Canadá es percibido como uno de los países más inclusivos y tolerantes del mundo. Sin embargo, un brote de violencia estremeció durante el año pasado a la sociedad canadiense a raíz del descubrimiento de 1.315 tumbas en antiguos internados colegiales para niños indígenas. Desde el 27 de mayo hasta el 12 de julio de 2021 tomaron estado público una serie de macabros hallazgos de fosas de niños y adolescentes en los internados de Kamloops Indian Residential School, Marieval, St. Eugene´s Mission y Kuper Island. Ubicados en las provincias de Columbia Británica y Saskatchewan, esos centros formaron parte de una red de 139 hogares que el estado canadiense habilitó desde 1883 hasta la década de 1960, en el marco de un programa para integrar a los pueblos indígenas. El acta constitucional de 1867 garantizaba el derecho a la educación pública para los pueblos aborígenes. La gran mayoría de los hogares escuela fueron administrados por las iglesias católica, presbiteriana y anglicana en nombre del gobierno canadiense. Alrededor de 150 mil niños de las etnias inuit, mohawk, ojiibwa y metis, entre otras, fueron trasladados a residir en esos internados. Miles nunca saldrían de allí.
Centenares de tumbas sin nombre ni lápida fueron localizadas con radares de penetración terrestre, como si se tratara de una escena criminal, esparcidas en terrenos de esos centros educativos. Desde hacía tiempo circulaban rumores en las comunidades indígenas sobre adultos y niños enterrados. A lo largo de los años se acumularon denuncias sobre episodios de negligencia, racismo, abusos físicos y sexuales que acontecían tras sus muros.
El primer ministro Justin Trudeau calificó a los descubrimientos de “doloroso recuerdo de un capítulo oscuro y vergonzoso de nuestra historia”. Pero la noticia del descubrimiento de las tumbas infantiles desató una fuerte tormenta política con preocupantes arrebatos de violencia en la Columbia Británica. Entre junio y julio de 2021 fueron consumidos y arrasados por las llamas un total de 21 templos católicos y protestantes. Otras 27 iglesias sufrieron actos vandálicos, especialmente pintadas en rojo, roturas y amenazas de bombas. Canadá es un país mayoritariamente católico, y por primera vez sus feligreses sintieron miedo. La Real Policía Montada calificó de “sospechosos” a esos ataques que se producían en el territorio canadiense de las “primeras naciones”. La furia desatada alcanzó también a iglesias de los coptos ortodoxos y de la comunidad vietnamita. Grupos de indignados vandalizaron una estatua de Juan Pablo II con pintura roja en Alberta. Frente al parlamento de Winnipeg, una estatua de la Reina Victoria fue derribada y decapitada. La escultura del explorador británico James Cook emplazada en Victoria, fue arrojada al océano Pacífico. La Iglesia católica recibió un alud de críticas y las comunidades indígenas pidieron que el Papa se disculpe, además de reclamar compensaciones económicas.
Trudeau intervino señalando que los incendios de templos eran acciones “inaceptables e incorrectas”. Dijo comprender la ira de muchas personas hacia el gobierno federal y las iglesias, pero subrayó que “ese no es el camino a seguir para lograr la justicia”. El primer ministro se unió a líderes indígenas y funcionarios provinciales para condenar los incendios provocados. Pero también hizo públicas sus diferencias: “Como católico, estoy profundamente decepcionado por la decisión que ha tomado la Iglesia católica ahora y durante los últimos años”. Pocos días después, en el mes de junio, el papa Francisco manifestó su “cercanía al pueblo canadiense que ha quedado traumatizado por las impactantes noticias”, y pidió a las autoridades políticas y religiosas de Canadá que continúen colaborando para esclarecer los hallazgos de tumbas de niños.
Dirigentes de las iglesias protestantes, de la comunidad judía y musulmana canadiense manifestaron su solidaridad con los fieles de las iglesias incendiadas. Juntos a la Conferencia Canadiense de Obispos, manifestaron su oposición “a cualquier forma de violencia o vandalismo contra toda comunidad de fe”.
En paralelo, manifestaciones de millares de ciudadanos se multiplicaban en diversas ciudades para demostrar su apoyo a los pueblos nativos y en contra de la injusticia racial. Centenares de zapatos de niños aparecieron en plazas, parques y escalinatas de edificios públicos, como un símbolo contra el olvido y una expresión de indignación por las muertes no esclarecidas del pasado.
En ese clima social susceptible, a las pocas semanas Radio Canadá reveló que en 2019 el Consejo Escolar Católico de Providence –que gestiona 30 escuelas católicas en Ontario–había dispuesto la quema de cerca de 5 mil libros en una “ceremonia de reconciliación” por considerarlos ofensivos y contener estereotipos sobre los nativos americanos. En el nuevo index figuraban historietas francobelgas de Tintin, Asterix, Lucky Luke y cuentos como Pocahontas. Trudeau salió a aclarar que “nunca estaré de acuerdo con la quema de libros”. Los partidos políticos canadienses de todo el espectro, al conocerse el hecho, lo denunciaron como “una nueva cacería de brujas”. La burda hoguera de literatura infantil representa el choque entre el pasado y el presente, cuando se realizan interpretaciones ligeras a la luz de la mentalidad actual.
