En una economía con inflación, los únicos resultados visibles son el aumento de la pobreza y una mayor agresión a la dignidad humana.

Hace casi un año, Martín Lagos, nuestro colega en el Consejo de Economistas de ACDE, desarrolló en esta revista un profundo análisis y descripción de los efectos nocivos del proceso inflacionario vivido por nuestro país, destacando que “…es la enfermedad de la Argentina, enfermedad que ya es pecado…” [i].

Transcurrido un nuevo período, sus advertencias y reclamos no sólo siguen vigentes, sino que los efectos del proceso inflacionario, lejos de atenuarse, se han agravado.

Podrá argumentarse que no sólo nuestro país sino el mundo han vivido una situación excepcional, que la inflación ya no es un tema excluyente de nuestro país y que se ha convertido en una preocupación mundial, o que no corresponde comparar períodos disímiles.

Considero que tales argumentos serían válidos si la inflación en nuestro país hubiera seguido una tasa descendente, o si los precios relativos en nuestra economía hubieran comenzado a converger hacia niveles que permitieran asumir un equilibrio más estable, o si lo que constituye las mayores afrentas a la dignidad de millones de nuestros hermanos, que son la pobreza y la indigencia, hubieran iniciado un descenso sostenido.

Sin embargo, si la inflación acumulada entre el 2001 y el 2021 supera el 11.100%, y el 103% en los últimos 21 meses; si la pobreza se ubica en torno al 40% y la “pobreza multidimensional” exhibe un promedio del 30% a lo largo de una década, la validez de tales justificativos se diluye para dar relieve a una tendencia más estructural y, sobre todo, más nociva para el tejido social y la dignidad humana.

En este marco cobra nuevamente vigencia la ya aludida identificación que realizara Martín Lagos en cuanto a la inflación como enfermedad y pecado.

Las consideraciones que se desarrollan a continuación, aspiran a complementar el referido excelente análisis de nuestro colega, ofreciendo dimensiones y lecturas adicionales sobre esa situación, también a la luz de los principios de la Doctrina Social de la Iglesia, el marco de principios que anima a quienes constituimos ACDE.

Desde una perspectiva externa y extrema, se cuestiona a la Doctrina Social de la Iglesia tanto por no postular medidas concretas frente a los problemas macroeconómicos, como por sostener modelos supuestamente obsoletos o inaplicables.

Considero que ambos extremos se equivocan porque omiten algo fundamental: la Doctrina Social de la Iglesia no es un dogma de fe, ni es un “recetario” de medidas políticas y económicas concretas. Es un conjunto de principios, basados en el Evangelio de Jesucristo, bajo cuya luz se deben interpretar las particulares situaciones de cada tiempo histórico, en lo político, lo social, lo económico y lo cultural.

Resulta entendible, por lo tanto, que sea ese conjunto de principios los que iluminen, en cada momento particular, las propuestas válidas para cada circunstancia histórica.

En este sentido, si bien, como ya señalara nuestro colega, no cabe esperar referencias a la inflación en la Doctrina Social de la Iglesia, sí se puede interpretar que tales principios son incompatibles con un proceso inflacionario, ya que sus consecuencias denigran la dignidad de la persona humana.   

Si bien puede sostenerse que la inflación es un fenómeno que reconoce múltiples causas y tiene una dimensión que supera lo estrictamente económico, no corresponde extrapolar esa multidimensionalidad a una condición de “multi-responsabilidad”.

En este aspecto, considero que la responsabilidad última del proceso inflacionario que ha afectado y afecta a nuestro país, no puede atribuirse a factores exógenos, conductas individuales, presiones desde el exterior, ni a problemas estructurales de larga data.

Desde mi perspectiva, todos esos factores sin duda contribuyen a proveer una visión adicional y complementaria sobre el proceso inflacionario, pero son marginales frente a la máxima responsabilidad que atribuyo a quienes, en cada momento, son o han sido responsables de conducir los destinos del país y de sus jurisdicciones sub-nacionales. Esta afirmación, aunque puede resultar polémica, no conlleva ningún juicio de valor sobre las intencionalidades o criterios ideológicos de tales autoridades, ni sobre el mejor o peor diseño o calidad de la gestión de las distintas políticas económicas o sociales.

Resulta innegable, sin embargo, que a la luz de los resultados empíricos antes citados, e independientemente de los objetivos que en su momento se hubieran planteado, el deterioro del tejido económico y social de nuestro país y su agravamiento, han sido la regla antes que la excepción.

