Es un hecho de experiencia, que nadie jamás ha puesto en duda, la dualidad del género humano. El concepto de hombre incluye en sí dos personas, varón y mujer, de características semejantes, pero no iguales, que están llamadas a comunicarse para que uno y otro crezcan armónicamente en su ser humano. Este planteo tiene una exigencia básica fundamental. Para poder comunicarse en forma plenificante cada uno ha de saber valorarse por sí mismo. Y esto lo ha de tener muy en cuenta sobre todo la mujer. La mujer ha de valer por sí misma, no por su dependencia del varón, ya sea sometiéndose a él, ya compitiendo agresivamente con él. A veces el fragor de la polémica que diaria y sordamente se libra en el hogar, la oficina, la acción pública y social, la lleva a adoptar una falsa perspectiva del problema. No cae en la cuenta de que su meta está en lograr una activa corresponsabilidad junto al varón en todos los campos del ser y de la realización. Los dos sexos han de integrarse en una colaboración responsable y lúcida para lograr el gran objetivo de un mundo mejor. Al hombre-varón y al hombre-mujer entregó Dios el mundo, para que lo construyesen alimentando su mutuo esfuerzo mediante el diálogo.

 

No se puede hablar de la originalidad radical de la mujer sin tener en cuenta la del varón y viceversa. Ambos se dan a conocer en todo su sentido por la relación esencial que se da entre los dos géneros. Allí se encuentra el origen de su recíproca correlatividad. Sobre esta base germinal inciden las variaciones de las culturas humanas que pueden dar lugar a muchos y variados comportamientos, pero siempre se mantiene un núcleo irreductible que pertenece al campo complejo de la genética humana. Como en el campo existencial ambos factores están totalmente imbricados, a esa misteriosa composición de lo natural y lo cultural –“nature” y “culture” en el idioma inglés– los científicos norteamericanos le dan el nombre de “nurture”.

 

Génesis del ser femenino

 

Para poder determinar en qué va a consistir esa dimensión peculiar de la mujer, es necesario reflexionar sobre el ser y proceder de la misma en su existencialidad histórica.

 

La mujer, en el planteo cristiano, procede de Dios de la misma manera que el varón. Dios la hizo; y conforme al relato bíblico la hizo de una costilla de Adán, que no necesariamente tiene que ser interpretada como una costilla material, sino como una indicación de su relacionalidad con el varón. Ambos están uno al lado del otro para ayudarse a cumplir su misión, y mediante esa ayuda realizar cada uno la suya. No hay que olvidar que en el relato del Génesis, la creación se termina con la mujer; como si de la pincelada maestra con que Dios da punto final a su obra y la hace plena brotase la mujer. Parecería insinuarse que en la mujer se resume, de una manera definitiva, cuál tiene que ser la actitud de toda la creación frente a Dios.

 

Por eso, ya hace tiempo la gran poetisa y escritora alemana Gertrud von Le Fort habla del sentido profundo de la mujer, que lo describe con una frase concisa: es símbolo de la “disponibilidad activa frente a Dios”.

 

Afirma que la mujer, considerada en su simbolismo, está especialmente destinada a la significación de los valores religiosos. Pero de ninguna manera pretende afirmar la existencia de una religiosidad específicamente femenina, ni mucho menos la superioridad religiosa de la mujer sobre el varón. Esto sería la total incomprensión de su libro. Por el contrario, se trata de su aptitud a formar la imagen de los valores religiosos, de su representación figurada: imagen y representación que son indudablemente –y esto se da en el símbolo– en forma primordial la dote y misión de la mujer 1.

 

Esta es su misión terrenal peculiar que colorea todo su ser. Es, parece característica esencial de la mujer, tener mayor facilidad de comprensión de las realidades espirituales que envuelven al ser humano, que no se ven pero que se dan a conocer al que sabe leer a través de las realidades sensibles, que contemplan los ojos y escuchan los oídos.

 

La mujer por su misma esencia, está muy próxima a Dios, a lo espiritual, a lo invisible, aunque no sea consciente de ello. Ella expresa todo lo creado en su movimiento hacia la vida; una vida que anhela ser eterna y vivida por eso en el amor.

