El término “meme” fue acuñado por el biólogo Richard Dawkins para designar unidades de herencia cultural. A diferencia de los genes, los memes se trasmiten entre individuos no necesariamente relacionados, a través de historias, textos o en forma aún más difusa, por compartir el ambiente cultural en que se desempeñó el individuo que los generara.
El presente texto trata de cómo los memes del Dr. Bernardo Houssay influenciaron mi carrera, tanto científica como política.
Comencé a trabajar como estudiante en 1975 en el Instituto de Biología y Medicina Experimental, creado por Houssay, que compartía edificio con la Fundación Campomar, creada por su discípulo Luis F. Leloir. El edificio, sito en la esquina de Vuelta de Obligado y Monroe, había sido originalmente un colegio religioso y de alguna manera esa atmósfera monástica se había perpetrado en el hacer científico. Había una combinación particular de excelencia intelectual con “ostentación de la austeridad” que se sintetizaba en la tan difundida imagen de la silla de paja atada con alambre en la que Leloir trabajaba diariamente.
Había también una cierta tradición de ritos de iniciación. El Dr. Jaime Moguilevsky me relató una vez que cuando comenzó a colaborar con Houssay éste le encargó que durante meses pesara glándulas suprarrenales de sapo. Cuando finalmente le entregó el cuaderno con todas sus anotaciones Houssay lo tiró al cesto y le dijo: “Ahora vamos a empezar a trabajar”.
En mi caso, comencé a desempeñar tareas con el Dr. Eduardo H. Charreau, discípulo de Houssay, quien lo había conminado a retornar al país renunciando a una excelente posición en los Estados Unidos bajo la consigna de que “la Ciencia no tiene Patria, pero los científicos, sí”. Mis primeras tareas fueron pintar paredes para acondicionar un espacio y preparar laboriosamente en un cuarto frío un reactivo que costaba unas decenas de dólares pero que en ese entonces era un bien de lujo.
Recuerdo todavía entrar un domingo de sol primaveral a controlar experimentos y ver al Dr. Leloir con su guardapolvo gris subiendo la escalera. Me dirigió una mirada cómplice como la que se da entre quienes comparten una adicción. Y efectivamente se ha comprobado que, por ser una experiencia de recompensa impredecible, ya que uno nunca sabe cuándo tendrá el resultado esperado, la ciencia resulta ser tan adictiva como las máquinas tragamonedas.
Esta visión espartana de la ciencia, producto de la baja inversión pública, tenía como contracara una actitud de escaso compromiso con las posibles aplicaciones, y se centraba sólo en el avance del conocimiento. No eran pocos los investigadores que afirmaban: “Hacemos lo que nos gusta y encima nos pagan”.
Pero a diferencia de Leloir, quien por su proverbial timidez rara vez salía de su laboratorio, Houssay tuvo siempre en claro la importancia de las instituciones en el quehacer científico. Creó la Sociedad Argentina de Biología, la Asociación Argentina para el Progreso de las Ciencias y finalmente el CONICET.
Fue Charreau quien no sólo asumió ese mandato, llegando a ser Presidente del CONICET, sino que desde mis inicios empezó a encargarme tareas de gestión. La primera de ellas, a los 23 años, como Presidente del Club de Esteroides. Esta entidad cuya actividad no tenía nada que ver con las connotaciones actuales de los esteroides, era un ateneo científico, y me tocó convocar a los próceres de ese entonces, Lanari, De Robertis, Stoppani, entre muchos otros, para dar conferencias. Años más tarde fue también Charreau quien me impulsó para ser Presidente de la Sociedad Argentina de Biología y, más tarde, del Centro Argentino-Brasileño de Biotecnología.
Cuando volví al país, en 1984, luego de mi formación post doctoral en Alemania y los Estados Unidos, decidí tratar de impulsar un modelo de ciencia como motor del desarrollo económico y social, tal como sucedía en esos países. En aquel momento el principal problema era la falta de financiamiento que se reflejaba en salarios más que exiguos (llegaron a ser el equivalente a 50 dólares mensuales en 1989).
