Antes de la creación del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas), por iniciativa del Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1947, Bernardo A. Houssay, la Argentina no contaba con una comunidad científica como la de los países más adelantados. Quienes tenían vocación por la ciencia, la desarrollaban en unas pocas universidades públicas con magros recursos o en instituciones que les otorgaban becas. Houssay investigaba en el Instituto de Fisiología de la Facultad de Medicina (UBA), el más activo de la ciudad, que llegó a dirigir. Su discípulo Luis F. Leloir, luego Premio Nobel de Química (en 1970), en su juventud tuvo que emigrar varias veces por la inestabilidad de los ámbitos en donde investigaba.
LA CARRERA DEL INVESTIGADOR CIENTÍFICO
Esta lamentable realidad, en un país que a principios del siglo XX era de los más avanzados, llevó a Houssay a proponer la creación del CONICET. Su iniciativa se aprobó en 1958, bajo el gobierno de Pedro Eugenio Aramburu. Houssay presidió el organismo hasta su muerte en 1971, con objetivos que pudo ver cumplidos. El primero, la creación de la carrera del investigador científico, con dedicación exclusiva, estableciendo un escalafón para que los más destacados –evaluados por expertos– fueran los mejor remunerados. Los países que poseían estas carreras lograban desarrollos científicos que llegaban a las industrias, generando crecimiento económico. Houssay sostenía que la investigación era una profesión y que se debía vivir de ella. Por eso quienes ingresaban a la mencionada carrera recibían buenos salarios.
Así, a comienzos de la década del ‘60, la Argentina tenía centenares de científicos calificados que investigaban en universidades. Hoy son más de 11.800, con casi igual cantidad de becarios de doctorado y postdoctorado, además de 2.900 técnicos y profesionales de apoyo a la investigación. Sin esta carrera, que se instituyó en 1961, los científicos abandonaban su vocación o emigraban; en el mejor de los casos tenían una beca temporaria.
INVESTIGACIÓN BÁSICA Y APLICADA EN LAS UNIVERSIDADES
La otra preocupación de Houssay era que en las universidades no se realizaban investigaciones científicas, por lo que consideraba que eran meras escuelas técnicas. Los profesores, decía, tienen que investigar. Para ello las universidades debían recibir recursos del CONICET para proyectos de investigación innovadores. Así se hizo inicialmente, aunque tras la muerte de Houssay se atravesaron momentos de crisis y de desinterés, y los salarios científicos se redujeron. El presupuesto oficial de ciencia y tecnología es hoy de $ 500 mil millones, con los que se financia una gran parte de la producción científica nacional, aunque los salarios no recuperaron los altos valores iniciales. Actualmente el país tiene 94.000 investigadores; una cuarta parte pertenece al CONICET y casi las tres cuartas partes restantes a las universidades nacionales. Los resultados de las investigaciones se publican en revistas científicas internacionales: 42 artículos por cada 100 investigadores son de científicos del CONICET, y 16 por cada 100 de las universidades. Aunque en el CONICET hay menos investigadores, el mayor número de publicaciones muestra la excelencia de sus trabajos.
En los años ‘60, la OCDE (Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos) veía que la inversión en investigación y desarrollo (I+D), o sea la inversión en conocimiento científico, generaba el desarrollo de las principales economías del mundo. Por ello reunió a estadísticos en Villa Falconieri de Frascati, Italia (1963), que definieron cómo medir dicha inversión a través del Manual de Frascati; en 1996 la OCDE acuñó el término “economía del conocimiento”.
El Manual de Frascati define a la I+D como la Investigación básica y aplicada que se realiza en universidades e instituciones científicas, más el Desarrollo experimental que ejecutan las industrias cuando reciben conocimientos científicos para producir. La investigación básica se origina en la curiosidad por conocer algo, sin pensar en la aplicación que ese conocimiento pueda tener. Cuando se observa que puede haber una aplicación, el científico avanza para obtener un resultado. Aquí es cuando la ciencia básica y aplicada transfiere su conocimiento a la industria para que logre un producto innovador. Es la relación universidad-empresa, que permite obtener mayor valor agregado, esencial para el crecimiento económico de un país.
EL ROL DEL ESTADO Y LAS FUNDACIONES
No es común que las empresas –salvo algunas multinacionales– financien las primeras etapas del conocimiento científico, es decir, la investigación básica y aplicada. Ellas costean el desarrollo experimental que conduce a un producto innovador. De allí que el Estado y las fundaciones –ambos sectores sin fines de lucro– proveen los recursos para esas primeras etapas, teniendo en cuenta que no siempre se llega al objetivo deseado. Pero sin investigación básica y aplicada no hay desarrollo experimental.
