La educación de la conciencia

Los seres humanos tenemos una capacidad mental que nos permite darnos cuenta de lo que hacemos, evaluar las circunstancias, juzgar lo correcto o incorrecto, lo justo o lo injusto de una decisión. La llamamos conciencia. Es una voz presente en todo ser humano normal, dotada de un cierto conocimiento intuitivo de lo bueno y lo malo. Nos hace capaces de responsabilidad para juzgar nuestros actos y distinguir lo lícito o ilícito y es guía de nuestra conducta.

Conciencia dependiente y conciencia autónoma

La conciencia adquiere dos modalidades predominantes. Conciencia heterónoma o dependiente es la voz internalizada de una autoridad a la que debemos complacer y tememos desagradar. Es el Super Yo freudiano, instalado como resultado de los mandatos paternos. Es una fuerza ajena al Yo (heteros: ajeno) que lo controla, manipula y somete, que dirige a la persona, la en-ajena y debilita y le hace perder libertad. Quien se rige sólo por la ley impuesta desde afuera carece de juicio propio, responde a una autoridad que lo sanciona o lo premia y actúa según está mandado o prohibido, aun no sabiendo muy bien por qué ni para qué. Siente que debe responder a advertencias internas ya automatizadas que le quitan espontaneidad: “Si todos piensan así, quién eres para atreverte a pensar, evaluar y juzgar?”. Además, se teme al peligro de quedarse solo. Y así, no se vive en función de la condición humana ni de su libertad.                                                                                         

En la práctica, la persona teme el abandono, tiene dificultad para tomar decisiones cotidianas si no cuenta con reafirmación por parte de otros, tiende a que los demás sean quienes asuman responsabilidades, teme expresar desacuerdos o manifestar sus deseos. En cambio, si tengo una conciencia “autónoma”, actúo por mí mismo. Percibo qué es lo bueno y adecuado para mí, aquello que responde a mi condición de ser humano, y lo realizo. Es la voz de lo auténtico y maduro de cada uno. Es el Yo genuino y es el ser adulto que protege nuestro bien y sirve a nuestro desarrollo. Es conciencia honesta y sincera, capaz de evaluar la propia conducta con objetividad y sin distorsiones, plenamente dueña de su propia vida. No está enferma de infantilismo revolucionario ni de intolerancia autocrática y sabe comprender y perdonar debilidades ajenas. La persona, a la vez que segura de sí, es de confiar en los otros. Siente simpatía por los demás y supone que a través del diálogo la mayoría de los problemas pueden encontrar solución. No necesita atarse a ideas rígidas. Cree que lo esencial de una educación no es reprimir sino estimular y orientar. Y no espera que la felicidad venga del otro. Su actitud brota del amor, no del odio. Es firme, y hasta puede ser heroica si fuera necesario.                                                                                                           

¿Las cosas valen cuando cuestan?

 Entre las variedades de la conciencia heterónoma nos merece atención el rigorismo moral. En él, la culpa ocupa un lugar central.                                                                                                                                                                                                Pero es necesario distinguir. Existe una culpa sana y genuina, de las personas que asumen con sinceridad la responsabilidad de un ilícito que han cometido, admiten la proporcionalidad del acto, su ejecución consciente y voluntaria, están dispuestas a la reparación y no apelan a disculpas o justificaciones engañosas. 

Y está la culpa neurótica de quienes se sienten fácilmente culpables, aumentan la gravedad de la acción, son impiadosos consigo, se atormentan y castigan sin provecho, no se aceptan dignos de perdón, mantienen un sentimiento de culpabilidad por largo tiempo y son tenaces en recriminarse. Este tipo de culpa no hace mejores moralmente a las personas sino que perjudica sus vidas, no beneficia a los demás y está envuelta en depresión y en una visión pesimista del mundo.                             

La culpa neurótica es la fuente del rigorismo en el área moral, en el cual se vive básicamente no para vivir y disfrutar, sino para cumplir, y le son ajenos el gozar, el crear y el reír. Con preconceptos de masoquismo moralístico, las personas sienten lo placentero como malo y creen que las cosas valen cuando cuestan. Esta concepción desemboca inevitablemente en la culpa y en alguna forma de sometimiento como expiación. No se preguntan qué quieren hacer de sus vidas sino sólo qué deben hacer y se mueven entre premios y castigos.   

En la psicopatología, estas estructuras psicológicas están dentro de la categoría de las depresiones y complejos de culpa.

Esta clase de culpa dista mucho de la genuina culpa religiosa, que es de otro género y es sana y reparadora. Y el juicio sano considera que una acción es claramente inmoral y digna de sanción si se trata de un acto definidamente ilícito, realizado a sabiendas, con pleno conocimiento de su ilicitud y con libre voluntad. Por tanto, al evaluar una conducta no se le debe adjudicar fácilmente el carácter de culpable y sí atender a los atenuantes. La vida de cada ser humano es un misterio en el que juegan factores que los demás desconocen.