 

La mujer se manifiesta de tal manera que a través de su estructura física y psíquica, de su ser biológico y espiritual, expresa a todos un aspecto peculiar del plan del Creador. Dios, mediante la mujer, quiere significar a todos una de las características especiales de su actividad en el mundo para lograr de los hombres la contestación que Él espera libremente de cada uno. Gran verdad del cristianismo que refuta la actitud que tantas civilizaciones, antiguas y modernas, mostraron y muestran frente a la mujer.

 

La mujer posee igualdad de derechos, porque tiene el mismo fin integral que el varón, es tan persona como él, y se salva como el varón, utilizando los mismos medios, pero dándoles su sello peculiar. Ambos se salvan, pero cada uno lo hace conforme a su real estructura biológica y psíquica.

 

Ambos se ayudan a crecer, sosteniéndose y curando, mediante las actitudes que los dos viven y asumen frente a la otra parte. Varón y mujer dejan su sello peculiar cuando desempeñan cualquier tipo de actividad. Ambos pueden en cierta manera asumirlo todo, pero cada uno deja en ello su impronta propia. La civilización que desconoce el oficio y función de la mujer tarde o temprano desaparece, porque se hace estéril. Y así el varón, simbólicamente, ya nada tiene que fecundar para construir una civilización del amor. Ya hace tiempo afirmaba en forma visionaria Pío XII:

 

“La estructura moderna de la sociedad, que tiene por fundamento la casi absoluta paridad entre la mujer y el hombre, apóyase en su falaz supuesto. Es verdad que el hombre y la mujer son, en lo que se refiere a la personalidad, de igual dignidad y honor, consideración y estima. Pero no son iguales en todo. Determinadas dotes, inclinaciones y disposiciones naturales son propias exclusivamente del hombre o de la mujer, o les están atribuidas en grado y valor distintos, unas más al varón, otras más a la mujer, según aquella peculiar manera con que la naturaleza misma les ha dado diversos campos y oficios de actividad. No se trata aquí de la capacidad o de las disposiciones naturales secundarias, como serían la propensión o la aptitud para las letras, las artes o las ciencias; sino de las dotes de eficacia esencial en la vida de la familia y del pueblo. ¿Y quién no sabe que la naturaleza, aunque sea violentamente rechazada, siempre volverá, sin embargo, “tamen usque recurret”? Queda, pues, por ver y esperar si ella misma no llegará a imponer, sea cuando fuere, una corrección a la actual estructura social” 2.

 

Novedad del ser femenino

 

Simone de Beauvoir acierta al afirmar, aunque ella lo vea más bien como algo negativo, que la mujer llega a ser mujer frente a la mirada del varón, pero se olvida que el varón no es verdaderamente hombre más que en relación con la mujer. El varón ha de habituarse a conocerse al aceptar la mirada que sobre él proyecta la mujer y así aprender a superar su inclinación a la autosuficiencia; e inversamente la mujer ha de acostumbrarse a reflexionar sobre la mirada del varón y así descubrir su propia independencia y personalidad. Tal es la condición previa para llegar a una igualdad afectiva, efectiva y sexualmente diferenciada. La diferenciación sexual es el primer paso en el proceso de recíproca personalización. Es la toma de conciencia de una diferencia relacional con el otro fundada en una concreción corporal que sitúa a uno y otro sexuadamente en el mundo, y les permite afirmarse plenamente como hombres: mujer o varón.

 

Por eso, ser y conocer se relacionan profundamente: conocer al otro sexo es llegar a ser uno mismo; ser plenamente uno mismo es conocerse para conocer mejor al otro. El varón y la mujer sólo llegan a ser lo que son en la reciprocidad de un enfrentamiento concreto e histórico que los compromete a ambos, haciéndolos mutuamente responsables. Y sólo en esta reciprocidad experimentan lo que son. Sólo se es uno mismo por el otro; esto es lo que fundamentalmente expresa la sexualidad.

