“¿Quiénes somos?”. Así comienza el artículo publicado por el politólogo e historiador Samuel P. Huntington poco después del atentado del 11 de septiembre. Hoy, esta pregunta sigue (pre)ocupándonos más que nunca.
La globalización y el desdibujamiento de las fronteras producto de las redes sociales ha generado que individuos de distintas regiones del mundo puedan comunicarse con la misma facilidad con que lo hacemos con nuestros vecinos. Esto posibilitó que personas de diferentes países pudiesen identificarse como parte de un mismo grupo o –lo que es aún más complejo– que una persona pasara a formar parte de muchos grupos distintos. Así, yo puedo ser hincha del Manchester City, tener un grupo de ajedrez con gente de Rusia y compartir ideales con el partido de izquierda chileno.
Sumado a este fenómeno, nos encontramos con una creciente economización del vínculo social producto de la dinámica “libre mercado”, de acuerdo con la cual, cada vez más, el otro sólo aparece en cuanto es funcional a mis intereses económicos. Paralelamente, la diversidad se exalta al punto de llevarnos a tener que ser diferentes, sumiéndonos en un proceso de individuación en el que cada uno es una isla solitaria que no quiere ni debe relacionarse con su entorno. Algo así como el capítulo “15 millones de créditos” de Black Mirror. Slogans tales cómo “Se tú mismo”, “Nadie te conoce mejor que vos” o “Sé vos” resaltan esta dinámica.
El progresismo demócrata en los Estados Unidos, por ejemplo, ha estado poniendo su foco principalmente en la lucha de los sectores percibidos como marginalizados –negros, inmigrantes, mujeres, la comunidad LGTB, entre otros–. La propagación de identidades autopercibidas como diferentes a su entorno comienza a fraccionar a las sociedades en compartimentos cada vez más pequeños y herméticos.
Estas dos tendencias –la posibilidad de identificarme con grupos de distintas regiones del mundo y la exaltación de mi ser diferente– comienzan a generar lo que yo creo es una “náusea identitaria” en los individuos. Ya no sabemos qué significa ser “yo mismo”, si al mismo tiempo formo parte de un club del norte de Inglaterra, soy miembro de la comunidad LGTB y simpatizante de Putin. Y eso que no he hablado de religiones. Los universos simbólicos de cada grupo se superponen con consignas a menudo contradictorias y ya no sabemos de dónde agarrarnos.
No es que el autor esté en contra de las distintas opiniones o pareceres que uno pueda tener sobre diversos temas; al final, de eso se trata la vida. Pero tal como dice Francis Fukuyama en su libro Identity, “el problema con el expansivo entendimiento de la autonomía individual es que no todos son superhombres nietzscheanos buscando revaluar sus valores. Los seres humanos son intensas criaturas sociales cuyas inclinaciones emocionales los llevan a querer conformarse con las normas que los rodean. Cuando un compartido y estable horizonte moral desaparece y es reemplazado por una cacofonía de sistemas de valores competitivos, la vasta mayoría de las personas no se regocija de su recién descubierta libertad de elección. Por el contrario, sienten una intensa inseguridad y alienación porque no saben cuál es su verdadero yo”.
Estas personas, que no buscan reconocerse como un colectivo diferente al de sus compatriotas, miran con rechazo el surgimiento de comunidades que buscan apropiarse de valores y características y tratan de hacerlos partícipes de sus reclamos y sus luchas sólo por compartir las cualidades fundantes del gueto (ser negro, ser gay, ser descendiente de indígenas, etc.). Es así que ser negro y estar en contra de banalizar la estatua de Churchill durante el Black Lives Matter es una traición al movimiento y a tu “identidad”. Estos grupos o guetos buscan diferenciarse del resto de la población, y adoptan valores que únicamente ellos representan o entienden, considerando su historia como una historia única, sólo explicable desde su realidad de marginados, o diferentes.
Así fue como, por ejemplo, en marzo de 2017, la Whitney Museum of American Art de Nueva York pidió que se retirara el cuadro “Open Casket”, de la pintora Dana Schutz. El cuadro se inspiró en una foto tomada en 1955 de un niño que había sido brutalmente asesinado por coquetear con una mujer blanca. Debido a que representaba el sufrimiento de los negros siendo ella una artista blanca, se la acusó de apropiación cultural y de no tener derecho a evocar temas de la comunidad afrodescendiente. Hubo incluso quienes pidieron que se destruyera la obra. Lo irónico es que fue la misma madre quien, durante el velatorio del niño, de 14 años, pidió que se mantuviera abierto el cajón para que se le hiciera una foto y se viralizara la brutalidad hacia su hijo.
La necesidad de estos grupos de compartimentarse e identificarse como unidades únicas e incuestionables (al menos por quienes están fuera de la comunidad) ha comenzado a generar que muchísimas personas que, pudiendo formar parte de estas comunidades por sus cualidades, al no compartir todas las luchas y reclamos de estos grupos, se molesten de la apropiación por parte de estos de sus voces y pensamientos. Así, ser homosexual y estar en contra de la agenda LGTBQ+ parece ser una traición, una ridiculez inadmisible.
El fenómeno de identidades que buscan compartimentarse excluyendo a todos los que no comparten su historia o características, buscando homogeneizar a quienes así lo hacen, podría explicar parcialmente el resurgimiento de nacionalismos, que funcionan en parte como puntos de anclaje de universos simbólicos en un mundo tan difuso y diverso. En ellos se “simplifica” la cuestión de la identidad ya que, por un lado, permite más apertura dentro de su espectro y, por otro, presenta una dinámica amigo-enemigo claramente identificable, en la cual la cuestión del “yo” está resumida por los valores que acepto al formar parte del conjunto.
¿Quiénes somos? La pregunta queda resonando e interpela a los Estados modernos. Cómo pueden generar un nuevo universo de significados comunes capaces de dar respuesta a nuestra naturaleza gregaria y a nuestra necesidad de identidad compartida y, a la vez, ofrecer la apertura que exige un mundo multicultural y diverso. En otras palabras, cómo lograr que las palabras “patria” o “nación” engloben a las distintas comunidades que la conforman sin eliminar, por eso, las particularidades de cada grupo.
Antonio López Llovet es politólogo