El rigorismo moral suele asociarse con el carácter obsesivo. Es la mentalidad de atenerse a la letra y no al espíritu de la ley, y de ocuparse de los defectos a extirpar más que a las virtudes a desarrollar. Es de juzgar con espíritu crítico y no tiende a comprender debilidades. Por tanto, allí la justicia termina siendo incomprensión y crueldad. Es estricta en los detalles e incapaz de captar el sentido global de las situaciones.                                                                                                                                                                             

Según los especialistas, el trastorno obsesivo se caracteriza “por la excesiva terquedad, escrupulosidad e inflexibilidad en temas de moral, ética o valores y se hace incapaz de acabar un proyecto porque nunca colma sus excesivas exigencias. Privilegia el orden, los horarios y el trabajo y descalifica el valor del ocio, el placer y las amistades”.  Todo su mundo gira alrededor del deber y de mantener el control.

En el fondo de su estructura psicológica son personalidades frágiles y necesitan defenderse de la inseguridad y la angustia con férreos mecanismos de rigidez y estrictez. El cambio los perturba y tratan de mantener todo “en orden y bajo control”. Son intelectualmente poco flexibles e intolerantes, tendientes al empecinamiento y la tozudez. Son obstinados, poco permeables a los juicios ajenos y a admitir matices de las situaciones. Y en su inconsciente abrigan temor a consecuencias irreparables para cualquier error o falla propia.                   

Dentro de la mentalidad rigorista, en algunos casos se nota el predominio de la dependencia y el fondo depresivo (inseguridad, sumisión, culpa). En otros casos, son más acentuados los mecanismos de defensa contra la inseguridad: la rigidez obsesiva, etc.

En el otro extremo, siempre dentro de los trastornos psicológicos, están las psicopatías, llamadas en otro tiempo “amencia moral”. Implican la incapacidad de distinguir entre lo lícito y lo ilícito. Carecen de sentido moral y de sentimiento de culpa. Su capacidad mental está intacta, son generalmente inteligentes e inclusive sumamente hábiles para dominar a otros e instrumentarlos en su propio beneficio, pero sufren de atrofia emocional: no se conmueven, no pueden sentir compasión, son incapaces de arrepentirse…

En contraste con todos estos cuadros, la conciencia sana, no rigorista, implica asumir “mi responsabilidad”: darme cuenta de cuál es el sentido de lo que hago, y asumirlo. Acepta los componentes buenos y malos de una realidad y trata de rescatar lo que se pueda salvar del “pabilo que aun humea” (Mat 12.20). Sabe distinguir bien que una cosa es comprender y otra es justificar. Admite atenuantes y entiende de debilidades y sabe disculpar y perdonar, pero no cae en las redes de los lobos con piel de ovejas. Es conciencia clara, objetiva y natural. No supone de antemano que los hombres sean naturalmente perezosos, egoístas e hijos del rigor. No vive obsesionada por cuidar de los principios, sino que se preocupa por mejorar la convivencia.

Autoridad y obediencia            

Atendiendo a su raíz etimológica, la palabra “autoridad” proviene de la latina auctoritas, cuyo origen es auctor, del verbo augere que significa “hacer crecer”. Derivado de este origen, tenemos en español: “auge”, “autor” que implican creación o desarrollo. En efecto, la función esencial de la autoridad es proteger el crecimiento del otro, y se patentiza en la autoridad de los padres, de los maestros, de los médicos, de los consejeros, etc. Por lo tanto, si bien ejercer la autoridad implica tanto el cuidar como el sancionar o prohibir, esta última función está subordinada a la primera y deberá ser ejercida “en cuanto promueva el bien del subordinado”. En una autoridad sana se logra el complemento armónico de amor y justicia.

Podemos precisar que existen dos géneros de autoridad. Una es la racional (sana, legítima) en la que los intereses del que manda y del subordinado son coincidentes: el padre que busca el bien del hijo, el maestro que enseña… Y como actúa según la razón, el que obedece no se está sometiendo a un poder arbitrario, sino que está actuando racionalmente.

Otra es la actitud autoritaria (irracional, ilegítima) que tergiversa el sentido del poder usando su fuerza en perjuicio del subalterno: el empresario explotador, la madre despótica, el gobernante ambicioso y hasta el afán posesivo de un amor materno en apariencia sobreprotector. Por ser arbitraria, encontrará resistencia a ser aceptada, porque la sana condición humana espontáneamente se rebela contra ella, y tendrá que utilizar la fuerza, el miedo o la sugestión.              

