El evento de mayor alcance en la Iglesia Católica en los años que me ha tocado vivir comenzó oficialmente en estos días. Es el movimiento más audaz del papa Francisco hasta el momento, la conmoción histórica que necesita con urgencia una Iglesia abatida por los escándalos de abusos sexuales. Además, potencialmente es el momento más transformador para el catolicismo desde el Concilio Vaticano II, y se pretende que a partir de ahora quede instalado de forma permanente en la vida de la Iglesia. El “Sínodo sobre la sinodalidad”, que tendrá una duración de dos años –tuvo su lanzamiento en Roma el 9 de octubre y una semana después en las diócesis de todo el mundo–, marcará el cristianismo para siempre.
Sin embargo, ¿quién sabe lo que está sucediendo? Un proceso global de tal magnitud, destinado a movilizar a millones de personas y a transformar la institución más grande y antigua del mundo, se ha registrado hasta ahora sólo como una chispa en el radar católico. Los obispos, informados por la secretaría del Sínodo de Roma en mayo, se han mantenido en su mayoría callados, ocultándose detrás de comunicados cautelosos enterrados en sitios web, esperando detalles y temerosos de desatar fuerzas y expectativas más allá de sus indicaciones.
Entonces, comenzamos con una paradoja. El camino hacia el Sínodo de 2023 en Roma, sobre el tema «Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión», está diseñado para involucrar a todas las diócesis, conferencias episcopales y cuerpos eclesiales continentales. Desatará la mayor consulta popular de la historia. Requerirá, como nunca antes, la participación de la asamblea del Pueblo de Dios, en reuniones masivas en parroquias y diócesis de todo el mundo, a quienes se les está dando “la capacidad de imaginar un futuro diferente para la Iglesia y sus instituciones, de acuerdo con la misión que ha recibido”, según en palabras del documento preparatorio.
Sin embargo, hasta ahora la desconexión ha sido casi total. (¿Tu párroco ha dicho algo?). Para los líderes pastorales, como dice el vademécum de la secretaría del Sínodo, “este proceso de consulta desencadenará una variedad de sentimientos… desde la emoción y la alegría hasta la ansiedad, el miedo, la incertidumbre o incluso el escepticismo”. La ansiedad es real. La Iglesia católica ya es un lugar profundamente polarizado. ¿Qué pasa si, cuando la gente habla con valentía, todo se derrumba?
En este vacío hecho de vacilaciones entran militantes de dos bandos, tradicionalistas y progresistas, sumando su hermenéutica del miedo y la sospecha. En la edición del 9 de septiembre del programa EWTN de Raymond Arroyo, un invitado mordaz, Damian Thompson, declaró que los sínodos eran “un medio para desmantelar las enseñanzas históricas”, una ruta segura hacia el protestantismo. Estaba convencido de que “el Espíritu Santo no estará presente porque el Espíritu Santo tiene mejores cosas que hacer”. Al día siguiente, la ex presidenta irlandesa y activista por la reforma de la Iglesia, Mary McAleese2, habló a un “inclusivo” y “dirigido por laicos” Root and Branch Synod3: “En Inglaterra, quien describió al Sínodo como un ‘proceso absurdo’ que en última instancia era ‘inútil’ porque no reconoció ‘la plena igualdad de todos los miembros como ciudadanos de la Iglesia’”. Su prueba era que, tras la fase inicial de consulta y escucha en las diócesis, sólo los obispos serían los responsables de llevar adelante el proceso de discernimiento.
