El conocimiento de los abusos sexuales a menores por parte de sacerdotes de la Iglesia Católica ocasionó una crisis eclesial inédita. Los fieles oscilan entre la incredulidad y la ira, la vergüenza, la tristeza y la desilusión. En algunos países tradicionalmente católicos aumentaron las apostasías, la falta de confianza en los obispos, el abandono de las prácticas religiosas y hasta el debilitamiento de la fe. Las miradas críticas hacia las autoridades transmiten la sensación de que no hacen lo que se debería o lo hacen insuficientemente. El Director del Centro de Protección de Menores (Ceprome), presbítero Daniel Portillo, declaró que, por sus efectos, esta situación puede ser considerada un segundo cisma que afronta la Iglesia después de la Reforma de Lutero.
Ha sido la intervención decidida del Papa Francisco la que, siguiendo la línea ya iniciada por Benedicto XVI, posibilitó que se afrontara el problema en su real dimensión. Él mismo lo testimonia en su discurso final durante el Encuentro con los Presidentes de las Conferencias Episcopales de todo el mundo en febrero del año 2019: “Nuestro trabajo nos ha llevado a reconocer, una vez más, que la gravedad de la plaga de los abusos sexuales a menores es por desgracia un fenómeno históricamente difuso en todas las culturas y sociedades. Sólo de manera relativamente reciente ha sido objeto de estudios sistemáticos, gracias a un cambio de sensibilidad de la opinión pública sobre un problema que antes se consideraba un tabú, es decir, que todos sabían de su existencia, pero del que nadie hablaba”.
Hablar es el primer paso para reconocer la existencia de algo y trabajar en su prevención. La pandemia de COVID-19 que aún estamos transitando demostró que, aceptada la existencia del peligro, para su prevención debemos conocerlo: la secuencia de su ADN, el modo en que se transmite y se instala en un huésped susceptible y cómo se produce el contagio.
La investigación del ADN de los abusos revela que en su génesis intervienen situaciones históricas, organizacionales, psicológicas y situacionales y no basta su atribución a algunos casos psicopatológicos, que existen y son de público conocimiento. Limitarnos a culpar a los acusados alienta la teoría de que apartándolos del ministerio y castigándolos, se termina con el problema. Esa posición desconoce los factores contextuales sin cuya modificación las instituciones clericales seguirán siendo tierra fértil para la aparición de otras conductas abusivas.
Por otra parte, deja sin explicación que los niños, a quienes Jesús amó especialmente, se conviertan en objeto de abuso por parte de quienes están a cargo de su formación espiritual.
Una mirada a la historia de la humanidad nos revela que los niños siempre han sufrido todo tipo de abusos y maltratos. Sólo fueron reconocidos como sujetos de derecho fundados en la dignidad de la persona humana en el siglo XX, a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Desde entonces numerosas instituciones se dedican a la protección de la infancia. El Documentado al cual mayor número de países han adherido es la Convención de los Derechos del Niño, con 54 artículos dirigidos a proteger su derecho a vivir una vida libre de violencia, cualquiera sea su etnia, religión o condición social. La Argentina lo ratificó en 1990 y en 1994 le otorgó rango constitucional tras el Pacto de Olivos. Desde entonces el Estado argentino está obligado a garantizar todos los derechos establecidos en la Convención a todos los niños, niñas y adolescentes que viven en nuestro país. Por su parte, UNICEF calificó el abuso sexual infantil como maltrato y violencia infantil, considerándolo un delito de causa penal.
La Iglesia católicasiempre ha condenado los abusos infantiles, aunque su práctica fue conocida y tolerada desde los comienzos del cristianismo. Sin embargo, fue la sociedad civil a través del periodismo la que en 2002, desde Boston, sacó el tema a la luz, obligando a derribar las fronteras hasta entonces inexpugnables de los secretos eclesiales.
A partir de entonces el papa Francisco toma la decisión de crear en la Universidad Gregoriana el Centro de Protección de la Infancia que preside hasta la actualidad el jesuita alemán Hans Zollner, con el mandato expreso de realizar todas las acciones necesarias para detener la existencia de abusos. Desde esa institución, numerosos documentos han dado las normas básicas para que esas acciones se lleven a cabo de manera eficaz. En su carta apostólica Vos estis lux mundis, el Papa deja plasmadas las líneas que definen con claridad un cambio de paradigma en el enfoque de la situación, pasando de la defensa de la imagen de la Iglesia a la protección de los niños, niñas y adultos vulnerables. Pero lo que aclaran los documentos no se refleja en la realidad.
