Ante la invitación amable de Criterio para escribir “…un esbozo de la historia de las relaciones interétnicas en el área mapuche que compare lo que ocurrió en Chile y lo que sucedió en Argentina” mi contrapropuesta será una historia “conectada” y transnacional antes que “comparada”. Este enfoque es necesario pese a la singularidad y la evolución diferente de cada marco nacional a partir de 1880, ya que el Wallmapu o el País Mapuche de los siglos XVIII y XIX tenía continuidad a ambos lados de la cordillera de los Andes, integrando los territorios del Oeste y del Este, el Gullumapu y el Puelmapu. Esta continuidad sociocultural se configuró históricamente como una red de nodos familiares, ceremoniales, productivos, comerciales, políticos y militares donde las relaciones de parentesco proporcionaban la amalgama y la matriz conceptual para las distintas dimensiones de la vida social.
El País Mapuche preexiste a la configuración de los Estados y la traza de los límites entre la Argentina y Chile, que no deben ser naturalizados. Asimismo, esta constatación reconoce que el proceso de colonización fronteriza mediante dispositivos militares, religiosos y comerciales, así como el historial de conflictos y negociaciones con las autoridades españolas y criollas, habían permeado la sociedad mapuche y sus estructuras de gobierno descentralizadas, pero sin Estado. Los cacicatos, el tipo de liderazgo que la Antropología denomina “jefaturas”, experimentaron una jerarquización creciente al calor de la fricción y las relaciones con los Estados coloniales y republicanos en toda la región desde el siglo XVIII.
Tanto el Reino de Chile como el Virreinato del Río de la Plata y los gobiernos revolucionarios guerrearon y pactaron con los longko, úlmen o caciques, mapuche, tehuelche y de otras identificaciones étnicas. Pese a la penetración de fortines, misiones religiosas, curtiembres y destilerías en la vertiente del océano Pacífico, el territorio entre los ríos Biobío y Toltén se mantuvo autónomo desde fines del siglo XVI hasta la “Pacificación de la Araucanía” de 1883, como se denominó la versión chilena, menos cruenta pero igual de eficaz que la “Conquista del Desierto”.
En la Argentina las campañas militares de las presidencias de Nicolás Avellaneda y Julio Argentino Roca rompieron el estatus quo de pactos con las jefaturas mapuche que había articulado Juan Manuel de Rosas luego de la sangrienta Campaña al Colorado de 1833, tratados y arreglos que continuaron los gobiernos liberales que lo sucedieron en 1852. La combinación de represión con la cooptación de intereses había permitido la expansión de las estancias ganaderas en el sur de Buenos Aires y la organización defensiva de las fronteras provinciales gracias a la militarización de los cacicatos amigos. Estos acuerdos posibilitaron en contrapartida la acumulación de poder, prestigio y riqueza de los longko mapuche en los territorios patagónicos que los Estados criollos no controlaban o a lo sumo influenciaban a la distancia, como el País de las Manzanas de Valentín Saygüeque, el territorio pehuenche del sur de Mendoza y centro-norte de Neuquén y la mapu de Reuquecura, el hermano de Calfucura en la región de Llaima y Aluminé sobre los pasos cordilleranos.
Pese a los eufemismos, la “Pacificación de la Araucanía” y la “Conquista del Desierto” fueron invasiones del territorio y las poblaciones mapuche. Por lo tanto, los conflictos autonomistas y territoriales de la actualidad remiten a los problemas abiertos por el ataque combinado de los Estados argentino y chileno de la década de 1880, que a la vez que disputaban el trazado de límites llevaron la guerra contra las poblaciones indígenas. Los objetivos de sometimiento y transformación radical de estas sociedades incluyeron propósitos genocidas, pero ni las masacres ni los pactos de subordinación de los liderazgos mapuche que se retomaron después de las campañas militares terminaron con los conflictos. La represión de la Pu-Lof en Resistencia Cushamen, con la desaparición seguida de muerte de Santiago Maldonado en 2017, la aplicación constante de la ley antiterrorismo por parte del Estado chileno y el asesinato reciente del joven mapuche Elías Garay por parte de “cazadores” que traspasaron el cerco de la policía de la provincia del Río Negro en el marco de una recuperación territorial en Cuesta del Ternero, son escenarios o teatros de batalla que retrotraen a las invasiones argentina y chilena de las Pampas, la Patagonia y la Araucanía del último cuarto del siglo XIX y reinstalan las fronteras en las líneas de los ríos Biobío, Neuquén y Negro, allí donde el comando de la IV División del Ejército Argentino, al mando de Napoleón Uriburu, suscribió un documento al que titularon “Acta de Guerra” para declararla a los pehuenche y cruzar el río Neuquén en 1879, límite que había fijado por ley el Congreso Nacional como proyección de la frontera.