 

La real imagen de la mujer no se ha de buscar en su sexo y en su estructura psicológica, sino en el sentido que ella les da y el proyecto de vida que sobre ellos elabora. Por eso, para lograr esa imagen hay que superar el parentesco entre una visión determinada de femineidad y la cultura concreta que le ha dado origen. Hay que ir al corazón del cambio para hacer sobresalir en toda su pureza la constante imperecedera de la femineidad. Y ésta sólo podrá aparecer con nitidez cuando la mujer histórica se muestre realmente consciente y libre. Más allá de su genitalidad, más allá de sus condicionamientos psicológicos, pero sin negarlos, ha de buscar la mujer su verdadera imagen 3.

 

Ya desde la Biblia la mujer aparece, vista por los varones, enfocada desde una triple luz:

 

– como hermana: receptividad activa

– como esposa: intimidad acogedora

– como madre: entrega generosa.

 

 No hay que encarar esta triple realidad en función pura y exclusiva del varón. Esto ya lo insinúa el primer aspecto que incluye una renuncia del varón en el plano génito-sexual como si eso fuese una exigencia inevitable. En este primer aspecto aparece la dimensión personal de la mujer, requisito esencial para descubrir el aspecto trascendente de la segunda y tercera característica que apunta a un “más allᔠde casarse y engendrar hijos.

 

Lo que a menudo se considera como vocaciones de la mujer, o , con Gertrudis von Lefort, las tres formas fundamentales de la femineidad, son tres maneras de enfrentarse, tres modos de existir el uno para el otro: la virgen, la esposa, la madre. Pues, incluso la virginidad debe ser una manera de vivir el enfrentamiento hombre-mujer, bajo pena, en caso contrario, de caer en el infantilismo de una abstención sin valor, o de vivirla como una refutación.

 

La originalidad peculiar de la mujer hay que buscarla al mismo tiempo en una cultura y en una raigambre corporal. Pero la corporalidad es un equilibrio móvil de la unidad espíritu-carne sobre lo cual la mujer sólo tiene conciencia al encontrarse con la mirada del varón. Y al aparecer al lado de él contemplada por él y reconocida distinta, ambos descubren a partir de su dinámica corporal el elemento básico de su peculiar originalidad. Esto se orquestará con diversas variaciones conforme surjan nuevas culturas en las que por mucho tiempo predominó el módulo masculino.

 

La mujer como receptividad activa

 

      La mujer representa la aceptación, la acogida, el consentimiento; es como un vaso espiritual. Ella acepta lo que se le propone y lo acepta libremente; lo acoge, da su consentimiento. Sin ella el varón no puede realizar un acto pleno; y aún más, sin su consentimiento Dios no hubiera realizado la redención del género humano, pues El mismo condicionó la salvación de los hombres al “Hágase” de una mujer: la Santísima Virgen María.

 

Para entender más este primer valor es necesario describir brevemente las características recónditas del amor en el ser femenino. Esto es algo mucho más profundo que las características psicológicas de su consciente e inconsciente y de los mismos condicionamientos de su herencia biológica. La mujer ama entregándose, dándose al ser por el que siente amor. Se dona a aquel en el que ella palpita la existencia, real o fingida, de un amor. No siempre necesariamente ese amor es legítimo, no siempre es total, no siempre el amante ha sabido descubrir a la amada que todo amor verdadero se engendra en medio de una tarea inteligente, pero la mujer, ya se entregue bien o mal, busca siempre sentirse amada para poder darse.

 

Este es el sentido original de su dinámica femenina. Es una característica de lo femenino hacerse visible para sentirse amada. Aquí está la razón última, si se quiere, de la moda; del empeño por vivir con colorido la gracia y agilidad de su cuerpo femenino. Es el recurso a que acude lo femenino, para llamar la atención de estar presente. Por eso, las mujeres fácilmente se dejan llevar excesivamente por él, si no lo saben moderar con el cultivo de la dimensión masculina de su persona. En ella encuentran el sentido creativo y fecundante que regula en forma armónica esta dinámica.

 

El varón también quiere sentirse mirado pero en su dinámica preconsciente no está impelido por el sentirse amado, sino por el querer conquistar, que es una característica de lo masculino. Por eso para equilibrar esta inclinación ha de atender a la dimensión femenina de su ser para que su mirada no sea dominadora y posesiva, sino tiernamente acogedora.

 

Estas miradas son, por lo tanto, en su origen ambivalentes y ambiguas. Pueden ser canalizadas para el bien o ser desviadas hacia el mal. Sólo interesa quedarse ahora en la descripción de la mirada femenina, pues de ella se está tratando.

 

 Por eso, lo femenino, puede renunciar a cualquier cosa, lo único a que no renuncia es a que existan en su vida ojos que la miren y contemplen para amarla; ojos que pueden ser también los de Cristo. Esto está en la esencia, en lo más profundo de la femineidad: ser mirada, el ser aceptada y ser amada. Y tal actitud colorea toda la gama de sus comportamientos. Todo el proceder de lo femenino está orientado en el fondo a que los demás la amen.

 

Por eso tiene recursos casi innumerables o estratagemas casi indefinidas para lograr esa mirada. Serán las mil y una pequeñas tácticas de la coquetería, pero también de los heroísmos. Y entre las dos, entre el extremo más trivial, el de vivir en la superficialidad y ligereza, y el otro extremo superior, el de entregarse plenamente a una misión que puede incluir hasta la renuncia de su propia vida, están todas las crisis físicas, sentimentales, espirituales, cuyo fin, a menudo ignorado, es que se fijen en uno, tratando de captar el amor de los demás. El varón parecería afrontar un parecido proceso. Pero, como ya se dijo, hay una diferencia fundamental: la mujer mira para ser querida, el varón mira para conquistar.

 

Por esta razón en toda mujer, por lo general, las crisis de cualquier orden son mucho más matizadas, más complejas y con muchos más recovecos, vueltas y revueltas, que en el varón. Una mujer en efecto, plantea originariamente su crisis tocada por su femineidad. Sólo sale de ella cuando purifica por su elemento masculino, la tendencia a que le den amorosamente atención. Por esta misma razón, la mujer llevada por ese estímulo interior, muchas veces no conocido por ella –es decir que no ha aflorado a su conciencia–, recurre a innumerables medios para pedir ayuda. Ahora bien, sabrá utilizar rectamente esos medios y darles un sentido personalizante en la medida en que se sienta contemplada, animada y comprendida por alguien que no le pueda fallar, alimentando en ella la capacidad de analizar y decidir creativamente el sentido de su tendencia. Y aquí opera el elemento masculino –el “animus” jungiano– de su ser.

 

Dinámica de su receptividad

 

 La receptividad de la mujer no es, por lo tanto, una actitud pasiva, sino activa y dinámica. María, la madre de Cristo, es en esto un ejemplo perfecto de querer ser contemplada y comprendida por Dios, para entregarse plenamente al ser que ama: “…El miró con bondad la pequeñez de su servidora.” (Lc.1,48). Ella se siente mirada por Dios, amada por El, intuye en su fe el plan a que Dios la invita y dice su . En otras palabras, canaliza hacia Dios todas las características de su ser femenino, porque es la mujer que se da enteramente al servicio de la causa de las causas, dar al mundo un principio interior y viviente de total recuperación, el Hijo de Dios, que se hace Hombre en su purísimo seno. Y ese “hágase” pleno de María es el tipo de la aceptación y de la fidelidad de la Iglesia frente a Cristo, que viene, invita y exige. Por eso la Iglesia, es una realidad “femenina” frente a Dios. Toda la obra salvadora de la Iglesia lo tiene y lo hace porque le viene de Dios. Cristo, su Cabeza, toma la iniciativa y le da los medios para que ella cumpla con su misión, que primordialmente consiste en dejarse amar por Cristo, diciendo un sí pleno y activo a El. Y en la Virgen encuentra la Iglesia el ejemplar perfecto de esta receptividad activa.

 

El símbolo primordial de la mujer en el mundo histórico es dar en él ese testimonio de receptividad activa frente a una realidad que es la única que salva, la única que lleva a la plenitud del ser humano. Misión que cada mujer cristiana puede asumir libremente en la realidad histórica concreta que está viviendo y en la cual es invitada a dar ese testimonio. Hace así visible en ella el sentido que María tiene en la vida del mundo y de la Iglesia.

 

Si la mujer por su esencia más íntima es don de sí, y si Dios le ha dado esa especie de deseo preconsciente de ser contemplada con amor para poder entregarse en el amor, cualquier mujer que, en lugar de contemplar a los otros para entregarse a una gran causa, se contempla a sí misma, y detiene egoístamente su mirada en sí misma, se está destruyendo en lo más íntimo de su ser. En efecto, su dinámica fundamental no consiste en mirarse a sí misma en un deleite narcisista, sino reflejarse de tal modo en la mirada de otros que deje en ellos un mensaje de tierna acogida y delicada ayuda. Por eso se alegra como María (Lc. 1,46-47) cuando recoge la mirada agradecida del otro. Allí está el verdadero bien y realización de su ser.

 

Por eso la mujer reniega de su vocación cuando por diversas causas, no todas imputables, se evade de su misión en el mundo: hacer visible esa actitud de disponibilidad frente al amor de Dios.

 

La Virgen con su “fiat” simboliza toda la disponibilidad de lo creado frente a Dios. Eva, al caer, traiciona con el abuso de su libertad el significado profundo de su misión femenina; quiere prescindir de Dios, eliminarlo, no dejarse ver por Él. Se contempla a sí misma, hace de sí misma un espejo en donde ya no se puede reflejar el Creador, y al enfriarse en el amor cae en el absurdo de querer ser lo que su naturaleza no es: dios y se transforma en seductora. Y en Eva se han inspirado muchas mujeres en la historia de la humanidad.

 

En la “Eva-pecadora” se incluye toda mujer que traiciona su sentido trascendental de la mujer. Se hace así un anti-signo, porque niega el hecho básico de que toda la humanidad se realiza cuando va aprendiendo a acoger en todo y libremente la voluntad amorosa de Dios. El universo, en efecto, está “religado” a Dios porque depende de El en todo. Pero es el ser humano quien recibió el encargo de gobernarlo y hacerlo evolucionar para devolverlo plenificado a su Creador 4.

 

Toda la creación encierra un constitutivo femenino. Se ha de buscar en su disponibilidad activa a dejarse modelar por lo divino. Y toda la creación fue traicionada por “Eva”, en complicidad con “Adán”, porque ella no quiso obedecer al significado de su elemento femenino y vivir así con libertad el símbolo de la receptibilidad disponible para bien de todos.

 

Cuando el ser humano se encierra en sí mismo, cuando busca su propio bien con prescindencia y con negación del bien de Dios, entonces la catástrofe entra nuevamente en el mundo, y se repite el drama del paraíso terrenal: mujer y varón que quieren bastarse a sí mismos y que por eso mismo se desconectan del principio de vida, se desorganizan internamente y caen en el caos del egoísmo, del odio, de la destrucción y de la muerte.

 

En síntesis, la mujer que se aparta, consciente o inconscientemente, de ser símbolo en su ser femenino para toda la humanidad de la receptibilidad disponible y activa a la iniciativa divina que se manifiesta en el fondo de todo lo creado y de todo genuino amor, deja simplemente de ser mujer. Ha quedado dolorosamente disminuida porque ha descuidado el cultivo de una de las líneas fundamentales de su ser femenino: la libre y responsable receptividad de su corazón.

 

 

 


1. Gertrud von Le Fort, Die ewige Frau, München 1960.

2 . Discurso a la J.F. de A.C. I., 24.4.1943; C. de E. y D.P., Madrid, 1955, 1186.

3. Ver E.Fabbri, Amor, Familia, Sexualidad, Latinoamérica Libros, Bs. As.,1985, págs. 31-32.

 4. Génesis I, 27-28; Romanos, 8, 18-27; Corintios XV, 22-28.

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