Cuando aludo a la responsabilidad del poder político, no me refiero a los contenidos, modos y secuencia temporal que debería poseer una política antiinflacionaria y de equilibrio de precios relativos, lo que supera el objetivo de esta nota.

Sin perjuicio de ello, desde mi perspectiva, tal política nunca debería ser un fin en sí mismo, sino integrar algo más holístico y coherente, que parta de una visión sobre cómo se debe integrar nuestro país al mundo, qué sectores serían los vectores de ese desarrollo económico y social, qué sectores deberían o no contar con asistencia oficial y sus límites temporales, cómo se efectiviza un verdadero “Principio de Subsidiariedad”, así como la interacción de esa política antiinflacionaria con otras medidas en lo fiscal, monetario, tributario, laboral y de política comercial externa, que promuevan la inversión y, en particular, la generación de empleo y reducción de la pobreza.

Esa atribución de responsabilidades al núcleo dirigente de nuestra sociedad, alude, en particular, a que sí corresponde a las autoridades brindar un horizonte de expectativas que alimente las esperanzas y permita a las personas desplegar todo su potencial. También es su responsabilidad, y la de toda la dirigencia política, que ese horizonte supere los límites temporales de los respectivos mandatos y más que un rédito electoral, se busque solucionar estructuralmente los problemas que nos aquejan.

Considero que es también una obligación del poder político que las medidas que se definan para promover el desarrollo económico y social se adopten luego de receptar todas las visiones sobre cómo alcanzar los objetivos planteados, y que no estén sesgadas por criterios sectarios o discriminatorios, ya que como autoritas debe gobernar tanto para quienes lo eligieron como también para quienes votaron otras opciones.

Lamentablemente, resulta habitual que desde ciertos sectores de la dirigencia política, se insista en hacer descansar la responsabilidad de la inflación sobre el sector empresario, cualquiera sea su actividad. Consecuentemente, a partir de esta perspectiva sesgada, las medidas antiinflacionarias se orientan a restringir los cada vez más acotados márgenes disponibles de libre iniciativa y de funcionamiento de una economía de mercado.

Restricciones a flujos comerciales y financieros, cupos y precios máximos, interferencia en las decisiones productivas y comerciales de las empresas, subsidios con intermediarios innecesarios, aseguramiento de consumidores y mercados cautivos a sectores que están protegidos desde comienzos del siglo XIX, son medidas sobre las cuales nuestra historia económica y social exhibe una vasta experiencia y evidencia sobre sus motivaciones y, en particular, sobre el rotundo fracaso de sus resultados.

Sin dudas que hay actores económicos que lucran con la inflación. Sin embargo, desde la perspectiva de un dirigente empresario cristiano, la inflación genera consecuencias siempre nefastas, en lo social y en el ámbito económico.

Si bien se acostumbra a aludir al aumento de la pobreza y de la indigencia como los resultados inmediatos y visibles de un proceso inflacionario (consecuencias que las medidas de asistencia social pueden atenuar pero no corregir ni evitar), provoca también otras derivaciones nocivas para la cohesión del tejido social.

Desde la perspectiva de la Doctrina Social de la Iglesia, que algo hiera en lo más profundo la dignidad de millones de compatriotas, es suficiente para que el proceso inflacionario sea objetado. Sin embargo, hay otras consecuencias, no siempre susceptibles de cuantificación, pero no por ello menos visibles, y que agreden a la dignidad de las personas.  

Aludo de esta forma a cómo un proceso inflacionario persistente como el que nos afecta aumenta la incertidumbre individual sobre las perspectivas personales, las posibilidades laborales y la preservación de los patrimonios individuales, sin importar su dimensión; desnaturaliza el valor del esfuerzo y la búsqueda de la superación; tiende a promover conductas preventivas y de preservación individual; corroe los lazos sociales basados en sanos valores y, en especial, afecta la estabilidad emocional de las personas.

Para un empresario que se considere digno de tal identificación, la permanencia de un proceso inflacionario nunca puede ser algo saludable ni una fuente de crecimiento sustentable, y ello, por efectos económicos muy conocidos.

Es cierto que el riesgo está ínsito en la definición de empresario, pero agregarle a las dudas naturales –derivadas de la validez de sus estimaciones sobre la demanda de los bienes o servicios que ofrece–las relacionadas con fenómenos naturales o competencias geopolíticas, la disponibilidad de insumos, o la incertidumbre que conlleva el factor inflacionario local, le agrega una dimensión que supera sus aptitudes.