Sin embargo, de esto se trata precisamente un Sínodo católico. A diferencia de los sínodos en otras tradiciones, la versión romana es consultiva. La responsabilidad final del discernimiento y las decisiones que de él se derivan recae en los obispos y, en última instancia, en el Papa, asistidos en su discernimiento por el cuerpo de creyentes. O eso dice la teoría. En la práctica, antes de este pontificado, cualquier consulta previa al Sínodo del Pueblo de Dios era, en el mejor de los casos, superficial, y los sínodos mismos eran más una confirmación de las creencias y prácticas existentes que ejercicios de discernimiento. Esto ha cambiado con Francisco. Desde su elección, cuando anunció que quería avanzar “con suavidad, pero con firmeza y tenacidad” hacia una Iglesia sinodal, Francisco ha querido despertar esta institución católica adormecida. Los sínodos en Roma (ha habido cuatro) son ahora pastorales, inductivos y dinámicos; el discernimiento es genuino. La conversión se realiza y el cambio se produce, tal como en el capítulo quince de los Hechos de los Apóstoles. Pero el Pueblo de Dios hasta ahora ha sido mayoritariamente espectador pasivo. Eso es lo que este Sínodo se propone cambiar.
El objeto de los próximos dos años no es un proceso único, sino una conversión permanente, que implica la transformación y una versión versus populum de la institución Sínodo existente, revitalizada por el Concilio Vaticano II. Como dice el vademécum publicado la semana pasada por la secretaría del Sínodo: “Si bien el Sínodo de los obispos se ha celebrado hasta ahora como una reunión de obispos con y bajo la autoridad del Papa, la Iglesia se da cuenta cada vez más de que la sinodalidad es el camino para todo el Pueblo de Dios”. Significa tomar decisiones pastorales “que reflejen la voluntad de Dios lo más fielmente posible, basándolas en la voz viva del Pueblo de Dios”. No se trata, por supuesto, de divinizar la voluntad popular, como pretendía hacer la Revolución Francesa; los obispos siguen siendo los principales discernidores, el Papa el que decide. Pero ahora hay un reconocimiento genuino de que el descubrimiento de la voluntad divina –descubriendo la presencia del Espíritu de Dios y el mal espíritu que busca frustrarlo– tiene que involucrar a todo el cuerpo de los fieles, no sólo a los obispos. Así, “el propósito de este Sínodo” –y de hecho, el propósito de una Iglesia sinodal– “es escuchar, como todo el Pueblo de Dios, lo que el Espíritu Santo está diciendo a la Iglesia”. Es hacer del Pueblo de Dios actores del proceso de discernimiento, más que espectadores pasivos.
Como era de esperar, la mayoría de los católicos todavía tienen que comprender este desafío. Una Iglesia acostumbrada a un modelo de comando y control no se adapta fácilmente a la sinodalidad, que puede ser “una dimensión esencial de la Iglesia”, como dijo Francisco en su innovador discurso de octubre de 2015, pero es mucho más como un músculo sin ejercitar. Ejercitarlo de nuevo no es tarea fácil; será difícil, doloroso e inicialmente puede parecer desesperante. Pero es lo que Dios pide a la Iglesia en el tercer milenio, dijo Francisco en el mismo discurso de 2015. Fue una conclusión a la que él no llegó a la ligera, sino como fruto de un profundo discernimiento durante décadas.
Mientras que el vademécum ofrece una explicación general del significado de la sinodalidad y enumera “buenas y fructíferas prácticas” para habilitarlo, el otro documento publicado la semana pasada, el Documento preparatorio (DP), acondiciona el terreno para la fase inicial o diocesana del proceso. Ambos documentos dejan en claro que lo que está en juego es un cambio cultural.
Un Sínodo no está llamado a defender ni a cambiar nada; su función es posibilitar una asamblea que discierna lo que el Espíritu Santo pide a la Iglesia en este momento en relación con la misión para la que existe: evangelizar. En otras palabras, un sínodo no es un programa sino un proceso; o más bien, el programa es el proceso, es como nunca este proceso, que se refiere precisamente a cómo la Iglesia puede llegar a ser más sinodal. Tanto los conservadores como los progresistas pueden luchar con este concepto, porque no está firmemente ligado a ninguna agenda en particular. Si un Sínodo no redobla la tradición frente a nuevas amenazas, dicen los conservadores, o si no conduce a reformas largamente atrasadas que promueven la igualdad, dicen los progresistas, entonces todo el proceso sinodal no debe tomarse en serio. Porque sería entonces inútil o peligroso.
