Fides et ratio (la fe y la razón) bien puede ser la última encíclica del siglo y una de las últimas de Juan Pablo II, cuya impronta filosófica lleva.
A diferencia de los documentos de la doctrina social, que suelen ser leídos entre líneas por quienes buscan respaldo para sus políticas, éste no ha despertado demasiado interés en los medios. Un acto de confianza en la razón y el pensamiento crítico, hecho desde la Iglesia, no es noticia. De haber seguido la tendencia contraria sí lo hubiera sido.
Las encíclicas papales tienen su lógica interna que las compromete a volver periódicamente sobre ciertas cuestiones. De tal modo, así como Centesimus annus nos remitía al centenario de Rerum novarum y de la doctrina social, Fides et ratio se reconoce heredera de la problemática planteada hace cien años por León XIII en Aeterni Patris, la encíclica que alentó el renacimiento neotomista. Su línea de pensamiento se remonta hasta el concilio Vaticano I.
Esta continuidad secular no le impide al magisterio expresarse con un lenguaje actual. Así como en los documentos sociales se habla de globalización y telemática, aquí se recurre a categorías filosóficas contemporáneas como alienación o razón instrumental.
Más de un prejuicioso se sorprendería al descubrir que el Papa cita a Pascal y pone como autoridad nada menos que a Galileo, calificándolo como precursor del Concilio Vaticano II.
Quizás esta sea la primera vez que un documento eclesial menciona con respeto las grandes tradiciones religiosas no bíblicas: los Vedas indios, el Avesta iraní, el pensamiento chino de Laotsé y Confucio, la doctrina de Buda, los trágicos griegos; hasta los Tirthankara, los maestros del jainismo.
Todos los grandes nombres del pensamiento católico están presentes, desde los Padres hasta Santo Tomás. No sólo se habla de Maritain, Gilson y Edith Stein; también se alude a pensadores ortodoxos como Soloviev o Florenski. Con este amplio marco, se estudian los signos de los tiempos.
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Juan Pablo II comienza por examinar los cambios que caracterizan el fin del milenio. La cultura occidental parece haber abandonado la soberbia del racionalismo moderno, que llevó a la nefasta separación de la fe y la razón. Pero en su lugar crece un relativismo radical que oscurece la búsqueda de la verdad.
La posmodernidad parece definirse como una crisis del sentido. Oscilando entre el inmanentismo y la lógica tecnocrática, deriva hacia el nihilismo, que niega la propia humanidad del hombre y lo somete a la tentación de la desesperación.
Las agencias de noticias venían diciendo que el tema de este documento sería la New Age. Sin embargo, aparte de reiterar la tradicional condena del irracionalismo mágico, de la gnosis elitista, el fatalismo astrológico y la creencia en la reencarnación, el Papa no dedica demasiado espacio a un movimiento que en definitiva es apenas otra muestra de cultura relativista. Apunta más allá, hacia el nihilismo que está detrás, disfrazado de espiritualidad.
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Apoyándose en lo mejor del pensamiento de este siglo, el Papa plantea el problema desde un marco existencial. La filosofía (y quizás también la ciencia) nacen a partir de ciertas vivencias: el asombro platónico o kantiano ante el orden cósmico, la inevitabilidad de la muerte…
La misma ciencia supone cierta fe: fe en la racionalidad y en la regularidad de los fenómenos. La mayoría de las verdades científicas en que confiamos son creencias. No las hemos corroborado: las asumimos, confiando en la autoridad de la ciencia.
En cuanto a la fe, Juan Pablo II no la califica por sus expresiones dogmáticas. Prefiere hacer hincapié en la libertad y nos da una hermosa definición de ella: el acto por el cual uno confía en Dios. Sólo si confiamos en Dios y en el testimonio de Cristo podemos aceptar la Revelación y emprender la tarea de comprenderla.
Aquí, la Iglesia reafirma su confianza en una razón humana valorizada pero no sobrevaluada, que sólo puede entrar en conflicto con la fe cuando se erige en único camino hacia la Verdad. En lugar del lo creo porque es absurdo de Tertuliano, expresión de ese fundamentalismo que suele sobrevenir tras la fase escéptica, rescata dos fórmulas medievales que encabezan sendos capítulos: credo ut intellegam (creo para entender) e intellego ut credam (entiendo para creer). Por este camino, la fe se hace abogada convencida y convincente de la razón.
En esta perspectiva, heredera de una larga tradición, la fe no es ciega. Supone y perfecciona a la razón, así como la Gracia lo hace con la naturaleza. Se reconoce que el camino de la razón es incesante y siempre provisional, pero si se lo recorre con temor de Dios (esto es, asumiendo la finitud) se reconocerá que no es una conquista personal, sino el ejercicio de un don de Dios.
La fe y la razón son las dos alas del espíritu, afirma el Papa. Su separación ha sido la tragedia moderna. A las dificultades de la Iglesia para comprender a la ciencia moderna, se contrapuso una confianza absoluta en el poder de la razón: el resultado fue un estéril enfrentamiento.
