El primero de octubre el Museo del Cine cumplió 50 años. A lo largo de 30 de esos años yo fui uno de sus miembros, como Fernández Jurado gustaba llamarnos. Para él nunca fuimos empleados, sino miembros del Museo. Y como tales nos enviaba a representar la institución en inauguraciones, conferencias, cócteles y velatorios. Precisamente, el Museo nació en un velatorio, el del coleccionista e investigador Pablo Ducrós Hicken, un hombre bueno que de niño miraba fascinado la vidriera de la casa Lepage donde se exhibían las primeras cámaras filmadoras llegadas al país, y ansiaba conocer a los pioneros de nuestro cine, y de grande logró rescatar a varias máquinas como esas, ya llenas de historia, y, más aún, trabó amistad con algunos de esos pioneros, que estaban siendo olvidados. Cuando nadie lo había hecho todavía, él registró sus testimonios.
Al morir Ducrós, los críticos Jorge Miguel Couselo y Rolando Fustiñana, más conocido como Roland, y Jurado, numen de la Cinemateca Argentina, hablaron con la viuda y el hijo, y con el intendente Montero Ruiz, para salvar tanto la colección como el nombre del coleccionista. Así nació en 1971 el Museo Municipal del Cine “Pablo Ducrós Hicken”, ese es su nombre completo, que ya pocos recuerdan.
Mi primer acercamiento fue en 1973, representando a un cineclub del interior. Entonces ocupaba apenas dos oficinas y lo dirigía Couselo, con grandes esfuerzos pero con una gran ayudante, María Inés Soler, señora siempre activa, agradable y de aspecto también agradable, que, cuando más joven, había representado al país como nadadora en las Olimpíadas de Londres 1948.
Mi segundo acercamiento, en 1977, fue como espectador casual de las funciones gratuitas que a sala llena (pero ajena) ofrecía el Museo, exhibiendo clásicos de nuestro cine a los jubilados y a las nuevas generaciones. Roland era el director, y esas eran noches de glorioso reencuentro. Acostumbrada a tenerlo todo a mano, la gente olvida que en otros tiempos uno podía pasar años, antes de tener la oportunidad de ver o rever un título. Pero verlo al fin, en la emoción conjunta de todo el público, y con el regalo de encontrarse allí con alguno de los artistas de esa obra, eso sigue sin tener precio.
El tercer acercamiento, el decisivo, fue en febrero de 1983. Hacía poco que estaba viviendo en Buenos Aires, con familia y sin trabajo. Se enteró Jurado, y me mandó llamar. El era en ese momento el director. El Museo estaba en los fondos de lo que fuera Asilo Viamonte (hoy remozado Centro Cultural Recoleta), el patrimonio había crecido mucho, y el personal, no tanto. Quiero hacer memoria: María Inés y Haydée Espósito, que hacía las fichas a mano; Andrés Insaurralde, enorme conocedor del cine argentino, de humildad también enorme, buen humor y santa paciencia, al frente de la biblioteca, fotos y demás papeles; Jorge Oliva, otro conocedor de ley, atento al rescate de todo lo que los viejos estudios en quiebra dejaban tirado; Derlis, sufrido jefe de personal; Lacorazza, socarrón y muy práctico jefe de mantenimiento (y con él Dacio, El Yacaré y una señora joven, muy aplicada en la restauración de vestuarios donados – y dañados); y El Viejo Saravia, que alguna vez fue jefe de algo y ahora era uno de esos clavos que por alguna razón la municipalidad no puede echar. Cada uno de ellos me enseñó su trabajo. Saravia, cómo se hace la vizcacha al escabeche.
