Cuando recuerdo los años de mi escuela primaria (1966-1972), me vienen a la memoria objetos que para un escolar de hoy serían curiosos, cuando no completamente desconocidos. Por ejemplo, la típica valija de cuero marrón, ajada, con todos los bordes doblados, con el aspecto de un animal vencido por el cansancio; la lapicera a cartuchos, cuyos periódicos accidentes sobre la superficie del cuaderno de clase exigían la compañía del papel secante; el cuaderno de caligrafía con el cual mis maestras, una tras otra, fracasaron en el propósito de domar mi escritura torpe y sin estilo. Pero nada me hace tomar tanta conciencia del tiempo y los mundos transcurridos como la libreta de ahorro.
En ese humilde cuadernillo, con un motivo patriótico en la tapa y hojas con cuadrículas, pegábamos estampillas de 10 pesos, con la misma unción y entusiasmo con que llenábamos los álbumes de figuritas coleccionables. En mi caso, una moneda de 10 pesos representaba 10 caramelos Sugus, uno por cada una de las ocho interminables cuadras que separaban el colegio de mi casa, más un pequeño resto que me permitía practicar la beneficencia con mis compañeros de camino. No era menor, entonces, el sacrificio y el renunciamiento que me imponía a mí mismo para ir llenando la libreta, casilla por casilla, hasta completarla. Pero también fue grande la satisfacción cuando pude obtener por esta vía mis primeros billetes (de 50 y 100 pesos), fruto de mi propio esfuerzo, y que luego (venciendo la tentación de volver al quiosco) colocaba en mi alcancía, en un rito sencillo y solemne.
Podría parecer algo trivial. Pero por ese medio mis mayores me enseñaron la virtud del ahorro, la capacidad de diferir la gratificación inmediata de mis deseos con el fin de alcanzar un objetivo en el futuro. Me ayudaron a comprender el valor del dinero y a pensar mejor mis pequeños gastos. Me brindaron el orgullo de pagar compras con mi propio esfuerzo. Un día podría llegar a ser como papá y mamá, y en vez de golosinas, comprar una casa o un auto con el fruto de mi trabajo. Frugalidad, moderación, responsabilidad, esfuerzo, laboriosidad, el orgullo de la autonomía, pensar en el futuro… La humilde libreta de ahorro era la encarnación de un universo de valores, como los que se expresaban (reconozco que de un modo algo cruel) en la fábula de la cigarra y de la hormiga, contenida en alguno de mis primeros libros de lectura.
Hasta que un día volví al quiosco (nunca dije que fuera perfecto). Pero esta vez, para mi sorpresa, con la misma moneda ya no podía comprar la misma cantidad de caramelos de antaño. En casa, los mayores hablaban en tono muy serio de algo llamado “inflación”. ¿Sería “eso”? No sólo las libretas de ahorro y las alcancías de la infancia desaparecieron. Fue un mundo de valores y expectativas que se derrumbó.
A 50 años de los hechos que relato, me pregunto: ¿es posible enseñar hoy a un niño la virtud del ahorro y todos los valores vinculados con ella? ¿Qué sentido tendría hoy una libreta de ahorro o una alcancía? De hecho, actualmente el Estado proclama el mensaje contrario: invita a toda la sociedad a gastar todo lo posible, a comprar y a consumir, lo que sea, no importa qué, en infinitas cuotas, pensando que así se reactivará la economía. Y es muy difícil resistir ese canto de sirena cuando se sabe que una “mano invisible” (no precisamente la de Adam Smith) penetra insidiosamente en nuestros bolsillos para sacarnos la mitad de nuestros ahorros anuales, dejando intactos esos papelitos impresos que los argentinos, por una cuestión de costumbre, seguimos llamando “dinero”.
No se trata sólo de un problema económico, ni de la tristeza de contemplar al Estado convertido en un gigante bobo, que pretende alzarse a sí mismo tirando del cordón de sus zapatos. Se trata de una de las más terribles distorsiones de la vida social, de la cultura, de los hábitos personales. No hay estímulos para aprender la importancia de sacrificarse en el presente pensando en el futuro, lo que antes era sinónimo de madurez. Hoy el futuro no existe, y por lo tanto hay que vivir en un eterno presente sin expectativas, que sólo tiene valor si me permite la gratificación inmediata de mis deseos, cualesquiera que sean. Total, “en el largo plazo todos estaremos muertos”, como diría Lord Keynes. A veces compramos con la sola intención de convertir esa ilusión denominada “moneda nacional” en cosas, que podrán no ser tan útiles como imaginábamos, pero que al menos tienen la cualidad de ser concretas y tangibles, y no ficciones en las que ya nadie cree. Y lo que nos queda del ingenio que Dios nos haya dado, por poco que sea, lo dedicamos a buscar maneras de escapar a los controles de un Estado extractivo y asfixiante.
Si no hay moneda, no hay ahorro, ni inversión, ni crecimiento, ni futuro, ni valoración del sacrificio y el trabajo. Esto deberían pensar quienes, mientras dilapidan irresponsablemente los recursos públicos, siguen imprimiendo billetes, sin pensar que con cada vuelta de la manivela nos están haciendo más pobres y nos están robando la esperanza.