La primera vez que escuché hablar de plantas maestras fue en una de las oscuras aulas de la abadía de Belgrano, sobre la calle Gorostiaga. Tenía 22 años, acababa de volver de mochilear por Bolivia y Perú y me había anotado en un curso sobre pueblos originarios, con el imaginario encendido de ruinas incas, la luminosidad del tahuantinsuyo y la fugaz monumentalidad de ese imperio creado en menos de 200 años. El profesor del curso era Carlos Martínez Sarasola, escritor y antropólogo que llevaba 20 años con indígenas de la Argentina.

Fue en una de las últimas clases cuando Carlos empezó a hablar sobre plantas maestras. Contó que para muchos de los pueblos de la antigüedad, éstas servían como puentes a los dioses, como guía para sus gobernantes hacia el camino de lo correcto.

– Está hablando de drogas como la Ayahuasca, ¿no? – pregunté, queriendo mostrar que sabía algo del tema. Carlos se frenó en seco. Sus ojos parecieron indignarse y luego se pusieron tristes. Recuerdo que me respondió:

-Estas no son drogas. Las drogas se usan para escapar de uno. Los indígenas usan y usaron estas plantas para encontrarse con ellos mismos, con la divinidad adentro suyo, con todas sus luces y sus sombras. Son plantas para comulgar con dios.

La segunda vez que escuché hablar de plantas maestras fue en mi cuarto en un departamento de Libertador y Callao, mientras leía sobre cómo curar la depresión. Tenía 26 años y llevaba casi dos sumido en ella. Los antidepresivos entumecían la tristeza junto a cualquier otra emoción, lo suficiente como para ser funcional y poder trabajar, mientras una psicología conductual y un psiquiatra de Recoleta daban lo mejor que su paradigma podía ofrecer, pero aun así la mayoría de los días no tenía ganas de despertar (que no es lo mismo que querer morir, pero está bastante cerca). Cuando uno no tiene nada por perder, está dispuesto a probar cualquier cosa, así que hice uso de mi mayor talento: investigar en internet.

Aprendí sobre la flora bacteriana y cómo influencia nuestro ánimo, sobre el agua fría y la producción de hormonas, sobre estar al sol y dormir bien. Recuerdo la primera vez que escuché a Roland Griffiths, director Psiquiatría y Neurociencia en Johns Hopkins, describir su último estudio: una sola dosis de hongos de psilocibina había logrado eliminar los síntomas de depresión en el 80% de los pacientes estudiados, por al menos dos años. Eso representa un índice de éxito cuatro veces mayor al de los tratamientos con los antidepresivos más efectivos. El estudio no había encontrado ningún efecto colateral significativo, algo inexistente en la medicina psiquiátrica occidental, que genera un desbalance importante hormonal y de neurotransmisores. 

Antes de leer ese estudio, lo único que sabía de los hongos de psilocibina u “hongos mágicos” era que había personas que viajaban a Ámsterdam para “malflashear” con ellos en alguna plaza. Griffiths explicó en un video el concepto de set y setting: cómo en una experiencia psicodélica la intención del individuo y el ambiente que lo rodea se vuelven parte intrínseca del proceso. Había un protocolo estricto y meticuloso sobre cómo consumir estos hongos, semanas de preparación y meses de trabajo posterior a la experiencia para que ésta surtiera su efecto terapéutico.

“Llamativamente –decía Griffith en una de las muchas entrevistas que vi–, pareciera ser que un requisito excluyente para que haya efecto terapéutico, es que la sesión genere una experiencia mística en los pacientes. Con el set y setting apropiados, pareciera ocurrir la mayoría de las veces”. En YouTube encontré testimonios de los pacientes, tanto ateos como religiosos, hablando de la presencia divina que habían experimentado y cómo esto había modificado radicalmente su percepción sobre la vida. Hablaban de este cambio en su cosmovisión dos años después de haber tomado los hongos. “Me atrevo a hipotetizar –concluía Griffiths frente a miembros de una asociación psiquiátrica norteamericana– que gran parte de lo que cura es la obtención de una dimensión espiritual”.

