Eva, un poema de trescientas páginas de Charles Péguy, es, según Hans Urs von Balthasar, una teología de la historia comparable a la Civitas Dei de San Agustín. Jesús desciende al infierno para buscar a Eva, la madre de su madre, su tierna y pálida abuela, que vive en el exilio después de haber perdido el paraíso. El arco histórico está tensado en su totalidad: el tiempo redimido, representado por Jesús, dialoga y salva a quien conoció el tiempo edénico y ahora se encuentra en el tiempo de las lágrimas.
En el centro del poema está lo que Péguy considera el eje (axe) de la teología cristiana y de su obra: la interpenetración indisoluble entre la gracia y la naturaleza. La metáfora es la del árbol y las raíces:
Porque lo sobrenatural es en sí mismo carnal
Y el árbol de la gracia tiene raíces en lo hondo
Y se sumerge en el suelo y busca hasta el fondo
Y el árbol de la raza es en sí mismo eternal.
Y el árbol de la gracia y el árbol de la naturaleza
Han unido sus dos troncos con tanto ceremonial,
Han confundido sus destinos de un modo tan fraternal
Que son de la misma esencia y de la misma estatura.
No es esto una afirmación abstracta. Tal como sucede en toda la obra de Péguy, la unión entre los dos troncos, esa unión ceremonial y fraterna, ese enraizamiento de un principio y del otro, es absolutamente concreto e histórico. El poeta lo contempla en el misterio de la Navidad, mirando al Niño que yace envuelto en pañales, con su piel pura y rosada, y que duerme en paz junto al buey y al asno, sus dos solemnes guardianes franceses:
Y Jesús es el fruto de un vientre maternal,
Fructus ventris tui, el niño de pecho
Se durmió en la paja y la pelota y el canto,
Con las dos rodillas plegadas bajo su vientre carnal.
El que está allí, envuelto en un clima de serena ternura, es el salvador del mundo. La noche que cae sobre el pesebre, es la misma que caerá sobre el Gólgota tres décadas después (la Noche, esa hija amada del Padre que vendrá a sepultar a su Hijo muerto, según el final de otro poema de Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud):
El pliegue justo del brazo cargaba la cabeza rubia.
Los miembros distendidos formaban como una colección.
Todo era joven entonces, y el salvador del mundo
Era un niño pequeño que jugaba en un umbral.
En el hueco de este pliegue rodaba la cabeza redonda.
(La misma que fue puesta en un pobre ataúd).
Todo se volvía pesado en esta noche profunda,
La misma que cayó sobre un supremo duelo.
Lo que sigue es una larga enumeración de la herencia que recibe este Niño que ahora juega en un umbral. Los pueblos (Roma, Israel, Grecia y Egipto) peregrinan hacia el pesebre y se arrodillan frente a Jesús, entregando sus ofrendas, tal como hicieron los pastores y los reyes aquella noche feliz de la primera Navidad. Lo que ofrecen es lo mejor que tienen, porque lo mejor que han creado y logrado a lo largo de su historia, por Él lo han hecho. Citemos, a modo de ejemplo, la ofrenda de la Grecia antigua:
El antiguo Agamenón había marchado por él
Desde el palacio de su padre al campo ante Aulis.
Los soles del retorno sólo por él habían brillado
Desde las orillas de Troya al templo de Eleusis.
Los sueños de Platón había marchado por él
Desde el calabozo de Sócrates a las cárceles de Sicilia.
Los soles ideales por él habían brillado
Y sólo por él había cantado el gigantesco Esquilo.
En medio de esta procesión, una pregunta hiere a los lectores:
Y los pobres corderos hubiesen dado su lana
Antes de que nosotros hubiéramos dado nuestra túnica.
Y estos dos grandes soldados entregaban verdaderamente su pena.
¿Y qué hemos puesto nosotros a los pies del unigénito?
Los soldados que entregan su pena son el buey y el asno que custodian el llanto y el sueño del Niño Dios. En ellos, la creación entera ofrece su pena, sus dolores de parto. Pero la pregunta es qué hemos puesto nosotros, qué hemos ofrecido. Nosotros, miembros de un pueblo, de una Iglesia, y de una cultura. Y como aquel que ha sido encontrado incapaz de responder satisfactoriamente en un examen, es probable que bajemos la mirada un tanto avergonzados por la pobreza de la ofrenda que llevamos en nuestras manos. Sin embargo, la confesión de la indignidad coincide con la petición de la gracia:
Dígnate buscarnos para este último catastro
Y para el pago de estas cuentas de miseria,
Dígnate buscarnos en este común desastre
Bienes que no sean nuestros castillos y nuestras riquezas.
Dígnate procurarnos lo que no tenemos.
Dígnate revelarnos, rey de los bienes perecederos,
Después del último día y del último tránsito,
La puerta y la escalinata de los bienes infranqueables.
Nosotros, los que poco o nada hemos puesto a los pies del unigénito, nos atrevemos a pedirle al Niño que yace soñando, que nos haga dignos, que nos regale lo que no tenemos.
Eva es conducida hacia la estampa navideña. En la escena que ahora contempla, puede ver no sólo la armonía del Edén perdido, sino la alegría serena del Dios cuyo nombre es, según Péguy, la pura y purísima Ternura de un Niño recién nacido.
Ignacio María Díaz es Licenciado en Teología Sistemática y miembro de Communio Argentina