A ese pequeño número se irían sumando Boidi, gran técnico, don José, genio del mantenimiento, siempre silbando alguna melodía; Andrés Pohrebny, alias La Bestia Pohrebny, que se fingía bruto pero se cultivaba diariamente; María del Carmen Vieites, bibliotecaria recibida y hábil organizadora, que bien merecía ser la directora del Museo (lo fue unos meses, pero interina y sin que le pagaran la diferencia); Roberto Bedirian, nuevo jefe de personal que en los ratos libres estudió abogacía; el apasionado Arialdo Giménez, también actor de publicidades; y en algún momento José María Poirier, un modelo de director que lamentablemente disfrutamos poco tiempo. Y Tony Siedloczek, otro gran técnico que amaba las máquinas. Hasta que un día nos dijo “Ayer llegué a casa con el paraguas en una mano y la llave en la otra, y por un largo momento no supe qué era lo que debía poner en la cerradura”. Y decidió jubilarse.
Pocos de ellos habrán de figurar en los libros de historia del cine. Pero todos ellos también hicieron nuestro cine, y además tuvieron el honor de preservarlo. A esa lista debería sumar otros miembros del Museo que trabajan todavía, y de los que algún día hablaremos: Felipe, Sancho, De Vita, buenos ejemplos. Después, por supuesto, están los empleados públicos, que cada gestión municipal ha ido sumando como capas geológicas, así como casi cada gestión muda de sede, y de barrio, a todo el Museo, prometiendo siempre el edificio adecuado y definitivo.
¿Qué hice yo, entretanto? Ordené y transcribí los escritos de Ducrós para un libro que nunca pudo editarse, orienté cientos de estudiantes en la biblioteca (y vigilé que fueran honrados y cuidadosos), inventé un ciclo-exposición sobre la historieta y el cine, que nos permitió conocer personalmente a Siulnas, autor de una historia en dos tomos del humorismo argentino, y a través suyo a Torino (El conventillo de don Nicola), Ferro (El buzo Chapaleo), los divulgadores científicos Guillermo Guerrero y Héctor M. Sidoli (Lupin el aviador) y varios otros creadores que amamos en nuestra infancia, di charlas al público general con Pohrebny, en el Museo y en extensiones culturales, conduje proyecciones y debates en cuatro facultades de la UBA, llevé y presenté películas en algunas localidades del interior, desde Zapala, en Neuquén, para arriba (porque el Museo es municipal por esas cosas de la suerte, pero es nacional por todo lo que representa), atendí gustosamente a verdaderos conocedores que ya venían sabiendo, desde universidades extranjeras, o que estaban aprendiendo y hoy son productores y directores de nuestro cine, atendí también a los tres únicos funcionarios públicos que realmente conocieron el Museo en mis 30 años de servicio (los historiadores Félix Luna y María Sáenz Quesada, a cargo de Cultura de la Ciudad, y años después Mauricio Macri en su primera y segunda intendencia; otros sólo se sacaron fotos en el hall de entrada) y durante años conduje con Pablo De Vita, en nombre del Museo, un ciclo semanal de preestrenos en el Colegio de Abogados, con entrada libre y gratuita y charla posterior entre autores y público, ciclo de muy buen suceso y prestigio, interrumpido sólo por mi jubilación y la pandemia.
Dejo para el final una buena anécdota de cómo funcionan las cosas. Tenía una invitación a concurrir al Festival de Cine de San Sebastián, invitación que desde entonces se repetiría todos los años. Avión, alojamiento, viáticos y vicios, todo resuelto por el Festival, el Incaa y el diario donde trabajaba. Sólo debía pedir unos días de licencia. Me mira el entonces director, el recordado David Blaustein, hombre muy práctico y campechano. “¿Así que te invitan, desgraciado? ¡Con lo bien que ahí se come! Pero si te doy unos días de licencia después vas a tener menos días para pasar vacaciones con tu familia, así que no te doy licencia, de ningún modo. ¡Te vas en comisión! ¡Y me tenés que traer para el Museo todos los libros, afiches, autógrafos y demás cosas que puedas conseguir!”. Mientras él fue director, siempre pagué con gusto el exceso de equipaje.
Daniel Sendrós es crítico cinematográfico, periodista y profesor universitario