Fue entonces que recordé a Carlos bajo los arcos del aula de la abadía, hablando de las plantas maestras. Seguí investigando y descubrí que muchos pueblos indígenas de México habían usado hongos de psilocibina durante milenios como uno de sus sacramentos principales. Pocos días después, había logrado conseguir hongos que un amigo cultivaba para tomar en fiestas de música electrónica.

El problema era que el asunto me aterraba. Las únicas drogas que había probado eran el azúcar, el alcohol y la marihuana, y la idea de un psicodélico me espantaba. No podía concebir la posibilidad de perder el control de mi mente, explorar las profundidades de mi inconsciente y adentrarme en un reino que asociaba, por todo lo que me habían dicho los medios y las películas, con la locura y lo traumático, pero como dije, ya no tenía mucho por perder. Así que pasé tres meses con esos hongos en mi estante, preparándome. Leí libros sobre terapia con psicodélicos y vi horas y horas de videos del equipo de John Hopkins explicando los procedimientos, las dosis, la forma de integrar la experiencia, cómo crear un ambiente ceremonial que me protegiera durante el descenso al inconsciente. 

Tomé mi primera dosis un sábado a las once de la mañana, en ayunas. Había limpiado y ordenado mi cuarto todo lo posible. Tenía mantas para meditar en el piso, dos litros de agua, frutas cortadas y la cama lista para meterme dentro en el momento más intenso de la experiencia. Las luces estaban apagadas y las persianas cerradas, según las recomendaciones para evitar distracciones sensoriales. La experiencia debía ser interna. Mi parlante reproducía una lista armada por el propio Griffith para la terapia, mezcla de música clásica y sonidos de la naturaleza. Mastiqué los dos gramos de hongos como subiendo una montaña rusa y prendí un sahumerio.

Es difícil describir lo que pasó, y nunca alcanzan las palabras, pero lo intentaré. Después de unos minutos de fenómenos sensoriales, el cuerpo volviéndose más ligero y luego pesado, y la música acariciando mi piel, los pensamientos comenzaron a distorsionarse, como en los momentos antes de quedarme dormido, en que la consciencia se desdibuja. Una nota musical se volvía una imagen que llevaba a un recuerdo y mis sentidos y pensamientos comenzaban a entretejerse de manera indistinguible, conformando una experiencia única y desconocida, una manera nueva de pensar, un trance vivencial que lentamente adquiría una narrativa, un sentido.

Me invadió un cansancio enorme y necesité acostarme en la cama. En cuanto lo hice y volví a cerrar los ojos, apareció la visión nítida de un recuerdo: tres compañeros sosteniendo mi cara a los ocho años contra el piso rojo del patio de la escuela primaria. Sentí mi cachete raspando contra el asfalto caliente hasta sangrar y me inundó todo lo que sentía ese Francisco cada vez que eso pasaba, una rabia y una impotencia inmensas. Me invadió la sensación de que yo no valía nada y que nadie me quería ni me querría. Pasé varios minutos contemplando esa escena, de cuclillas frente al recuerdo vívido que había olvidado por completo, hasta que escuché una voz en mi interior:

-¿Por qué recordás esto?

Esta voz sonaba como mi voz, pero distinta, con otra superpuesta detrás. Yo respondí, no sé si en voz alta o para mis adentros, que había algo en ese patio del colegio que no podía soltar. La voz que sonaba como mi voz y a la vez como la de una madre imposiblemente dulce, respondió:

-No tenés por qué estar acá. Todo esto fue hace mucho tiempo. ¿Por qué recordás esto?

-Creo que es porque quise quererlos y no me dejaron. Vuelvo acá porque quiero querer a alguien… quisiera haber tenido gente a quien querer. Perdón… no puedo soltar eso. No sé cómo.