En 1985 creamos la Asociación de Personal del CONICET y fui elegido Presidente. Además de organizar manifestaciones y publicar solicitadas, ya afirmábamos que la mejor manera de defender el presupuesto de ciencia era mostrar con hechos concretos cómo esa inversión beneficiaba a la sociedad. Esta visión chocaba con la posición cientificista de gran parte de los investigadores que defendían la ciencia de excelencia, motivada por la curiosidad como paradigma.
Como joven ansioso e impertinente, me tocó discutir acaloradamente con el Dr. Manuel Sadosky (Secretario de Ciencia de Alfonsín) por la falta de presupuesto. Esas discusiones continuaron con todos y cada uno los secretarios de Ciencia que tuvo la Argentina durante casi 20 años. Y más allá de los cambios propios de la maduración personal, fui aprendiendo que la tarea de administrar la ciencia no es sencilla. Fueron años duros en que la ciencia tenía escasa o nula relevancia y existía una profunda desesperanza entre los investigadores.
En el año 2002 asumí como Secretario de Investigación de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales dela UBA. Convencido de que había que crear las condiciones para que la Facultad no sólo publicara trabajos sino que creara puestos de trabajo, fundamos la incubadora de empresas INCUBACEN. Como referencia, el MIT es responsable de 1 de cada 15 puestos de trabajo en los Estados Unidos, y Stanford de la existencia del Silicon Valley, pero no existen contribuciones equivalentes de las universidades nacionales de la Argentina. Esta iniciativa tuvo una fría acogida por parte del sector de profesores más conservador y una abierta oposición de las agrupaciones de estudiantes de izquierda.
En 2003, Daniel Filmus me convocó para ser Presidente de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica, que había sido creada por Juan Carlos del Bello (recientemente fallecido). Desde 1997 otorgaba subsidios importantes en tiempo y forma y financiaba no sólo la investigación básica sino también la innovación en las empresas. Los primeros meses me dediqué y escuchar a los funcionarios, altamente profesionalizados, de esa institución. Funcionarios que me acompañarían a lo largo de los 16 años siguientes.
Las políticas que pusimos en práctica tuvieron como eje central acoplar efectivamente la generación de conocimiento con la actividad productiva. Gracias al financiamiento del Banco Interamericano de Desarrollo, implementamos nuevos instrumentos como el financiamiento de los costos de patentamiento, subsidios para pasar del hallazgo publicable a la prueba piloto y redes de investigación que involucraban múltiples centros de investigación y empresas.
En este período también me tocó rescatar y reformular la Fundación Argentina de Nanotecnología (FAN), que había sido creada por Roberto Lavagna. La FAN tiene hoy un edificio propio que incluye una incubadora de empresas, varias de las cuales suelen aparecer en los medios por sus desarrollos.
En 2007 tuve la oportunidad de conocer a la entonces candidata Cristina Fernández de Kirchner y de proponerle el “Pasteurizar la Ciencia Argentina”. Esto implicaba hacer “Ciencia inspirada en el uso”, de acuerdo a lo propuesto por Donald Stokes como modo de resolver la falsa antinomia entre ciencia básica y aplicada. Aparentemente eso la decidió a elegirme Ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, el primero en ese cargo.
Gracias a los proyectos que gestionamos ante el BID, el Banco Mundial y el Banco de Desarrollo Latinoamericano (CAF) pudimos profundizar las políticas tendientes a mostrar impactos concretos de la ciencia y la tecnología en el desarrollo económico y social.
Esto implicó además la creación de nuevas instituciones.
La Fundación Sadosky, destinada a apoyar el desarrollo de las ciencias de la computación tanto en el ámbito publico como el privado, permitió, entre otros proyectos, el desarrollo del software GENIS, que hoy se utiliza para la identificación de familiares no sólo en el Banco Nacional de Datos Genéticos de nuestro país sino en instituciones similares de América Latina.
El Polo Científico Tecnológico es el único ámbito a nivel mundial que reúne en una misma estructura edilicia las actividades de investigación a través de los Institutos Internacionales de Innovación Interdisciplinaria (entre ellos la sede de la Sociedad Max Planck); la gestión, a través de la ANPCYT y el CONICET; la política científica, en el MINCYT; y la popularización en el Centro Cultural de la Ciencia y el Museo Interactivo “Lugar a Dudas”.