Desde hace tiempo la prensa canadiense publica notas sobre el maltrato sufrido por los niños indígenas en esas escuelas residenciales. Al respecto, el escritor católico Brett Fawcett invita a no perder de vista el contexto histórico en que surgieron esas residencias. Por los tratados acordados entre el gobierno canadiense y los pueblos nativos durante el siglo XIX, éstos aceptaron compartir sus tierras a cambio de ciertas promesas gubernamentales, entre ellas, la de proveer educación a los niños nativos. Las órdenes religiosas y algunos funcionarios del gobierno temían que el avance de la civilización ocasionaría la destrucción de los pueblos nómadas y cazadores. El peligro de desaparición para las tribus era alto, en caso de no aprender métodos agrícolas y adaptarse a las nuevas modalidades laborales. Esa mirada fue aceptada por los dirigentes indígenas, procurando asegurar la enseñanza e inserción para sus hijos. Según Fawcett, los religiosos emprendieron su misión educadora pero el gobierno no proporcionó la totalidad de los recursos prometidos. Las condiciones de vida en las residencias generalmente fueron inadecuadas y se registraron altos índices de mortalidad.
Las apreciaciones coinciden con el informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (TCR), presentado en 2019, el cual estableció que cerca de 4.134 menores fallecieron en esas instituciones. La mitad de los decesos se produjeron a causa de tuberculosis, y otras muertes fueron atribuidas a mala alimentación, incendios, neumonías, gripes, hipotermia y suicidios. La mortalidad entre los niños aborígenes fue sensiblemente mayor a la del resto de los canadienses. A su vez, estudios sociológicos establecieron vínculos entre quienes vivieron en los internados con problemas de drogadicción, alcoholismo y violencia.
Al conocerse esas conclusiones, algunos grupos empezaron a utilizar la palabra genocidio. Sin embargo, Trudeau no la pronunció ni una sola vez en sus discursos. La referencia a un “genocidio planificado” por parte de algunos referentes indígenas, encontró reacciones encontradas. Los grandes diarios nacionales apelaron a la cordura para evitar que la polémica se adueñe de una discusión que requiere mucho diálogo. Por su parte, el general canadiense Romeo Dallaire, comandante de las fuerzas de Naciones Unidas que procuraron detener las matanzas étnicas de Ruanda (1993-1994), señaló que “en este contexto, debo decir que tengo problemas con el uso de ese término”, si bien precisó que durante décadas las políticas del gobierno federal han sido sumamente perjudiciales para los pueblos indígenas.
En la actualidad, cerca de 1, 4 millones de canadienses se definen como indígenas (4,9% de la población). Más de la mitad reside en centros urbanos. A través del trabajo remunerado y el acceso a la educación y la sanidad pública, un sector creciente de la población indígena se ha desarrollado como una clase social profesional, bien remunerada y con aspiraciones políticas. Estos abogan por políticas de reconciliación y mayor autonomía. En paralelo, existe otra clase sumergida, sin estudios y con trabajos sólo estacionales en la industria forestal, la minería y la pesca, que es fuertemente dependiente de los programas sociales. En las reservas indígenas se registran situaciones crónicas de desempleo estructural, dependencia de programas asistenciales y violencia intrafamiliar.
La Constitución de 1982 reconoce derechos a sus pueblos originarios que no tienen en otras naciones. El liberal Justin Trudeau, desde que asumió como primer ministro en 2015, se ha comprometido a favorecer la reconciliación entre los pueblos indígenas y el resto del país, incrementando los canales de comunicación con sus representantes. Con anterioridad, el primer ministro conservador Stephen Harper manifestó en 2008, las disculpas en nombre de todos los canadienses con las comunidades autóctonas, por el daño sufrido en los internados.
Existió un trasfondo sutil de pujas y tironeos entre el gobierno canadiense y Roma en torno a la cuestión de las “primeras naciones”. Justin Trudeau fue blanco de críticas por la desatención a los pueblos nativos. Durante 2017, Trudeau pidió al papa Francisco “la conveniencia de realizar una disculpa por parte de la Iglesia”. Pero al año siguiente, la Conferencia de Obispos Católicos canadienses contestó que el pontífice “siente que no puede responder personalmente”.
Ante la oleada de los recientes ataques incendiarios a iglesias, Francisco aceptó reunirse en el Vaticano con una delegación de las naciones originarias canadienses en diciembre pasado, pero la visita tuvo que ser postergada ante el recrudecimiento de la pandemia de COVID-19 por la variante Omicron. De todos modos, el Vaticano informó que la Santa Sede se encuentra muy comprometida con la reprogramación de esta visita en el nuevo año 2022. Además, anunció que el Papa visitará Canadá para apoyar las iniciativas de reconciliación con los pueblos originarios, por invitación de la Conferencia Episcopal canadiense.
El cardenal de Toronto, Thomas Collins, dijo que estos encuentros contribuirán a sentar las bases para la futura visita papal a Canadá, con miras a “permitir la sanación y el diálogo, a través de encuentros de auténticos de compasión, comprensión y reconciliación”.
El primer pontífice que visitó Canadá fue Juan Pablo II. Realizó dos viajes, en 1984 y 1987, en los cuales tuvo reuniones con las comunidades de pueblos nativos. En Alberta fue proclamado “gran jefe” por las comunidades indígenas. El Papa polaco, dirigiéndose a éstos, les dijo: “Rezo para que el Espíritu Santo ayude a todos ustedes a encontrar el camino de justicia necesario para que Canadá sea un modelo mundial en el respeto y defensa de los pueblos aborígenes”.
Los cimientos de la sociedad canadiense tienen un ADN liberal. Una predominante clase media, que vive con orgullo una coexistencia armoniosa en un país libre con instituciones arraigadas. Nuevos grupos étnicos –latinoamericanos, vietnamitas, chinos, europeos– se suman a una de las sociedades más prósperas del mundo. En ese conglomerado profundamente diverso, algunos temen exacerbar las diferencias o el racismo, pero en Canadá su historia registra pocos brotes de violencia. Hoy los canadienses expresan orgullo por su ethos cultural y abogan por un pluralismo multicultural, con énfasis en la integración a la nación.
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Join discussionEl mismo bulo que los «trescientos mil niños robados del franquismo».