En Brasil, primera economía de la región, el Estado y las fundaciones invierten en investigación básica y aplicada el 56,8% del total que se destina a I+D, y las empresas el 43,2%. En los Estados Unidos, la mayor economía mundial, las empresas invierten más del 60%, y el gobierno, universidades y fundaciones, el resto. En la Argentina la industria invierte sólo algo más del 20%, situación que el Banco Mundial criticó al señalar “la muy baja inversión de las empresas argentinas en I+D, su escasa cultura innovadora”. No obstante, el CONICET informa que en todo su historial presentó 1.116 solicitudes de patentes, desde 1971 hasta 2020. La inversión pública en nuestro país creció pero el aporte empresario es muy bajo, entre otras razones porque la industria no demanda mayormente conocimientos para competir pues está protegida por muy altos aranceles para las importaciones. En efecto, tiene un mercado cautivo por la diferencia de precios entre un producto nacional de menor calidad y uno importado de mayor calidad y precio. Reducida la innovación, la producción se debilita y caen los empleos y el salario. La Argentina todavía exporta mayormente bajo valor agregado.
Mucho antes de la creación del CONICET, Houssay fomentaba la creación de fundaciones para que la ciencia no dependiera sólo del Estado. Un ejemplo fue el de Leloir, cuando en 1946 supo que Houssay lo había elegido para presidir un instituto de investigación bioquímica, sostenido por la Fundación Campomar, creada por iniciativa de Jaime Campomar, uno de los dueños de la empresa textil homónima. Durante muchos años la fundación sostuvo sus trabajos y los de sus científicos, en su mayoría miembros de la carrera del investigador del CONICET. Cuando la empresa textil quebró, la Fundación Campomar quedó sin fondos. Entonces Leloir abrió una oficina de fundraising (desarrollo de fondos) para gestionar donaciones. Con lo obtenido, la Fundación Campomar continuó financiando las investigaciones y hasta pudo construir un moderno laboratorio en Parque Centenario que Leloir alcanzó a inaugurar en 1985. En los Estados Unidos, las universidades también recaudan donaciones que obtienen los fundraisers.
CONCLUSIÓN
La propuesta de Javier Milei, si accede a la presidencia, de cerrar el CONICET y privatizar la ciencia, es inviable. Las empresas no podrían hacerse cargo de coordinar y conducir la dimensión nacional que tiene la ciencia. Ningún país lo ha hecho, ni siquiera los más desarrollados. La Argentina, además, tiene pocas empresas en comparación con los países avanzados, y las industrias que podrían invertir en conocimiento también son pocas y mayormente de reducido tamaño.
La creación del CONICET y su continuidad constituyó una política de Estado pues ningún gobierno sugirió cerrarlo. Lo que sí debe observarse es la inversión en I+D que realizan, en cada país, el gobierno y las empresas. Esa relación debe mejorarse en la Argentina. En los Estados Unidos es mayor el aporte de las empresas, pues reciben de las universidades e instituciones muchos conocimientos con los que logran innovaciones exportables con mayor valor agregado.
Otros aspectos deberían tenerse en cuenta en el CONICET. Houssay sostenía la importancia de destinar recursos a universidades e instituciones existentes, para ahorrar costos de estructuras edilicias. Invertir en ladrillos, decía, equivalía a hacerlo en escritorios, máquinas de escribir, más gente, secretarias, etcétera. Por ello el CONICET no comenzó construyendo institutos como lo hizo desacertadamente después.
También es necesario que el CONICET evalúe el destino de sus fondos. Los que se aplican a I+D son inversiones con importantes beneficios, por las regalías empresarias y el consecuente crecimiento económico y social del país. El ex ministro de Ciencia, Lino Barañao, recientemente afirmó que el CONICET debe generar mayor difusión de los avances científicos que se logran a través de sus investigadores, por el impacto que tienen en el país y en el mundo. Se trata de fortalecer, dijo, y no de aniquilar o destruir.
Houssay afirmaba: “Los países son ricos porque investigan y no es que investigan porque son ricos”. Científicos buenos tenemos. La Argentina es el país de Iberoamérica que obtuvo más premios Nobel en ciencias: Houssay, Leloir y César Milstein. Lo que nos falta es aprovechar el conocimiento para crecer, es decir, implementar una verdadera economía del conocimiento como sostenía la OCDE hace más de medio siglo. Ya Einstein predecía: “Los imperios del futuro se construirán sobre el conocimiento”.
Arturo Prins es Director Ejecutivo de la Fundación Sales