En una asociación entre el CONICET e YPF se creó Y-TEC, empresa que lidera el desarrollo tecnológico no sólo en la industria petrolera sino también en las energías alternativas.
Creamos también el primer canal de ciencia en el ámbito de un ministerio: TEC TV, y participamos de las muestras científicas en Tecnópolis.
El desarrollo de nuevos instrumentos de financiamiento permitió además tener casos de éxito en cuanto al impacto de la inversión en ciencia.
El Fondo Sectorial FONARSEC, que financia consorcios público-privados, permitió la creación de MabXience, empresa que produjo los primeros anticuerpos monoclonales en el país, ahorrando millones de dólares y exportando por otros tantos, y más recientemente conocida por la producción de la vacuna contra el Covid de Astra Zeneca. Este fondo permitió también que la cooperativa Payún Matrú de Malargüe, que no tenía electricidad ni teléfono, hoy posea una planta de procesamiento de la fibra de guanaco, que vale alrededor de 500 dólares el kilo, y su página web.
El programa EMPRETECNO de promoción de nuevas empresas tecnológicas fue, según la evaluación del Banco Mundial, más exitoso que varios fondos de capital de riesgo del Silicon Valley, y significó para el país un rédito del 45% en dólares. Una de las empresas creadas fue la que desarrolló los kits para el COVID-19.
La compañía Satellogic, creada gracias a una inversión de capital semilla del MINCYT, es hoy una de las que lidera el mercado mundial de información satelital.
En 2015 se produjo un cambio en el partido de gobierno y la nueva administración me propuso continuar en el cargo. Mi decisión de aceptar se debió a mi compromiso con un grupo humano de excelencia que quería proteger y una política para la ciencia que requería continuidad. Fueron años difíciles en los que debí afrontar el rechazo de la misma comunidad que fue beneficiaria de las acciones que implementamos en más de una década. No obstante siempre me alentó el sentir que estaba cumpliendo con los “memes” de Houssay.
El término “meme” fue acuñado por el biólogo Richard Dawkins para designar unidades de herencia cultural. A diferencia de los genes, los memes se trasmiten entre individuos no necesariamente relacionados, a través de historias, textos o en forma aún más difusa, por compartir el ambiente cultural en que se desempeñó el individuo que los generara.
El presente texto trata de cómo los memes del Dr. Bernardo Houssay influenciaron mi carrera, tanto científica como política.
Comencé a trabajar como estudiante en 1975 en el Instituto de Biología y Medicina Experimental, creado por Houssay, que compartía edificio con la Fundación Campomar, creada por su discípulo Luis F. Leloir. El edificio, sito en la esquina de Vuelta de Obligado y Monroe, había sido originalmente un colegio religioso y de alguna manera esa atmósfera monástica se había perpetrado en el hacer científico. Había una combinación particular de excelencia intelectual con “ostentación de la austeridad” que se sintetizaba en la tan difundida imagen de la silla de paja atada con alambre en la que Leloir trabajaba diariamente.
Había también una cierta tradición de ritos de iniciación. El Dr. Jaime Moguilevsky me relató una vez que cuando comenzó a colaborar con Houssay éste le encargó que durante meses pesara glándulas suprarrenales de sapo. Cuando finalmente le entregó el cuaderno con todas sus anotaciones Houssay lo tiró al cesto y le dijo: “Ahora vamos a empezar a trabajar”.
En mi caso, comencé a desempeñar tareas con el Dr. Eduardo H. Charreau, discípulo de Houssay, quien lo había conminado a retornar al país renunciando a una excelente posición en los Estados Unidos bajo la consigna de que “la Ciencia no tiene Patria, pero los científicos, sí”. Mis primeras tareas fueron pintar paredes para acondicionar un espacio y preparar laboriosamente en un cuarto frío un reactivo que costaba unas decenas de dólares pero que en ese entonces era un bien de lujo.