Ello por cuanto elimina toda posibilidad de planificar sus actividades, no ya con una perspectiva de muchos años, sino ni siquiera de pocos meses y, en consecuencia, los objetivos de crecimiento y expansión de su emprendimiento se terminan mediocratizando hacia una mera supervivencia.

La inflación, al ocultar las ineficiencias, también anula todo incentivo para ser más eficiente y más innovador, ya que ello exigiría inmovilizar ingentes montos de capital de trabajo e inversiones sin perspectivas de un adecuado resultado, así como degrada toda sana competencia basada en la superación y la creatividad.

Adicionalmente, es un mecanismo que distorsiona los recursos fiscales, lo que a su vez induce a mecanismos de mayor presión tributaria; y se suman, afectando a quienes menos tienen, los efectos del “impuesto inflacionario”.

Aun cuando en un muy corto plazo no se perciba y se trate de compensar el aumento de precios a través de la política de ingresos, una mayor inflación o una persistente alta inflación conducen a mercados más reducidos, en volumen y calidad, tanto desde la oferta como desde la demanda; a un horizonte de menor sustentabilidad para todo el ecosistema de actividad y, en especial, a una menor generación de empleo formal y de inclusión social.

Para un dirigente empresario cristiano, a estas consecuencias negativas se incorpora una tensión adicional: cómo compatibilizar la supervivencia de su emprendimiento en un contexto inflacionario, con el necesario respeto hacia el ser humano, eje y destino final de toda actividad económica.

Como sostiene la Doctrina Social de la Iglesia, además de ser una sociedad de capitales, “la empresa es una ‘sociedad de personas’, en la que entran a formar parte de manera diversa y con responsabilidades específicas los que aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con su trabajo…” [ii]

Considero que los comentarios expuestos reflejan que un proceso inflacionario persistente y agudo como el que lamentablemente hemos vivido en nuestro país a lo largo de muchos años, nunca puede ser juzgado como algo saludable o tolerable, por cualquier empresario que se sienta digno de tal condición, por las negativas consecuencias que provoca sobre la propia actividad.

Para un dirigente empresario cristiano, que encuentra en la Doctrina Social de la Iglesia y en la figura de Enrique Shaw los principios que deben guiar su conducta y el ejemplo de una ética empresarial, la inflación sólo merece rechazo porque en lo esencial, más allá de lo económico, hiere de múltiples modos la dignidad de la persona humana.

Considero que esta nota estaría incompleta si se limitara a lo arriba desarrollado. Paralelamente, contradeciría lo expuesto presentar una visión personal sobre cómo debería ser una política antiinflacionaria.

Sin perjuicio de compartir el clamor con el que Martín Lagos concluyó su artículo –“…parafraseando a Carlos Pellegrini, concluyo clamando por que surja esa nueva generación de dirigentes políticos…”[iii]–, considero que no sólo por la fe que me anima, sino por evidencias visibles, hay elementos que nos permiten ser optimistas.

La extraordinaria solidaridad exhibida por nuestra población, aun de aquellos con una difícil situación económica personal, hacia los más afectados a lo largo de estos dos años de pandemia y crisis económica; la creciente participación y compromiso de nuevas generaciones para quienes una Argentina mejor no sólo es deseable, sino también posible; la ingente demanda de cambio por parte de quienes supuestamente han sido beneficiarios de políticas que sólo profundizaron la desigualdad, la pobreza y la desesperanza; y el reclamo de mayor diálogo como mecanismo de debate, conforman a mi juicio una base desde la cual se puede iniciar un nuevo recorrido.

Es en este contexto que aspiro y confío que en una futura publicación de Criterio se pueda exhibir el inicio de un cambio que, en lo fundamental, vuelva a considerar a la persona el núcleo de toda vida social, y al respeto a su dignidad un pilar inamovible de ese proceso.

Hugo D. Krajnc es Licenciado en Economía (UBA) y en Ciencias Políticas (UCA). Coordinador del Consejo de Economistas de ACDE


[i]      Lagos, Martín, “La inflación en la perspectiva de la moral social católica”, revista Criterio. Año 2020. N° 2472

[ii]     San Juan Pablo II. Carta encíclica Centesimus Annus, 43: AAS 83 (1991) 847

[iii]    Lagos, Martín. (2020). Op. cit.

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