La voz sonrió ante mi respuesta y sentí que una mano se apoyaba en una cicatriz escondida, que algo respiraba y volvía a moverse, que entraba luz en mí como miel cálida, la sentía en la sangre, algo que abrazaba y besaba cada uno de mis rincones, una red que me sostenía incondicionalmente y que siempre había estado ahí, esperando que lo notara. Todo era tangible y por primera vez sentí moverse dentro de mí lo que ahora reconozco como mi espíritu, mi alma, y lloré de felicidad en la oscuridad.

Las siguientes dos horas fueron una procesión kurosáwica de recuerdos olvidados, visiones que sugerían futuros alternos, seres queridos que se me aparecían para bendecirme o acompañarme. Vi a Nica y Nancy, mis abuelos, que habían fallecido hacía poco. Me invitaron a su mesa para preguntarme cómo estaba y luego señalaron una por una todas las abundancias de mi vida. La risa de Nicanor llenó el cuarto y olí su aliento a pan y vino. Me vi a los cuatro años en la casa de mi tía Inés, en Chascomús, mientras mamá estaba en el hospital, en mis manos un juguete musical cuya canción yo hacía sonar una y otra vez apretando un botón, sin entender por qué no estaba en casa.

Me vi a los 15 años en el cuarto a la madrugada, iluminado por la luz fría de la computadora, escribiendo una historia sobre un cielo para los suicidas, y vi todos los momentos que me habían llevado hasta ahí; me vi como una continuación de los fantasmas de mi familia, queriendo pronunciar un consejo atrapado en el tiempo; me vi como heredero de un espíritu que ya venía cargado de tristezas y dolores callados, de cosas por ver, nombrar, abrazar, amar, pulir y continuar puliendo.

Vi cosas tristes y difíciles pero también enormes triunfos y recuerdos hermosos, y en todo momento me acompañó esa voz, esa presencia que intercedía, preguntaba, sostenía diálogos enteros conmigo y conectaba todas las visiones en un telar coherente, invitándome a rendirme ante la posibilidad de un pasado mejor, porque tal cosa era imposible. Cuando me levanté de la cama, abrí las persianas. El sol se estaba poniendo y las plantas de mi patio respiraban en sus canteros como cada tarde, pero en ese momento sentí un hilo en el pecho que me conectaba a ellas, y lo hermoso en ellas era hermoso también en mí. Era la primera vez que podía apreciarme en mucho tiempo.

Al día siguiente salí a trotar, después de meses sin hacer ejercicio. Me encontré cantando mientras cocinaba, riéndome en la ducha, teniendo ganas de volver a salir con amigxs. Al mes de haber tomado los hongos, había recuperado tres de los cinco kilos que perdí durante mi depresión. A los dos meses vi por última vez a mi psiquiatra, que me diagnosticó como “libre de síntomas” y me dijo que podía dejar de tomar antidepresivos, cosa que yo ya había dejado de hacer antes de probar los hongos (una de las contraindicaciones de los antidepresivos es que generan una co-dependencia enorme y a veces fatal).

Yo era un ateo militante antes de esta experiencia. Pero tal como los pacientes de John Hopkins y muchos de los testimonios que escuché en Youtube, había vivido algo que no podía explicar y que reconfiguró mi paradigma de vida. Me llevé algunas certezas que no me abandonaron con el paso de los días sino que se profundizaron con la práctica diaria, con la meditación y el rezo propio que fui cultivando: que yo tenía un alma inmortal, que había una fuerza creadora exhalando a cada ser vivo hacia la existencia, que este aliento era lo mismo que el amor y que yo venía de un lugar distante al que volvería cuando muriera.