Las normas se cumplen en forma desigual en los distintos países y diócesis y su avance es suficientemente lento como para que parezca que nada cambió. El cambio cultural clerical implica, entre otras cosas, superar la habitual indiferencia del clero ante las leyes civiles y también eclesiásticas. Su cumplimiento efectivo exige atención, tiempo, seguimiento, supervisiones y control social. En una comunidad sana los problemas se detectan y corrigen desde dentro, antes de que los marquen desde afuera. Para eso hace falta que circule información clara y precisa. Los fieles tienen derecho a conocer lo que ocurre en la Iglesia a la que pertenecen.
Las grandes resistencias a la información se justifican en el temor de que la insistencia en la prevención de abusos genere un clima de paranoia que resulte en falsas acusaciones. Para no correr riesgos se ignoran las sospechas, dejando el camino liberado para que los procesos abusivos sigan sus curso y nuevas víctimas sufran las consecuencias.
Los centros de recepción de denuncias, debidamente capacitados, establecen criterios precisos para juzgar la credibilidad de las mismas, desechando los casos inconsistentes o dictados por apreciaciones subjetivas, que pueden dar lugar a condenar a un sacerdote ante la opinión pública por situaciones malinterpretadas o maliciosas. De allí la importancia de que las comunidades sepan con exactitud a quién dirigirse ante la aparición de sospechas y no se divulguen informaciones a nivel de habladuría que perjudiquen la vida de un sacerdote inocente. Y para eso también es fundamental que los centros de escucha difundan los modos y lugares para contactarlos a través de distintos medios.
El debate franco y abierto trae oxígeno a estructuras que estaban anquilosadas en una postura cerrada y defensiva. La colaboración de los laicos es de exigencia ineludible porque de una crisis no se sale sin la ayuda de otros.
Mientras la sociedad civil pone el énfasis en la violencia y el maltrato como contexto generador de agresiones hacia los niños, la Iglesia define el abuso sexual infantil como un abuso de poder en lenguaje sexual, y lo engloba en una triada junto al abuso de autoridad y el abuso de conciencia, dirigiendo sus acciones preventivas a los factores que neutralicen la perversión del poder. La propuesta de una organización más sinodal de las estructuras clericales apunta a ese objetivo.
Aunque las tres categorías están constitutivamente enlazadas y funcionalmente retroalimentadas, parece conveniente distinguir las características de cada una de ellas y preguntarse si todo abuso de autoridad o de intromisión en las conductas de los fieles termina inexorablemente en abuso sexual y, además, de menores.
El poder y el sexo son dos fuerzas que movilizan el movimiento de la vida pero es de sana reflexión distinguirlas en su inextricable vinculación. Confundirlas al analizarlas reforzaría la confusión que actúa en el abusador sexual. El tema de la sexualidad y su participación en los abusos infantiles parece seguir relegado a algunas consideraciones generales y minimizado detrás de las correctas consideraciones sobre el poder. Esta postura limita el análisis más profundo sobre las condiciones en que hoy se produce el desarrollo psicosexual de los seminaristas, y las condiciones en que se exige el celibato obligatorio.
Si bien el celibato no es la causa de los abusos sexuales, cuando se acepta por obligación predispone a estados anímicos que contribuyen al desbalance de la conducta cuando las oportunidades lo posibilitan. Por otra parte, atrae a personalidades con dificultades para afrontar una vida sexual adulta, como lo demuestra el hecho de que los abusos sean habitualmente con adolescentes jóvenes. Difícilmente quienes se consagran a partir de un amor emocionalmente maduro a Dios y a la humanidad lleguen a abusar sexualmente de un menor.
Los laicos estamos llamados a salir del escándalo a la responsabilidad y trabajar desde el lugar de cada uno para desenmascarar las paradojas de una cultura que acusa mientras fomenta lo mismo que condena. Dice defender a los niños mientras que, desde las disposiciones de algunas empresas, con la contribución de la publicidad y los medios, se erotiza cada vez más a la infancia. Por otra parte, la pornografía habita en los celulares de los padres de familia y el abandono de la formación de los adolescentes se disfraza de permisividad indolente. La impunidad es la norma ante conductas infractoras. El buen trato ha sido reemplazado por la interacción violenta generalizada, expresada en el lenguaje y en los gestos. Esta sociedad no ayuda a los niños a defenderse de los abusos porque los abusa naturalizadamente.
La decisión de la Iglesia necesita de la comunión entre todos para proteger a los niños, puestos por Jesús como la vara para medir la posibilidad de entrar en el Reino.