Aunque las relaciones parentales, culturales, productivas, comunicacionales y también políticas entre mapuche de uno y otro lado de la cordillera continuaron, se dieron procesos nacionales diferentes, alentados por los marcos jurídicos de cada país, el límite aduanero, las regulaciones fitosanitarias que prohibieron las migraciones estacionales o “veranadas”, la recolección de piñones, la circulación de materias primas, ganado y mercaderías. En el caso chileno, la ocupación nacional y la colonización profundizadas con la “Pacificación de la Araucanía” se instrumentaron a través del sistema de reducciones territoriales de la población, muy significativo demográficamente, y la inscripción notarial de la posesión de tierras que pasaron a ser fiscales a nombre de los referentes familiares mapuche, provocando reagrupamientos y relocalizaciones.
Pese a su condición subalterna, la “raza mapuche” es considerada como un pilar de la nación chilena por su resistencia a la conquista española del siglo XVI. Nombres como Lautaro y Caupolicán ocupan un lugar privilegiado en la mitología nacionalista, a diferencia de la Argentina, donde los grandes hombres mapuche del siglo XIX como Saygüeque, Catriel, Calfucura, Coliqueo, Inacayal, etc., son nombres históricos que están inscriptos en los archivos, a la par que sus restos fueron botín y reliquia de los museos.
Mientras que los lonko de las reducciones desplegaron organizaciones políticas como la Federación Araucana y contaron con representantes parlamentarios a mediados de siglo XX, la visibilidad de las autoridades mapuche fue menor en la Argentina y estuvo limitada a las regiones del oeste pampeano y la Patagonia, sin impactar en la agenda nacional durante décadas. Esta diferencia fue consecuencia del éxito de la ideología de la extinción, el trasplante poblacional y el “crisol de razas”, más eficaz en el discurso que en la práctica, pese a la violencia estatal, que fue extrema y sistemática en comparación con Chile. Después de la desarticulación familiar, la desterritorialización, la servidumbre forzada en ingenios y obrajes del norte argentino y los campos de concentración de prisioneros, las comunidades desplazadas y sus integrantes se radicaron en campos fiscales de menor rendimiento, se conchabaron como obreros rurales y se enrolaron como personal subalterno de las Fuerzas Armadas y las policías de los Territorios Nacionales. Durante los gobiernos de Roca hubo radicaciones puntuales en “colonias aborígenes agrícolas y pastoriles”. Algunas perduraron, como Cushamen, y otras fueron desalojadas en la década de 1930, como la Reserva Nahuelpan, 150 km al sur de la anterior en Chubut, o la concesión a Saygüeque, que le fue usurpada con artilugios judiciales a la generación siguiente por acopiadores de lana.
Pese al debilitamiento político, hubo continuidades entre los liderazgos y las articulaciones comunitarias mapuche de los siglos XIX y XX, al punto que por más que se intentara limitar la relevancia del “cacique”, el Estado debió recurrir a esta figura para construir hegemonía y articular lazos sociales en los Territorios Nacionales. Los liderazgos indígenas del siglo XX protegieron, peticionaron y negociaron ante el Estado, las iglesias y las corporaciones ruralistas en nombre de las comunidades, desplegando estrategias que los conectaron con los criollismos, nacionalismos, populismos y con distintas manifestaciones sociales, políticas e ideológicas con amplitud de espectro y flexibilidad tanto en Gullumapu como Puelmapu.
Serán las décadas de 1980 y 1990 las que atestigüen la reemergencia de los movimientos mapuche en Chile y la Argentina al influjo de la salida de las dictaduras, el debilitamiento del estado-nación como marco de referencia en el contexto del neoliberalismo y la globalización, el quinto centenario de la colonización de América y la irrupción de indigenismos como el Zapatismo, que tuvieron influencia indirecta en la radicalización de las prácticas militantes.