Hoy, tres años después, me enorgullezco de trabajar para Chacruna, una de las organizaciones líderes a nivel mundial en el estudio y divulgación científica del impacto de las plantas maestras indígenas en la salud física y mental de la población. Este trabajo es otro paso en mi formación a la cosmovisión indígena de Abya Yala (el nombre original que tenían estos pueblos para América, antes de la conquista). He tenido el privilegio de participar de muchas ceremonias con distintos maestros y medicinas como la Ayahuasca y el San Pedro (llamado así por los españoles porque, al probarlo, sintieron que estaban en las puertas del reino de dios). 

Ceremonia tras ceremonia, fui entendiendo que cada una de estas plantas tiene una inteligencia y voz propias, con cosas únicas por mostrarme y enseñarme; cada voz un fragmento de la gran voz, todas trabajando al unísono, sosteniendo un mismo relato, invitándonos a recordar, por sobre todas las cosas, de dónde venimos y a dónde vamos.

Muchos pueblos indígenas custodiaron estas plantas durante siglos de conquista, cuidando sus semillas, el aliento del rezo de toda su historia, las técnicas complejas de sus ceremonias. Las custodiaron como los jaguares guardaron la primer palabra de dios, según un cuento de Borges, comulgando ocultos en cuevas, escondidos en el monte, crucificados por intentar perdurar la memoria de su dios, porque creían que la humanidad necesitaba de estas plantas para no alejarse de lo divino ni de la manera correcta de estar en el mundo. Ahondar en esta historia de persecución y genocidio profundizó el desencanto y la rabia que sentía por la Iglesia católica, que aún no reconoce ni se disculpa por el daño irreversible que le hizo a la humanidad al intentar erradicar estos sacramentos y tradiciones que, ahora estamos entendiendo, podrían haber salvado vidas y cambiado la inclinación de sociedades enteras que se vuelcan hacia la guerra y el odio. 

Reafirmo lo que me dijo Carlos hace tantos años, estas plantas no son drogas. Cada ceremonia, cada rezo hecho en su presencia, me acerca al amor que es el cuerpo de dios, a recordar que yo soy parte de ese cuerpo y que cada vez que miro a los ojos a otra persona, ahí dentro también está dios. Estas plantas me permiten ver, en un contexto ceremonial apropiado, la nota musical detrás del tejido que nos hilvana. He tomado Ayahuasca y siempre fue la misma sensación: entrar a un lugar lejano que es mi verdadera casa. Es imposible de describir, pero lo intentamos igual.

Se siente como entrar a un reino donde todo es familiar, donde unas manos se entrelazan con tus dedos, la sensación de que una familia invisible te sostiene siempre y recién ahora podés verla, notarla, hablarles y ellos están tan felices de que los veas y te dicen, apurados, todo lo que pueden decirte; que te aman, que sos preciosx y valiosx, que tu vida tiene un sentido y que sos parte de un todo pero, a la vez, una experiencia única; que esta dualidad es un regalo, que cada vida es un regalo irrepetible.

Los estudios de John Hopkins no pueden decirlo en estos términos, aunque sospecho que su equipo lo cree: estas plantas curan porque nos recuerdan que somos hijos de dios, que tenemos algo divino adentro, que nuestro núcleo es noble, que no estamos perdidos ni corruptos y que el amor es lo mayor a lo que podemos dedicar nuestras vidas. Yo creo que dios es uno y creo que su principal mandamiento es que logremos amarnos entre todxs lxs humanx, porque nada hay más terrible para un padre que ver a sus hijxs matarse. 

Dije una vez en una reunión de Criterio que yo no quería que nadie me contara cómo es dios. En las ceremonias, estoy aprendiendo a rezar con el corazón en la mano, cerrando los ojos y dejándome caer hacia atrás, rindiéndome en el regazo de dios, donde me susurra certezas de las que luego recuerdo apenas fragmentos, un mandamiento impronunciable cuyo sabor retengo cuando termina la ceremonia, y me guía en los meses que siguen, para que cada uno de mis pasos y mis acciones haga sonreír a dios en los ojos de quienes me rodean.

Francisco Rivarola es comunicador y miembro de Chacruna Institute of Psychedelic Plant Medicines

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