Según un conocido dicho, “la mujer del César no sólo debe ser honesta: también debe parecerlo”. El origen de la frase lo relata Plutarco, en sus Vidas paralelas. Según parece, un patricio romano (Publio Clodio Pulcro), enamorado de Pompeya (la mujer de Julio César, en ese momento pretor y pontífice máximo) se introdujo en una fiesta que se hacía en la residencia oficial de César a la que sólo podían asistir mujeres (la fiesta de la “Bona Dea”). Descubierto Clodio, se produjo un escándalo social que terminó cuando César repudió a Pompeya, a pesar de que ella no había cometido adulterio, sino que había sido la engañada.
El episodio viene a cuento a raíz del escándalo de la fiesta realizada por la pareja del presidente Alberto Fernández, de la que a diferencia del ofendido César, él mismo participó sonriente, durante la fase más estricta de aislamiento social en la que se prohibía toda clase de reuniones sociales y aún encuentros familiares por cualquier motivo. También aquí el escenario de la transgresión fue una residencia oficial, pero todo indica que la vara de moralidad que aquí veremos aplicarse estará muy por debajo de la romana.
Al margen incluso de las evaluaciones y proyecciones políticas y jurídicas del hecho, podrían hacerse muchas consideraciones. Una de ellas es acerca del rol de la llamada “primera dama”, una figura ambigua que no tiene encuadre legal al menos en la Argentina. Se trata de un rol que ocupa quien funge como pareja del Presidente pero sin que esté claro con qué alcances.
Por lo pronto, el actual escándalo ha permitido saber que en tiempos de penuria económica, no resulta barato para los contribuyentes tener una “primera dama”. No solamente sus gastos son pagados por el Estado, incluyendo auto, chofer, custodia y, por lo que se supo recientemente, una cantidad apreciable de personas que se ocupan de diversos aspectos de su estética. Se trata de asesores contratados con altos sueldos por la Presidencia de la Nación, sin que esté claro en qué consiste su tarea más allá de la asistencia a eventos sociales que se difunden por los medios de comunicación. En los viajes internacionales del Presidente, no solamente el Estado paga los gastos de la “primera dama” sino también de sus asistentes que viajan con ella.
Hay algo de obscenidad en la ostentación de los festejos realizados en la Quinta de Olivos durante el confinamiento, período en el que a la mayor parte de los argentinos nos impidió no sólo reunirnos con familiares y amigos, incluso los necesitados de asistencia y compañía, sino también despedir con dignidad a nuestros muertos. Podemos preguntarnos cómo es posible, no ya que el Presidente, su conviviente y sus amigos hayan decidido violar tan groseramente las normas que el propio Poder Ejecutivo había dictado, sino además fotografiar festivamente la transgresión. Acaso sea el registro de uno de nuestros peores males: la impunidad. La certeza de que los poderosos pueden hacer lo que quieran y saltarse los límites legales, sabiendo que nada les ocurrirá. Si pudo quedar filmado el revoleo de bolsos con millones de dólares fruto de la corrupción, o quedar registrado y reconocido por decenas de testigos el mecanismo de pago de coimas, y los autores pueden quedar impunes, “no hay de qué preocuparse”.
No es menor tampoco el hecho de que la primera respuesta del Presidente ante el escándalo haya sido una mentira: negar lo que luego se comprobó que era cierto. Más allá de la conducta y el posterior silencio de la “primera dama”, a quien, con un machismo bochornoso, Alberto Fernández intentó trasladar una responsabilidad que era y es suya.
Volviendo a la “primera dama” (título que Cristina Fernández se negó a utilizar cuando su marido era Presidente) o “primer caballero”, hay que reconocer que son figuras que existen en otros países, como los Estados Unidos y muchos latinoamericanos. Pero en los tiempos que vivimos parece más propio de una monarquía que de una república. Es indudable que la familia directa de un Presidente necesita de cierta protección oficial, y que protocolarmente hay actos donde esa compañía es oportuna. Menos clara resulta la necesidad de un séquito costeado por el erario público.
Al final del día, lo que hace la diferencia es la calidad de las personas. Angela Merkel está dejando el gobierno de Alemania después de dieciocho años de mandato, reconocida y querida por sus compatriotas y por el mundo. Fue la gobernante más importante de Europa en ese tiempo. Siguió viviendo en su casa, con su marido, a quien casi nadie conoció, sin servicio doméstico y con una modestia ejemplar. Siempre tuvo clara conciencia de que era una servidora pública, y no alguien que mereciera privilegios. Son las pequeñas cosas que explican por qué la Argentina no es Alemania.
La mujer del César no sólo debe ser honesta: también debe parecerlo. También el César.