In memoriam al haberse cumplido, el pasado 13 de noviembre, tres años de su llamado a la plenitud del Reino.

En oportunidad de aquella inesperada y repentina muerte de Marcelo Montserrat, Criterio publicó un obituario, escrito por Pablo Capanna1, que reflejó inmejorablemente sus méritos y cualidades, su actividad en la revista, el afecto amistoso con los integrantes de ella y con el autor en particular y hace una escueta referencia a su perfil académico.

La excelencia de la actividad académica de Montserrat merece ser conocida tanto como su actividad en Criterio, por lo que, para quienes no hayan tenido oportunidad de saber de ella, vaya un por fuerza limitado (y por tanto, quizás algo injusto) resumen del perfil académico de Montserrat 2.

“Decía Pasolini que la muerte es la edición de una vida. Como tal, permite tantas lecturas como aspectos de una personalidad hayamos conocido” –señala Capanna–. “Por lo que a mí respecta, me es imposible ser tan objetivo como aspiran a ser los historiadores, porque mis recuerdos parten del afecto. El testimonio de un amigo no es imparcial”…

Ambas apreciaciones se aplican al carácter de mi evocación de una etapa de su vida muy anterior a su participación en esta revista y casi con certeza desconocida para sus amigos y compañeros en ella. Etapa que compartí y que aquí memoro con agradecimiento y nostalgia (no con melancolía) y que se corresponde con nuestra ya lejana adolescencia y primera juventud.

Pertenecía yo a la Acción Católica (Sección jóvenes, JAC) de la Parroquia de San Antonio de Padua en Villa Devoto, cuando se invitó al Presidente de la Acción Católica del vecino Colegio Cardenal Copello a dar una charla sobre el panorama político internacional, en particular el de los Estados Unidos.

Apareció entonces Marcelo, dio su conferencia y al finalizar, entablamos una conversación que se prolongó mientras me acompañaba en una caminata hacia mi casa. Nos detuvimos, pasado el mediodía, a la altura del paredón que limitaba el Seminario Metropolitano sobre la avenida Fernández de Enciso. Intercambiamos nuestros números telefónicos y quedamos en citarnos para continuar la conversación. Corría 1952; él tenía diecisiete y yo diecinueve años.

A partir de ese primer encuentro se desarrolló nuestra amistad, con ese vivo carácter con que se generan los vínculos afectivos en esa etapa de la vida, tan abierta, dúctil y maleable. Mucho fue lo que compartimos, y conservo ese período entre los recuerdos particularmente queridos, intensos y ricos en emociones.

Me cuesta poco revivirlos, veo desfilar las imágenes como en un filme mental.

Repaso al azar de la memoria: cineclubes, deslumbramiento con El perro andaluz y La caracola y el clérigo en el teatro Colonial; El Príncipe de Homburgo, de von Kleist, en el Instituto de Arte Moderno, una brillante puesta de Marcelo Lavalle con uno de los hermanos Itzcovich como protagonista, en una precursora experiencia de teatro circular; partidos de pelota-paleta en el campo de deportes de la Vanguardia de Obreros Católicos; historia de la cultura en el Seminario Menor, con el padre Roberto Brie SJ, al que yo había conocido en el Colegio Máximo y a quien había solicitado ese curso, dictado de buena voluntad –conservo apuntes dactilografiados que él nos preparaba–. Íbamos en bicicleta, Marcelo con su Torpado con el famoso cambio Campagnolo, yo con mi Ganna, ambas italianas…

Ganna
Bicicleta Torpado

VIII Asamblea Nacional de la Juventud de Acción Católica, en Córdoba, en agosto de 1952, con un grupo de alumnos del Colegio Copello y miembros de la JAC de la parroquia de San Antonio.

Asamblea de la JAC, en primer plano, a la izquierda, Marcelo y a su derecha, Enrique Pflaum y yo.

Más tarde, en 1953, cuando yo había comenzado a cursar Arquitectura y Marcelo ingresaba a Derecho, visitamos la casa Curutchet de Le Corbusier, en La Plata, todavía en construcción.

Marcelo, en la terraza de la casa Curutchet.

De esas dos ocasiones conservo esas fotografías, entre las pocas del Marcelo de aquella época, cuando no existía la cultura de la foto tal como hoy la conocemos…

En ese entonces, funcionaba en la parroquia de San Antonio un cine club, fundado por la Acción Católica, por iniciativa de Roberto Máximo (Tito) Meisegeier, que lo dirigía. Las funciones incluían debates, conducidos por especialistas invitados, entre otros, Jaime Potenze, crítico de espectáculos de Criterio. A esas funciones solía asistir uno de los tenientes cura de la parroquia, el padre Mario José Serra, por entonces mi confesor y futuro obispo auxiliar de Buenos Aires, quien sabía invitar a un ex compañero suyo del Seminario, profesor en aquel tiempo en esa Casa, el padre Jorge Mejía, futuro director de esta revista.

Tito Meisegeier armó con Alfredo Romero, también miembro de la JAC de San Antonio, un grupo para filmar en súper 8, del que participé. Empezamos con un proyecto muy ambicioso, que quedó inconcluso. La escena inicial, protagonizada por Juana María Fanjul (futura monja y abadesa de su monasterio) y por mí, ocurría en un cementerio. Para escenificarlo pedimos a Marcelo, que se incorporó al equipo, que solicitara permiso para usar el jardín de los fondos de su casa, que tenía una hermosa pelouse, cuidada con esmero por su padre, y un gran ciprés funerario. Allí plantamos cruces e iniciamos la filmación, que incluyó otras secuencias en diversos lugares hasta que el proyecto languideció y terminó su curso. Recuerdo que al finalizar una de las sesiones, acompañamos a Marcelo a su casa y allí fuimos recibidos por el padre, que luego de saludarnos se dirigió a Marcelo con tono severo y acento catalán, diciéndole “Marcelo, ¿estas son horas de llegar a tu casa?”. Eran las once de la noche. Otros tiempos…

Posteriormente Tito y Alfredo continuaron con las filmaciones y fueron premiados en concursos del Cine Club Buenos Aires.