Desde esta perspectiva, el idealismo soñó alguna vez con disolver los contenidos de la fe en el discurso filosófico, y nos empujó hacia el totalitarismo.
También el positivismo se erigió en dogma. Desacreditado hoy por la epistemología, aún sigue vivo, bajo la forma de cientificismo. Es la actitud que ignora a los valores y cultiva una razón instrumental sujeta a la lógica del mercado o tentada a ejercer un poder demiúrgico. Basta pensar en la clonación humana…
Este crudo pragmatismo es capaz de desvirtuar a la propia democracia, haciendo que una conducta se vuelva admisible o no por una simple votación parlamentaria.
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En una de sus fórmulas más brillantes, el Papa dice que a la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón. En el lenguaje evangélico, parresía es la libertad para hablar con franqueza acerca de lo que se cree. Ahora se le pide a la razón que sea igualmente audaz, confiando en que acabará saliendo al encuentro de la fe.
Una de las consecuencias del desencuentro ha sido que la razón se alejó de la Revelación, siguiendo caminos secundarios. Pero también la fe, al renegar de la razón, a menudo se ha encerrado en el sentimiento y la experiencia personal, corriendo el riesgo de abandonar su vocación universal.
También existe una tendencia a relativizar la fe reduciéndola a una determinada cultura. Pero los contenidos de nuestra fe no pueden reducirse a la experiencia del pueblo judío o al lenguaje del pensamiento griego y pueden ser enriquecidos por otras tradiciones culturales. Ante las pretensiones de cierto orientalismo sincrético, el Papa convoca a los cristianos de la India para que hagan escuchar su voz en el discurso teológico.
La teología reconoce dos momentos: el auditus fidei (la fe oída desde la Revelación y la tradición) y el intellectus fidei: la fe entendida usando todos los recursos de la racionalidad. Si la fe se refugió en el sentimentalismo, como consecuencia de la ruptura moderna, hoy corre peligro de volver a hacerlo ante la crisis del sentido.
El Papa observa la aparición de peligrosos rebrotes del fideísmo (sólo la fe basta) o del biblicismo, que reduce la fe a exégesis de textos, descartando la tradición viviente. Amonesta a los teólogos, al comprobar con sorpresa y pena que no pocos de ellos sienten desinterés por el estudio de la filosofía.
Pero el Papa no se dirige solamente a los teólogos. Frente al relativismo, les recuerda su responsabilidad a los filósofos, los científicos y los profesores de filosofía. También insiste en que la filosofía esté presente en la formación sacerdotal. Son recomendaciones que merecen ser escuchadas por los responsables de las políticas educativas, precisamente cuando la filosofía suele desaparecer de la educación o diluirse en nebulosas áreas de ciencias sociales.
El Papa recuerda que, si bien es posible hablar de filosofía cristiana, la Iglesia no posee una filosofía oficial. Ante el relativismo posmoderno, convoca a la búsqueda del Absoluto; ante las actitudes individualistas y hedónicas, reafirma su rechazo del materialismo, y frente a las corrientes irracionalistas, su incompatibilidad con toda forma de panteísmo.
Hoy se habla del fin de la metafísica, quizás por influencia de Heidegger, quien atribuía al error de los metafísicos modernos la actual dominación de la razón instrumental. Pero por metafísica, recuerda el Papa, no hay que entender una determinada escuela o corriente filosófica. De lo que se trata es de afirmar que la realidad y la verdad trascienden lo fáctico y lo empírico. El gran desafío para el pensamiento es hoy ir del fenómeno al fundamento.
Tras los excesos de la soberbia racionalista, que engendraron las nuevas tendencias nihilistas, la fe y la razón deben reanudar su diálogo. La nueva confrontación consiste, como en los tiempos de Agustín o de Tomás, en conciliar la secularidad con las exigencias del Evangelio, sustrayéndose así a la tendencia innatural de despreciar el mundo y sus valores (el nihilismo), pero sin eludir las exigencias supremas e inflexibles del orden sobrenatural.
Estamos pues ante un planteo de fondo, una amplia estrategia que afronta al nuevo siglo con un acto de confianza en esa racionalidad de la cual todos parecen desconfiar. La encíclica no dice nada que sea radicalmente inédito en el Magisterio, pero lo dice frente a una coyuntura inédita, un fin de siglo desesperanzado que sólo atina a depositar su fe en la tecnología.
Sin duda, estamos ante un documento de enorme proyección. Reflexionar sus propuestas nos ayudará a entender qué espera la Iglesia de nosotros, propagadores de la Buena Nueva, que siempre es nueva.
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«Porque creer es entender, descreer es no entender. Porque la razón no se acerca a la verdad, pero la inteligencia es poderosa, y, una vez conducida por la razón hasta las puertas, tiene la capacidad de acercarse a la verdad. Entonces abrazando con la intelección todas las cosas y viendo que están de acuerdo con lo que la razón explica, cree y descansa en esta bella fe.»