, como lo son los gastos en educación y salud gratuitas. Si un niño, luego joven, puede recibir educación gratuita a lo largo de 22 años, ¿por qué no puede preverse un sistema de pensiones a la vejez que acuerde a todo ciudadano que alcance una determinada edad una suma que le permita alimentarse y pagar sus gastos básicos? Los sistemas gratuitos de salud para pensionados, extremadamente costosos, ¿a quién favorecen más en último término, a los ancianos o a las industrias de productos farmacéuticos? ¿Cuánto cuesta este servicio por pensionado?

 

Un sistema universal de pensión a la vejez reconocería el aporte indirecto que realizan los pobres marginados del sistema de seguridad social, ya que estando gravado el consumo por un impuesto al valor agregado del 21%, los pobres pagan una cantidad desmesurada de impuestos en relación con sus ingresos. Un sistema de pensiones no puede estar desligado del sistema impositivo general. Si este último está apoyado en impuestos indirectos, y por lo tanto es regresivo, parece injusto penalizar a la franja más pobre de la sociedad cuando de hecho es la que más está contribuyendo al bien común en relación con sus ingresos.

 

Desde una visión cristiana, no veo posible instaurar un único sistema de capitalización. De hecho el sistema argentino prevé una Prestación Básica Universal para todos los pensionados, que tiene un claro efecto redistributivo al ser igual para todos. ¿Pero cómo han de vivir los marginados del sistema? Si la comunidad ha podido hasta ahora proveer un mínimo de servicios igualitarios en el campo de la educación y la salud, deberá enfocar con criterios renovados la extensión de la expectativa de vida de la población.

 

Los ancianos tienen derecho a gozar de autonomía, y a no recibir los aportes de la comunidad sólo bajo la forma de servicios en especie, gratuitos o con descuento. Así como algunos pensaron el cheque educativo para disminuir costos y mediante la libre elección potenciar a la demanda, sería oportuno investigar si es posible y quizás más económico entregar un cheque a los ancianos, varones o mujeres, para que puedan disponer libremente en qué lo gastan, que proveer servicios burocráticos caros de administrar, y corruptos e ineficientes en el manejo de los recursos.

 

Que los que tienen posibilidad de ahorrar a causa del nivel de sus ingresos y cultura, lo hagan, sea mediante la libre contratación en fondos de pensión, sea a través del servicio público de capitalización de gestión privada. Pero que nadie se vea privado de una vejez digna. Pienso que la solidaridad a esta altura de la vida debe desligarse del trabajo empleado, reconociendo, entre otras cosas, que la mayoría del trabajo que realizan los seres humanos, particularmente las mujeres, no pasa por el mercado. Y que en el futuro, el trabajo voluntario tendrá cada vez mayor relevancia. La contribución que cada uno de los ciudadanos realiza al bien común no está bien expresada por sus aportes financieros ligados al empleo.

 

A mi juicio, como cristianos llamados a realizar el destino universal de los bienes, el problema que debemos afrontar es el del financiamiento de una vejez digna. Será la forma moderna de honrar al padre y a la madre.

 

  

 


Texto original de Empresa 130, junio-julio 1998.

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