Sin embargo, una reunión convocada para acordar un programa predeterminado no es un sínodo, sea cual fuere el modo con el que se autodenomine. Los sínodos tienen que ver con estar atentos a lo que el Espíritu está tratando de decir a la Iglesia, no a lo que la gente ha decidido de antemano que el Espíritu debería estar diciendo. Un sínodo nos invita a escudriñar los signos de los tiempos leyendo el movimiento de los espíritus en el sensus fidelium, en el cuerpo del Pueblo de Dios reunido por los líderes de la Iglesia. Es un proceso eclesial de discernimiento de espíritus, con un objetivo misionero, no sólo para el pueblo, sino con el pueblo, bajo la guía de los obispos.
Utilizando las Escrituras, el Documento preparatorio presenta este proceso como la interconexión de Jesús, la multitud y los apóstoles. Jesús, que toma la iniciativa, está constantemente abierto a las personas, reconociéndolas como interlocutores con formas que conmocionan y escandalizan. Al mismo tiempo, llama a algunos a seguirlo y les confía la responsabilidad especial de ayudar a otros a encontrarse con él. Los tres actores, dice el Documento, son esenciales: sin Jesús (el Espíritu) como protagonista, el sínodo desciende a un juego político entre los apóstoles y la multitud, un parlamento eclesiástico. Sin la multitud, se vuelve sectaria y autorreferencial, una secta exclusiva que mira hacia adentro. Sin los apóstoles instruidos por el Espíritu, la multitud corre el riesgo de caer presa del mito y la ideología. El Documento agrega que ello es tarea de un cuarto actor, el demonio, al tratar de separar a estos tres actores. Sin los tres –el Pueblo de Dios, el Espíritu Santo y los obispos– no es un verdadero sínodo.
Aquí radica lo que es tan difícil. No tenemos un modelo; y, cuando miramos a nuestro alrededor, en los bancos de la iglesia y en nuestro clero, parece poco realista. Un sínodo exige actitudes y mentalidades que parecen casi lo opuesto a lo que estamos acostumbrados en nuestra vida diaria y en nuestra Iglesia. Los documentos del sínodo nos piden que hablemos con valentía y honestidad (con parresía) y que generemos un espacio para que aquellos que rara vez hablan, puedan hacerlo. Sin embargo, los documentos también nos piden que seamos humildes al escuchar, que estemos abiertos a cambiar de opinión a la luz de lo que escuchamos y que aceptemos que no poseemos la verdad de la misma forma en que llegamos a ser poseídos por ella. Debemos dejar de lado el mito de nuestra autosuficiencia, abandonar los prejuicios y estereotipos, renunciar a nuestra rigidez y aprender a reconocer al Espíritu moviéndose donde menos lo esperamos. Debemos abandonar también la tentación del clericalismo, para reconocer que el verdadero poder está en el servicio, que las voces de todos los bautizados deben ser escuchadas. Y si bien debemos ser audaces al dar nuestras opiniones, tenemos que resistir la tentación de la polarización estéril, porque cuando dos puntos de vista están en oposición, puede que se presente un tercero que trascienda a ambos. Entrar en la sinodalidad es abrazar una alquimia en la que el Espíritu actúa como complexio oppositorum, en la que lo bueno y válido de todas las posiciones se conserva en una nueva visión.