De aquellos “buenos viejos tiempos” rescato especialmente la maratónica traducción del libro de Philip Johnson sobre Mies van der Rohe. Durante mi primer año de Arquitectura había conocido la obra de ese arquitecto, y me había fascinado, por lo que compré el libro, una magnífica edición del MoMA, en inglés. Mi conocimiento de idiomas incluía francés e italiano, pero mi inglés era limitado. Mostré el libro a Marcelo, que también se entusiasmó con Mies y, como él tenía un muy buen manejo de ese idioma, le propuse traducir el libro. Fue así como, a lo largo del verano de 1953-54, realizamos la traducción, elaborada Cuyás en mano bajo la paciente observación de la Yaya (abuela de Marcelo) y matizada con los tés con escones, preparados por su mamá Josefa (Pepita) 3.

Recuerdo también a Marcelo en su pequeño estudio escaleras arriba de la casa familiar en la calle Pedro Morán, en Villa Devoto, exultante por haber recibido de su padre, como regalo de cumpleaños, los tomos de la Historia de la civilización, de Will Durant.

Por cierto, compartimos también algunas puerilidades, como caminar una noche por el centro de la calle Pedro Morán (entonces de tránsito casi nulo a esas horas) yendo hacia casa de Marcelo, él, dos compañeros del Copello (José Luis Fernández de la Cuesta y Haroldo Truchot) y yo, en línea de cuatro en fondo, con los brazos mutuamente apoyados sobre los hombros, silbando la Marcha del Jefe Caucasiano y andando al compás.

Posteriormente, la diversidad de caminos, los avatares de la vida, fueron espaciando nuestros encuentros pero el vínculo amistoso subsistió, tal como dice el dicho: “tiempo y distancia no son olvido”.

Estuve por última vez con Marcelo, y con su esposa, Mirtha, en el festejo por los noventa años de Criterio. Justamente, durante nuestra charla, recordó el episodio de la traducción del libro sobre Mies.

Nos prometimos una próxima reunión en su casa. Un día se postergó por otro y éste a los siguientes (demoras que a nuestra edad deberíamos evitar) y así fue como la inesperada muerte de Marcelo dejó esa promesa como deuda pendiente, a saldar en ese encuentro futuro y definitivo que Dios nos tiene prometido.

NOTAS

1 Ver: “Homenaje. Marcelo Montserrat. La despedida de un amigo”, por Pablo Capanna, filósofo y ensayista, publicado en la edición de Criterio de diciembre de 2018. Señala allí que fue por décadas Secretario de Redacción de la revista. Cabe apuntar que eso ocurrió durante la dirección de Jorge Mejía, futuro cardenal y Archivista-Bibliotecario del Vaticano, de quien Marcelo fue también colega en la docencia en el Seminario Metropolitano.

2 Marcelo Montserrat Roig (1936-2018) Académico de Número, Sitial 18, de la Academia Nacional de la Historia. Abogado, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, con Diploma de honor. Profesor titular de Política Internacional Contemporánea I y de Historia Internacional en el régimen de ingreso del Instituto del Servicio Exterior de la Nación. Profesor plenario y fundador de Historia Contemporánea e Historia del Pensamiento Político Moderno y Contemporáneo, Universidad de San Andrés. Profesor titular del Seminario de Sistemas Educativos comparados, maestría de Ciencia Política y Economía del ESEADE. Profesor de Historia Contemporánea, maestría de Ciencia Política y Sociología de FLACSO/Buenos Aires. Miembro del Grupo Argentino de la Unión Internacional de Historia de la Ciencia; de la Sociedad Latinoamericana de Historia de las Ciencias y la Tecnología; del Centro de Investigaciones Filosóficas (CIF); del Comité Argentino de Ciencias Históricas; miembro vitalicio de la Fundación Diakonía. Miembro de las Academias de Historia de España, Perú, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Brasil, Puerto Rico, Guatemala y Colombia. Premio “Laureado del Nacional”, al egresado con más alto promedio de calificaciones de la Sección Nacional del Instituto Cardenal Copello.

Publicaciones: Pensar la República, con el Dr. Carlos A. Floria; Historia Política Argentina, con el Dr. Carlos A. Floria; La experiencia conservadora (compilación); Ciencia, historia y sociedad en la Argentina del siglo XIX; Usos de la memoria. Razón, ideología e imaginación histórica, entre otras. Fuente: Academia Nacional de la Historia.

 3   Ese trabajo dejó sembrada en mí una “materia pendiente” que recién hace pocos años pude “rendir”, gracias a Internet. Las consecuencias de tal logro fueron un artículo on-line y una versión de éste en la revista Barzón. Ambos textos mencionan aquella aventurada traducción, y pueden verse, resumido, en el segundo número de dicha revista y completo, en versión on-line en el espacio Moderna Buenos Aires, solapa Textos, de la página web del Consejo Profesional de Arquitectura y Urbanismo, bajo el título: “Una pequeña historia. La casa Tugendhat. Mies, Johnson – Henningsen, Poulsen” https://www.modernabuenosaires.org/, solapa Textos.

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