Recuerdo todavía entrar un domingo de sol primaveral a controlar experimentos y ver al Dr. Leloir con su guardapolvo gris subiendo la escalera. Me dirigió una mirada cómplice como la que se da entre quienes comparten una adicción. Y efectivamente se ha comprobado que, por ser una experiencia de recompensa impredecible, ya que uno nunca sabe cuándo tendrá el resultado esperado, la ciencia resulta ser tan adictiva como las máquinas tragamonedas.
Esta visión espartana de la ciencia, producto de la baja inversión pública, tenía como contracara una actitud de escaso compromiso con las posibles aplicaciones, y se centraba sólo en el avance del conocimiento. No eran pocos los investigadores que afirmaban: “Hacemos lo que nos gusta y encima nos pagan”.
Pero a diferencia de Leloir, quien por su proverbial timidez rara vez salía de su laboratorio, Houssay tuvo siempre en claro la importancia de las instituciones en el quehacer científico. Creó la Sociedad Argentina de Biología, la Asociación Argentina para el Progreso de las Ciencias y finalmente el CONICET.
Fue Charreau quien no sólo asumió ese mandato, llegando a ser Presidente del CONICET, sino que desde mis inicios empezó a encargarme tareas de gestión. La primera de ellas, a los 23 años, como Presidente del Club de Esteroides. Esta entidad cuya actividad no tenía nada que ver con las connotaciones actuales de los esteroides, era un ateneo científico, y me tocó convocar a los próceres de ese entonces, Lanari, De Robertis, Stoppani, entre muchos otros, para dar conferencias. Años más tarde fue también Charreau quien me impulsó para ser Presidente de la Sociedad Argentina de Biología y, más tarde, del Centro Argentino-Brasileño de Biotecnología.
Cuando volví al país, en 1984, luego de mi formación post doctoral en Alemania y los Estados Unidos, decidí tratar de impulsar un modelo de ciencia como motor del desarrollo económico y social, tal como sucedía en esos países. En aquel momento el principal problema era la falta de financiamiento que se reflejaba en salarios más que exiguos (llegaron a ser el equivalente a 50 dólares mensuales en 1989).
En 1985 creamos la Asociación de Personal del CONICET y fui elegido Presidente. Además de organizar manifestaciones y publicar solicitadas, ya afirmábamos que la mejor manera de defender el presupuesto de ciencia era mostrar con hechos concretos cómo esa inversión beneficiaba a la sociedad. Esta visión chocaba con la posición cientificista de gran parte de los investigadores que defendían la ciencia de excelencia, motivada por la curiosidad como paradigma.
Como joven ansioso e impertinente, me tocó discutir acaloradamente con el Dr. Manuel Sadosky (Secretario de Ciencia de Alfonsín) por la falta de presupuesto. Esas discusiones continuaron con todos y cada uno los secretarios de Ciencia que tuvo la Argentina durante casi 20 años. Y más allá de los cambios propios de la maduración personal, fui aprendiendo que la tarea de administrar la ciencia no es sencilla. Fueron años duros en que la ciencia tenía escasa o nula relevancia y existía una profunda desesperanza entre los investigadores.
En el año 2002 asumí como Secretario de Investigación de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales dela UBA. Convencido de que había que crear las condiciones para que la Facultad no sólo publicara trabajos sino que creara puestos de trabajo, fundamos la incubadora de empresas INCUBACEN. Como referencia, el MIT es responsable de 1 de cada 15 puestos de trabajo en los Estados Unidos, y Stanford de la existencia del Silicon Valley, pero no existen contribuciones equivalentes de las universidades nacionales de la Argentina. Esta iniciativa tuvo una fría acogida por parte del sector de profesores más conservador y una abierta oposición de las agrupaciones de estudiantes de izquierda.
En 2003, Daniel Filmus me convocó para ser Presidente de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica, que había sido creada por Juan Carlos del Bello (recientemente fallecido). Desde 1997 otorgaba subsidios importantes en tiempo y forma y financiaba no sólo la investigación básica sino también la innovación en las empresas. Los primeros meses me dediqué y escuchar a los funcionarios, altamente profesionalizados, de esa institución. Funcionarios que me acompañarían a lo largo de los 16 años siguientes.