Si bien se reconoce que “el proceso sinodal requerirá naturalmente una renovación de las estructuras en los distintos niveles de la Iglesia para fomentar una comunión más profunda, una participación más plena y una misión más fructífera”, el vademécum agrega que esta renovación fluye de la de los miembros del cuerpo. Esta renovación sólo puede producirse “haciendo” sinodalidad: dedicando tiempo al encuentro humano, en compañía de nuestros compañeros de fe en reuniones parroquiales y “reuniones de consulta sinodal”, pero también informalmente: compartiendo una comida, caminando juntos, etc. Esta sinodalidad informal –“renovar la Iglesia”, como dice el vademécum, “a través de nuevas experiencias de fraternidad entre nosotros”– ayuda a que se abran los que suelen estar intimidados en las reuniones más formales; y es uno de los desafíos centrales. ¿Cómo escuchar al Espíritu hablar a través de quienes no suelen hablar? ¿Cómo evitar que el proceso sea manejado por los más instruidos y educados? Y luego, como señala el Documento preparatorio, la Iglesia debe lidiar con el peso de su propia herencia clerical, “con esas formas de ejercer la autoridad sobre las que se injertan los diferentes tipos de abuso (de poder, económico, de conciencia, sexual)”. Pero también debe hacer frente al impacto de una cultura que oscila entre la intolerancia secularista de la religión y la intolerancia religiosa fundamentalista.
Todas estas actitudes sólo pueden trascenderse mediante una conversión sinodal. En palabras del Documento citado, “la capacidad de imaginar un futuro diferente para la Iglesia y sus instituciones, acorde con la misión que ha recibido, depende en gran medida de la decisión de iniciar procesos de escucha, diálogo y discernimiento comunitario, en los que todas y cada una de las personas pueden participar y aportar”. Significa ser “educados por el Espíritu a una mentalidad verdaderamente sinodal”, un “proceso de conversión” del que ahora depende la misión de la Iglesia.
Desde el punto en que nos encontramos ahora, parece un desafío temible: en sólo cinco meses, cada “Iglesia particular” –por lo general, una conferencia episcopal– tiene que organizar una consulta a todo el pueblo de Dios en sus diócesis y comunidades religiosas que se resume en una o dos preguntas clave: “Los miembros de una Iglesia sinodal, al anunciar el Evangelio, ‘caminan juntos’. ¿Cómo se está dando hoy este ‘caminar juntos’ en tu Iglesia particular? ¿Qué pasos nos invita a dar el Espíritu para crecer en nuestro ‘viajar juntos’? Cada Iglesia particular debe sintetizar su vendaval de respuestas en no más de diez páginas. A partir de esas síntesis, la secretaría del Sínodo en Roma creará el primer «documento de trabajo», que será reflexionado y trabajado por los órganos de obispos a nivel continental o regional antes de marzo de 2023. La síntesis de sus síntesis producirá un segundo documento de trabajo para junio de 2023, que será refinado y finalmente votado por un Sínodo de obispos que se extenderá por tres semanas en Roma en octubre de ese año. El informe final se entregará al Papa.
¿Demasiado pronto? Por supuesto. Ése es el punto. La genialidad del proceso es que revelará claramente cuán poco transitado es el camino hacia la Iglesia sinodal con la que sueña Francisco, cuán antisinodal es la cultura de una Iglesia de mando y control. Y eso es bueno, porque ninguna conversión ocurre sin una primera y fría confrontación con la verdad de quiénes somos, seguida de una comprensión de cuánto se requiere la ayuda del Espíritu para llevarnos a donde estamos llamados a estar. Si tal humildad y apertura a la gracia resulta ser el fruto principal del Sínodo, ciertamente producirá una rica cosecha.
- Este artículo fue publicado originalmente en Commonweal magazine con el título: “The Spirit in the Assembly” (https://www.commonwealmagazine.org/spirit-assembly)
- Mary Patricia McAleese nació en 1951 en Irlanda del Norte, es abogada, periodista y primera vicerrectora católica de la Universidad de Queens de Belfast.
- Significa algo así como “Sínodo radical, profundo, auténtico”. Es una institución que anhela reformar un catolicismo clerical. Dicen: “Nosotros, el pueblo de Dios, tenemos que liderar el proceso hacia una Iglesia católica inclusiva, segura, amorosa”.
Traducción de Alejandro Poirier