A su vez, las actitudes con que el subordinado responda a la autoridad pueden ser diversas. Tanto la obediencia como la desobediencia pueden o no ser virtud. Cuando obedezco a una autoridad autoritaria me someto y cuando la desobedezco soy autónomo y libre. Cuando obedezco a una autoridad racional soy autónomo y libre y cuando la desobedezco soy un rebelde. Como es obvio, los autoritarismos fomentan la obediencia que es sometimiento y prohíben la desobediencia que es autonomía.                                                                                

Conciencia autoritaria y conciencia dependiente son las dos caras de la misma moneda. Ambas han quedado atrapadas por la dialéctica de la agresión: ser amo o esclavo. El que busca dominar demuestra qué poca solidez interior posee y cómo necesita del oprimido. El sometido, por su parte, necesita del opresor como protección de su inseguridad. El rebelde, por su parte, en su afán de trasgredir, demuestra que aún no es libre; de otro modo, no necesitaría luchar por conquistar su libertad. El resentido, a su vez, queda apegado a la herida recibida y no puede liberarse del rencor. Sólo la personalidad con juicio autónomo es libre, lo cual le posibilita ser generoso y amar la vida.

Al respecto, cabe preguntarnos: ¿por qué los pueblos se inclinan tanto al sometimiento? ¿Cómo es posible que, siendo esa actitud el origen de tantos males, a muchos les es tan difícil liberarse de ese yugo? Sucede que, cuando me someto, idealizo el poder de la persona o la institución objeto de mi devoción (partido, gobierno, secta, etc.) y supuestamente participo de ese poder y me siento protegido: no necesito pensar ni tomar decisiones, alguien piensa y decide por mí y no corro riesgos. Desobedecer al poder arbitrario requiere el coraje de estar solos y asumir el peligro de equivocarnos. Eso supone madurez: haber roto vínculos infantiles con la figura de los padres y haber superado el miedo a la libertad. Soy libre si soy capaz de desobedecer a la autoridad que abusa del poder y si he vencido el temor a los riesgos de la independencia. La desobediencia a todo lo que tiranice al hombre es la condición para el desarrollo humano.

El valor de la autoeducación

Hemos podido ver cómo en las diferentes distorsiones de la conciencia el miedo está en su trasfondo: disfrazado, negado, reprimido, etc. Por algo se ha llegado a decir que, en buena parte, “los miedos gobiernan el mundo”. Allí está presente el rigorismo moral y la adherencia a la letra de la ley.

En las estructuras de personalidad débiles, sumisas o dependientes, el rigorismo viene acompañado de angustia y sentimientos de culpa más manifiestos, con temas religiosos y autocastigos. En las modalidades obsesivas son más evidentes los mecanismos defensivos contra la inseguridad y la angustia: intelectualización, represión, atadura a conductas rígidas, terquedad, inflexibilidad social. Y en las personalidades autoritarias se destacan la imposición y el dominio, la descalificación del otro, la manipulación del poder y, con frecuencia, las actitudes prejuiciosas.

Aquí no podemos dejar de señalar la importancia que tienen los prejuicios en la vida social y con cuánta frecuencia están presentes en nuestra conducta. Según han demostrado las investigaciones psicosociales, cumplen una función defensiva de índole emocional muy significativa, y por eso se utilizan en él mecanismos mentales muy primitivos. La persona opta por categorizaciones con las que simplifica la realidad, y esto le evita el esfuerzo de pensar y distinguir, y es propensa a las fuertes afiliaciones institucionales donde buscan seguridad. Las ansiedades profundas la tornan temerosa del cambio y del desorden, y para ello se aferra a sistemas autoritarios. La negación de la realidad es su rasgo más característico.

La conciencia, como cualquier otra función psicológica (la inteligencia, la afectividad, la voluntad, la capacidad de expresión, la habilidad social…) debe ser estimulada, orientada y educada, como también puede ser atrofiada o desnaturalizada por factores externos, educativos o culturales. Al parecer adolecemos, desde los albores de la Historia, de una enfermiza inclinación humana en la que intervienen la interpretación legalista de las normas, la resistencia al cambio y el miedo a la libertad. Y en nuestra cultura cristiana no han faltado ejemplos. La vida de Cristo fue una perpetua lucha contra la intransigencia farisea. En la Edad Media, la mentalidad equilibrada de Tomás de Aquino los libró a Occidente de caer en manos de monjes de “fantasía calenturienta y estómagos mal alimentados”. El Concilio Vaticano II buscó un aggiornamento de normativas que habían dejado de tener la función educativa y estimulante que era su función esencial. Y aun hoy el papa Francisco es asediado por mentalidades conservadoras resistentes al cambio.  

Se hace necesaria una verdadera “metanoia”, un esfuerzo permanente de “conversión mental” de nuestros criterios erróneos instalados, muchos no conscientes, que nos permita liberarnos de prejuicios, autoengaños, pretextos, apariencias o distorsiones. Se impone la necesidad de adquirir flexibilidad mental. La conciencia autónoma trae consigo mente clara y corazón dispuesto: naturalidad, objetividad, sencillez, sinceridad y confianza en nosotros, en los otros y en el mundo. Ayuda a la vida plena y al desarrollo y madurez de la personalidad.

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