La actuación diplomática de la Santa Sede, ante las crisis que desde hace años amenazan la paz regional y mundial, debe ser objeto de una permanente reflexión a la luz de criterios no sólo políticos sino, sobre todo, evangélicos.
El cardenal Pietro Parolin ha caracterizado recientemente el espíritu que orienta a la Iglesia ante tales situaciones como una “neutralidad positiva”. “Neutralidad”, porque la Iglesia procura no dejarse cooptar por ninguna de las partes enfrentadas, sino que asume una actitud de escucha de todos los involucrados, con el fin de discernir áreas de posible consenso, quizás periféricas, pero que permitan avanzar gradualmente hacia la resolución de las diferencias de fondo. No se trata, pues, de una neutralidad de carácter ético, sino de un modo de desempeñar un rol de mediación, al menos en el sentido de facilitar el acercamiento de las partes, siempre al servicio de un fin positivo, el logro de una paz justa. En este marco, es posible entender los recurrentes llamados al diálogo, aun cuando éste, en los hechos, sea improbable.
Hay también otras razones que pueden recomendar esta “neutralidad positiva”. La diplomacia requiere siempre de una mirada amplia, ya que en la posición ante cada conflicto en particular pueden ponerse en peligro equilibrios de alcances más vastos que también deben ser contemplados. Finalmente, la prudencia exige no agravar inútilmente el sufrimiento de los pueblos, que son las primeras víctimas de la violencia, la opresión y las persecuciones por parte de autoridades inescrupulosas. Estas consideraciones comportan inevitablemente constricciones a la libertad de expresión y de acción de la Iglesia, una “ética de la responsabilidad” fundada en la consideración de las consecuencias de las propias decisiones.
El problema de la “neutralidad positiva” surge cuando ya no se trata de conflictos que admiten una variedad de lecturas, y en donde la verdad y el error, el bien y el mal, están repartidos, sino de situaciones donde las partes están separadas por claras fronteras éticas. Rusia es un Estado invasor que quiere quedarse con territorios en disputa con Ucrania, otro Estado soberano reconocido por la comunidad internacional, y lo hace perpetrando sin ningún escrúpulo crímenes de guerra contra la población civil indefensa. El régimen nicaragüense de Daniel Ortega ha encarcelado a todos los líderes de la oposición y persigue sistemáticamente a la Iglesia católica, que con gran valentía se opone a sus designios. En Venezuela, Nicolás Maduro −quien desde hace años retiene centenares de presos políticos en centros de detención y tortura clandestinos− y su segundo, Diosdado Cabello −exmilitar vinculado a la corrupción, el lavado de dinero y el narcotráfico− acaban de cometer un bochornoso fraude electoral, y buscan afianzarse en el poder encarcelando a los dirigentes del partido consagrado por las urnas, mientras reprimen brutalmente las protestas callejeras con el apoyo de fuerzas policiales, militares y parapoliciales.
En estos casos, la neutralidad diplomática se vuelve difícil de distinguir de una neutralidad ética, y cualquier negociación en tales condiciones contamina la “positividad” de los fines procurados. Por su parte, el llamado al diálogo se torna inadecuado e incluso perjudicial, porque pone inevitablemente en un mismo plano a la víctima y al victimario, abstrayéndose de las causas reales del conflicto. Resulta incluso imposible imaginar el diálogo con un interlocutor de mala fe, con lo cual tal invitación parece, más que una propuesta real, una manera de disimular la falta de propuestas relevantes.
Las Iglesias locales han tenido, por regla general, posiciones más claras que la Santa Sede en lo que se refiere a la situación de sus respectivos países, como muestran los casos de Bolivia, Nicaragua y, ahora, Venezuela. Esto puede explicarse, en parte, por el hecho de que la responsabilidad de la Santa Sede tiene alcance universal y, por lo tanto, sin dejar de brindar su apoyo a los episcopados involucrados, puede verse obligada a contemplar necesidades más amplias, como ya hemos dicho. Sin embargo, no hay razón para pensar que esto constituya una regla invariable. En el caso argentino, durante la dictadura militar, fueron los papas, tanto Pablo VI como Juan Pablo II, quienes exhortaron a los obispos locales a una actitud más decidida frente a los crímenes de lesa humanidad.
En Venezuela, en cambio, los obispos se han manifestado con gran firmeza reclamando la exhibición de las actas que probarían el triunfo proclamado por el actual Presidente. Es cierto que la Santa Sede se ha adherido a ese reclamo, y lo ha hecho con una remisión formal a lo dicho por las autoridades eclesiásticas locales en su comunicado, sin pronunciarse con palabras propias. En este sentido, no es posible omitir la referencia al serio agravio infligido a los cristianos en la apertura de los juegos olímpicos de París con la parodia sobre la Última Cena. También en este caso, la reacción del Vaticano demoró varios días y fue desalentadoramente cauta, sumiendo a muchos fieles en la tristeza y la perplejidad. Según un vaticanista de clara simpatía por Francisco, John Allen Jr., la decisión de decir “algo” fue forzada por la necesidad de no desairar una iniciativa de Recep Tayyip Erdogan, el presidente (musulmán) de Turquía.
La evaluación del rol internacional de la Santa Sede sólo puede dar lugar a juicios condicionales, porque la diplomacia suele tener sus misterios, ya que por su misma naturaleza es una actividad que incluye tanto aspectos públicos como reservados, de modo que los observadores externos difícilmente disponen de toda la información relevante. Pero, también es probable que existan factores explicativos de otra naturaleza.
Uno de ellos es la preocupación del actual pontificado por su imagen, en lo que respecta a su cercanía con los movimientos sociales y regímenes que se adjudican su representación en Latinoamérica. Los resultados de esta política, es preciso reconocer, no han sido significativos, sea que se piense en los encuentros con Raúl Castro, con Evo Morales o con Nicolás Maduro, quien no ha vacilado en burlar los buenos oficios del Vaticano para ganar tiempo y hacerse de todos los resortes del poder, incluso con anterioridad a las últimas elecciones.
También puede haber una evaluación demasiado optimista del peso diplomático del Vaticano para mediar en conflictos internacionales, que hoy es escaso y en franca declinación, y que no debe confundirse con la popularidad personal del Sumo Pontífice. Por esa razón, pese a todos sus esfuerzos, no ha podido influir en el desarrollo de la guerra en Ucrania ni en el Medio Oriente.
Quizás esté llegando el momento de que la Santa Sede deba revisar los criterios de su actividad diplomática. Nada puede afectar más la autoridad de la Iglesia que la combinación de profecía exaltada en algunos temas y silencios clamorosos en otros, que generan una impresión de inconsistencia e imprevisibilidad. En particular, habrá que evaluar el modo de articular la “neutralidad positiva” con aquello que constituye su misión más propia y la contribución más específica a la solución de los graves conflictos internacionales del presente: dar un claro testimonio de la verdad evangélica, con prudencia y sentido de responsabilidad, sin dejar de tender puentes cuando es posible, pero sin someterse a un cálculo demasiado humano de las posibles consecuencias ni caer en un pragmatismo de los medios que contamine el valor de los fines.