Las políticas que pusimos en práctica tuvieron como eje central acoplar efectivamente la generación de conocimiento con la actividad productiva. Gracias al financiamiento del Banco Interamericano de Desarrollo, implementamos nuevos instrumentos como el financiamiento de los costos de patentamiento, subsidios para pasar del hallazgo publicable a la prueba piloto y redes de investigación que involucraban múltiples centros de investigación y empresas.
En este período también me tocó rescatar y reformular la Fundación Argentina de Nanotecnología (FAN), que había sido creada por Roberto Lavagna. La FAN tiene hoy un edificio propio que incluye una incubadora de empresas, varias de las cuales suelen aparecer en los medios por sus desarrollos.
En 2007 tuve la oportunidad de conocer a la entonces candidata Cristina Fernández de Kirchner y de proponerle el “Pasteurizar la Ciencia Argentina”. Esto implicaba hacer “Ciencia inspirada en el uso”, de acuerdo a lo propuesto por Donald Stokes como modo de resolver la falsa antinomia entre ciencia básica y aplicada. Aparentemente eso la decidió a elegirme Ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, el primero en ese cargo.
Gracias a los proyectos que gestionamos ante el BID, el Banco Mundial y el Banco de Desarrollo Latinoamericano (CAF) pudimos profundizar las políticas tendientes a mostrar impactos concretos de la ciencia y la tecnología en el desarrollo económico y social.
Esto implicó además la creación de nuevas instituciones.
La Fundación Sadosky, destinada a apoyar el desarrollo de las ciencias de la computación tanto en el ámbito publico como el privado, permitió, entre otros proyectos, el desarrollo del software GENIS, que hoy se utiliza para la identificación de familiares no sólo en el Banco Nacional de Datos Genéticos de nuestro país sino en instituciones similares de América Latina.
El Polo Científico Tecnológico es el único ámbito a nivel mundial que reúne en una misma estructura edilicia las actividades de investigación a través de los Institutos Internacionales de Innovación Interdisciplinaria (entre ellos la sede de la Sociedad Max Planck); la gestión, a través de la ANPCYT y el CONICET; la política científica, en el MINCYT; y la popularización en el Centro Cultural de la Ciencia y el Museo Interactivo “Lugar a Dudas”.
En una asociación entre el CONICET e YPF se creó Y-TEC, empresa que lidera el desarrollo tecnológico no sólo en la industria petrolera sino también en las energías alternativas.
Creamos también el primer canal de ciencia en el ámbito de un ministerio: TEC TV, y participamos de las muestras científicas en Tecnópolis.
El desarrollo de nuevos instrumentos de financiamiento permitió además tener casos de éxito en cuanto al impacto de la inversión en ciencia.
El Fondo Sectorial FONARSEC, que financia consorcios público-privados, permitió la creación de MabXience, empresa que produjo los primeros anticuerpos monoclonales en el país, ahorrando millones de dólares y exportando por otros tantos, y más recientemente conocida por la producción de la vacuna contra el Covid de Astra Zeneca. Este fondo permitió también que la cooperativa Payún Matrú de Malargüe, que no tenía electricidad ni teléfono, hoy posea una planta de procesamiento de la fibra de guanaco, que vale alrededor de 500 dólares el kilo, y su página web.
El programa EMPRETECNO de promoción de nuevas empresas tecnológicas fue, según la evaluación del Banco Mundial, más exitoso que varios fondos de capital de riesgo del Silicon Valley, y significó para el país un rédito del 45% en dólares. Una de las empresas creadas fue la que desarrolló los kits para el COVID-19.
La compañía Satellogic, creada gracias a una inversión de capital semilla del MINCYT, es hoy una de las que lidera el mercado mundial de información satelital.
En 2015 se produjo un cambio en el partido de gobierno y la nueva administración me propuso continuar en el cargo. Mi decisión de aceptar se debió a mi compromiso con un grupo humano de excelencia que quería proteger y una política para la ciencia que requería continuidad. Fueron años difíciles en los que debí afrontar el rechazo de la misma comunidad que fue beneficiaria de las acciones que implementamos en más de una década. No obstante siempre me alentó el sentir que estaba cumpliendo con los “memes” de Houssay.
Lino Barañao es Doctor en Química, ex Ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva