Abordar el mapa y la anatomía de la política argentina actual es un emprendimiento complicado. Cuando estas líneas lleguen al lector, se encontrará informado, saturado acaso, por cifras e interpretaciones de valor diferente acerca de las elecciones de diputados y senadores del 23 de octubre. La mayor parte de las interpretaciones ha coincidido en que el resultado representa una victoria importante para el presidente Néstor Kirchner; y, en términos locales relevantes, impulsa como protagonistas probables en el futuro inmediato a Mauricio Macri (ciudad de Buenos Aires), Hermes Binner (Santa Fe), Jorge Sobisch (Neuquén); y Lilita Carrió, no obstante perdedora en la Capital, intérprete de un magma nacional con débil estructura partidaria e imagen crítica bien perfilada.

 

La derrota más espectacular correspondió a los Duhalde. Las izquierdas y los piqueteros no lograron siquiera relieve. La UCR sufrió, o construyó, un duro revés que llevó a la renuncia a la presidencia del partido del ex mandatario Raúl Alfonsín. Y un personaje como el ex presidente Carlos Menem irá al Senado nacional tal vez porque ese recinto lo protegerá de imputaciones. Quien declaró en su momento que ‘quien es Papa no vuelve para ser obispo’, termina ahora como una suerte de monaguillo senatorial protegido y dañado en su megalomanía.

 

Las consideraciones generales no deben pasar por alto sombras de una campaña electoral donde prevaleció la grosería y donde la ambigua conducta del presidente Kirchner –demostrativa de cierta desaprensión hacia las reglas del juego constitucional y electoral– sirvió de paraguas a subordinados pícaros, políticamente triviales.

 

No fue un “plebiscito” favorable al Presidente, como en uno de sus desbordes iniciales aludió. Sí fue un triunfo holgado en lo que concierne al duelo con los Duhalde en la provincia de Buenos Aires. Pero cabe anotar que el director nacional electoral se permitió calificar de “irrelevantes” cifras relativas a la concurrencia efectiva –poco más del 71% del padrón– y las de votos en blanco o nulos, que fueron aproximadamente el 9%. Nada irrelevantes, pues, para un análisis político honesto, distante de la manipulación informativa, el ejercicio clientelista y el “surfismo” ideológico de funcionarios, dirigentes sociales e intelectuales orgánicos con accidentadas y cambiantes biografías. Se presentó el triunfo con porcentajes abultados por el ejercicio aditivo que sumó votos más bien imputados que propios. El Presidente y su entorno sacaron provecho de la táctica de alianzas objetivas con quienes tienen “poder territorial”, disponibles para la explotación recíproca. Lo cual se hace cuando hay intereses convergentes, que en estos casos suelen tener que ver con “poder, caja y subsidios”, más que con una política arquitectónica.

 

¿Cómo explicar dónde estamos?

 

Las notas precedentes dibujan el escenario político: una democracia electoral por el momento precaria, en una república escorada. Intentemos ahora una explicación.

 

Recorrido intelectual

 

La explicación política exige cierto recorrido intelectual y de sentido común. Ese recorrido supone la lectura de la historia, de la sociedad, de las instituciones y de los valores prevalecientes y preferidos; y todo eso en el plano interior y en el contexto internacional.

 

No es justificación, doctrina ni ideología. Pertenece a una clave distinta. Por eso es difícil y suele no entusiasmar al militante, al hombre de acción o al profeta político.

 

No deja de lado la subjetividad, pero ésta, si es franca y transparente, no desmejora el análisis: lo enriquece. No es predicación; y si se cambia de clave hay que decirlo claramente. El intelectual no es consejero del príncipe, y cuando da consejos –como a veces hace Maquiavelo–, advierte al lector y los dedica al destinatario. No es complaciente con el poder, tampoco con la oposición, la rebeldía o la indiferencia. Su ámbito es la libertad espiritual, la distancia crítica, la mayor independencia de juicio posible.

 

Las generalizaciones predictivas, rendirse a la tentación de explicar el presente desconocido por el pasado conocido, es una claudicación sutil pero frecuente. Como escribía san Pablo a los corintios para resumir una moral liberada de la ley formalista: “todo es permitido, pero no todo es conveniente ni edificante”.

 

La lectura de la historia

 

Si la lectura de la historia es el primer paso de la secuencia que conviene recorrer, el historiador no es fiscal ni es juez. Debe comprender y ayudar a comprender. Conocer el pasado no nos asegura predicciones certeras sobre el futuro, porque la libertad humana no torna predecibles absolutos los comportamientos y sus consecuencias; pero si los diagnósticos son buenos pueden evitarse terapéuticas erróneas, caminos equivocados, la recaída en disparates cuyo precio pagaron generaciones precedentes y pueden seguir pagando las sucesivas.

 

Tulio Halperin Donghi, uno de nuestros mejores historiadores, en su reciente ensayo sobre el revisionismo histórico argentino como visión decadentista de la historia nacional –que incluye antiguos ensayos, entre ellos uno publicado en Criterio en 1976–, aporta elementos para entender el fenómeno revisionista en la Argentina. Esta vez añade la descalificación de “decadentista”, inclusión nada indiferente si se tiene presente que hay mucho de reaccionario en las izquierdas y derechas que se pretenden reformuladoras de un pasado con visiones conspirativas y originales. En esta línea de ideas, cabe señalar Política y/o violencia, una aproximación a la guerrilla de los años 70 de Pilar Calveiro. Se trata de un análisis implacable no sólo del Proceso sino del accionar de la guerrilla, de las groserías intelectuales de varios de sus dirigentes –Firmenich entre otros–, y de la militarización de toda una cultura política de aquella década, formulado desde una experiencia militante revisitada con franqueza y decisión de entender lo que pasó. La misma actitud que exhibe Beatriz Sarlo en textos que esta revista publicó con advertencias inteligentes y honestas para que nuestros dirigentes –comenzando por el señor Presidente– hagan menos “política literaria” respecto de un tiempo que forma parte de las pesadas alforjas que casi toda nación tiene en algún tramo de su pasado.

  

Desde la sociedad

 

La lectura de la sociedad es otro nivel de abordaje para intentar una explicación plausible de la Argentina contemporánea y sus lecciones.

 

No es lo mismo la coalición social de base de la Argentina de los años 40, cuando emerge el fenómeno peronista, que la sociedad fragmentada hasta la exclusión, la marginación y la pobreza extrema instaladas en la Argentina degradada que debemos remontar. El sorprendente fenómeno peronista domina o sacude el país político desde hace medio siglo con su transformismo desconcertante, fundado por un líder que generó en los años 40 una coalición social que incluía la clase obrera –entonces existente– organizada y aún la inorgánica, sectores amplios de la clase media y adhesiones interesadas de las “clases altas”. Esa coalición, electoralmente invencible por lustros hasta el ‘83, atravesó sobresaltos y hegemonías adversarias; en los años 70 militancias devotas discutían cuál era el Perón verdadero, los sedicentes antiperonistas no acertaban con ese blanco móvil y los equívocos se pagaban con la vida. ¿Pero cuál es el presente y porvenir del peronismo?

 

La lectura de la sociedad es tan compleja hoy como a fines de los setenta, cuando Criterio escribió “La Argentina secreta”, pero no tanto como para reconocer que aún para el peronismo es difícil instalarse ahora en medio de una sociedad tan fragmentada. Por un lado, el peronismo está siendo analizado en su (des)organización organizada, según el sugerente título de la tesis de Steven Levitsky (revista Política y gestión). Por el otro, el singular “centroizquierdismo” del Presidente y seguidores cercanos presiente que ser peronista hoy es parte de una política literaria aplicada al poder más bien que a una identidad política sustantiva. Como sucedió a los habitantes del desmembrado imperio soviético, llegó un momento en que no se sabía qué era ser comunista, salvo por un indicador elocuente: si no se invocaba el comunismo, no se podía competir por el poder, o convertirse en centro de imputación de quienes lo pretendían…

 

Una auténtica reforma política

 

La lectura de las instituciones es probablemente el andarivel más transitado, porque son frecuentes los análisis políticos y constitucionales que dan cuenta de la enorme dificultad de los argentinos para respetar las reglas del juego propias de una democracia pluralista y competitiva. La reforma política forma parte del elenco constante de la retórica propia de la política literaria, pero desde el aprendiz de historiador hasta el veterano memorioso recorren el pasado para convenir que la experiencia más auténtica y casi revolucionaria en términos de reforma política fue la de Roque Sáenz Peña, un presidente sin legitimidad de origen que ganó la legitimidad de ejercicio. Un análisis histórico severo y no complaciente nos llevaría a la conclusión que desde entonces sucedieron líderes y protagonistas, pero aún los más espectaculares se desentendieron de la importancia fundamental que tiene para las naciones sustentarse en un sistema político legítimo, que supone la creencia colectiva en normas de convivencia y cambio gobernado.

 

Construir una realidad decente, y tenerla aquí

 

Lo expuesto contiene lecciones de una realidad progresivamente degradada que es preciso reparar, y hacerlo en alta mar y no en puerto protegido, según metáfora difundida. Debería añadirse que en alta mar, más que en el puerto, es imprescindible la pericia y autoridad del capitán, la inteligencia de sus lugartenientes y la obediencia a las reglas de navegación por parte de todos. Y en ese sentido, la Argentina está a prueba.

 

* * *

 

Los comicios recientes exhiben una sociedad plural –no necesariamente pluralista, que supone sentido positivo de la tolerancia– y desigual. Una sociedad que apela al sentido de la supervivencia luego de tramos dramáticos y disparatados que dirigencias relativamente recientes supieron crear y manipular. Y una sociedad que quiere recuperar la virtud de la esperanza cultivada desde abajo y no propuesta desde arriba. Porque la esperanza del príncipe suele ser una sucesión de imposiciones presuntuosas más que virtuosas.

 

Enfrentada a la pendularidad constitutiva del fenómeno peronista sin la compensación de una oposición relevante (con aptitud competitiva para la alternancia), la sociedad electoral sigue convocada para arbitrar en escenarios dominados por las “internas”. Y ese paisaje político agreste sigue siendo favorecido por la persistencia de derechas caudillistas, estamentales y corporatistas, e izquierdas sedicentes revolucionarias pero al cabo colectivistas y también autoritarias. Cuando les ha tocado o han podido, ambas han usado al Estado “como la gran tapadera con la que ocultar su propia responsabilidad”, en palabras del español Víctor Pérez Díaz (Sueño y razón de América latina). Se trata de actores –empresarios, políticos, intelectuales orgánicos– acostumbrados a medrar en marcos institucionales dominados por la palabra devaluada y las conductas incapaces de insistir en una práctica institucional que arraigue una cultura política para la democracia.

 

La cuestión de los valores, en fin, revela una realidad que necesita de ejemplaridades positivas. La pregunta clave de la ética política sería ¿en nombre de qué vivimos? Y un cuestionario elocuente, tanto para los dirigentes como para los ciudadanos, debería plantear interrogantes como ¿quiénes somos en cuanto personas y comunidad? ¿Qué calidad tienen nuestras opciones y decisiones, individuales y colectivas? En fin, ¿qué tipo de sociedad evocan nuestros comportamientos, estilos y propuestas?

 

Porque, parafraseando al poeta, cuando se camina se puede pisar una semilla o un despojo. El ciudadano de a pie, y sobre todo el estadista, deben conocer la diferencia.

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