La “cuestión mapuche” recién se nacionaliza en la Argentina cuando, desde perspectivas metropolitanas que confluyen con las de las élites patagónicas, se la señala como amenaza. Desde el centro del país, las provincias vuelven a ser vistas como Territorios Nacionales, como lo fueron hasta 1957. Ello se evidencia en la valoración de Parques Nacionales como recurso y en la percepción de los reclamos de tierras como atentados al derecho turístico de disfrutar de “nuestro sur”. Estas lecturas ignoran que los Parques Nacionales fueron punta de lanza desde su creación para desalojar mapuche de los territorios más valiosos. La visión del pueblo mapuche como amenaza se completa al caracterizarlo como cuerpo extraño a la nación, foráneo, procedente de Chile, cuando no invasor.
Las visiones y las políticas estatales son tan heterogéneas como las políticas y las organizaciones mapuche. Una primera distinción es entre la centralización estatal chilena, ahora en proceso de reforma constitucional y la transición hacia un gobierno de izquierda, y el federalismo argentino, donde tanto los organismos nacionales con los cambios de orientación electoral como los gobiernos provinciales y los partidos han desarrollado distintas trayectorias y capacidades para negociar con la multiplicidad de organizaciones mapuche. Se debe considerar además la pluralidad de actores privados, propietarios y extranjeros, la emergencia de proyectos extractivistas con impacto socioambiental, etc., así como el papel de los organismos no gubernamentales y las agencias religiosas, como la Pastoral Aborigen, proclives a los consensos y la representación de intereses indigenistas.
Si se atiende a las perspectivas de la nación mapuche, herederas de la estructura segmental y no centralizada que describimos para el siglo XIX, se encontrarán posiciones diferentes que también dialogan y colisionan entre sí, desde las organizaciones proclives a discutir y acordar con las agencias gubernativas y los organismos multilaterales, las cosmovisiones del “buen vivir”, hasta las que proponen acciones de sabotaje y resistencia contra el capital, así como la reivindicación histórica de las figuras de los weichafe o guerreros que resistieron la “Conquista del Desierto” y la Pacificación de la Araucanía en el siglo XIX. Unas y otras afrontan la represión y los operativos mediáticos, las provocaciones y la construcción como enemigos tanto en Chile como la Argentina. Así y todo, han obtenido logros parciales como la absolución en el juicio por usurpación a la Lof Cushamen, que la enfrentó con la compañía de tierras de Benetton, donde la sentencia recogió argumentos sobre el genocidio y la desterritorialización mapuche por la expansión nacional, obligando al gobierno provincial de Chubut a convocar una mesa de diálogo que aún no se concretó.
La ley nacional 26160 de relevamiento territorial de comunidades indígenas y las sucesivas prórrogas que ha recibido intentaría dar respuesta a la situación de emergencia en consonancia con el Artículo 75, Inciso 17, de la Constitución Nacional, dando cumplimiento parcial al Artículo 14 inc. 2 del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, que tiene fuerza de tratado internacional para la Argentina y que garantiza los derechos indígenas. Los cambios de gobierno, las contradicciones y las ofensivas de sectores derechistas y propietarios han dificultado el cumplimiento de esta legislación, ya que lo que está en juego es un nuevo proceso de valorización de tierras y territorios, bosques, recursos hídricos, Parques Nacionales y la transformación de los modelos de desarrollo con eje en la extracción de recursos como los mineros.
Legítimamente, las organizaciones y comunidades mapuches de ambos lados de los Andes están conectadas como parte de un mismo pueblo, como lo está el País Vasco, Cataluña o el Kurdistán, sin que esto signifique terrorismo, como se trata de vulgarizar. Las demandas de tierra no son idénticas a las territoriales y éstas no son lo mismo que los planteos autonómicos, aunque frecuentemente coinciden. Lo que está en juego es el reconocimiento como nación del País Mapuche, no solamente la inclusión de las personas y las comunidades en un marco intercultural. Es por ello por lo que sus intelectuales y dirigentes le conceden tanta importancia en ambas vertientes del Wallmapu a las políticas de revitalización de la lengua y al autogobierno del territorio, ya que, como señala el politólogo Viktor Naqill, “…como individuo, se puede ser mapuche en cualquier lugar: en Santiago, Buenos Aires o en Europa. Pero como nación mapuche, sólo podemos serlo en nuestro país, en Wallmapu” *.
Julio Vezub es Director del Instituto Patagónico de Ciencias Sociales y Humanas, CONICET. Profesor Titular de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco.
*Ver entrevista completa en www.theclinic.cl/2020/12/15/viktor-naqill-si-el-estado-plurinacional-significa-el-reconocimiento-al-pueblo-mapuche-pero-no-al-pais-mapuche-su-alcance-sera-minimo