La Argentina se ha visto sumida –como el resto del mundo– en la circunstancia inhabitual y dolorosa de una pandemia que ha segado muchas vidas y condicionado severamente a todo el mundo.
Los países debieron recurrir a sus mejores estrategias para enfrentarla bajo el supuesto de minimizar sus daños. En casi todos los casos se aprendió sobre los hechos y seguramente ese “ensayo y error” determinó éxitos y fracasos. Pero en todos los casos debió prevalecer la acción fundada en supuestos con suficiente validación de las esperables consecuencias.
El gobierno encabezado por el presidente Alberto Fernández se refirió desde los inicios con descarado triunfalismo sobre el presunto resultado comparativo de sus decisiones sanitario-políticas. Los datos hoy a la vista lo desmienten: el número de muertos por millón de habitantes y la gestión de las vacunasno dejan lugar a dudas de que no eran ciertos los planteos esperanzadores que nos presentaban en filminas con gráficos incluidos y dictado profesoral.Los resultados hoy nos colocan en un ranking poco feliz, con circunstancias que se hubieran podido evitar.
Suele suceder cuando los decisores se encierran en marcos conceptuales que les impiden ver mejores opciones. La ideología acostumbra –en paralelo– suplantar a la razón.
La carta enviada por la asesora presidencial Cecilia Nicolini a las autoridades del Fondo Ruso de Inversión Directa puso en evidencia, y de manera explícita, que el Gobierno sesgó las opciones de provisión de vacunas: “…hemos hecho todo lo posible para que la vacuna Sputnik fuera un éxito (…) pero los retrasos nos están dejando pocas opciones para seguir luchando por ustedes y este proyecto”; y que esta circunstancia resulta de un posicionamiento adoptado desde el inicio de la negociación por conseguir vacunas, lo que significa excluir a unos en favor de otros.
Finalmente, la carta explicita lo que era un supuesto subyacente. La intención fue desde sus inicios excluir de la provisión de vacunas a los “laboratorios del imperio”, en particular las de Pfizer.
El Presidente pretendió inducir un silogismo erróneo: “¿Cómo voy a tratar de negar la compra de las vacunas de Pfizer si fue el primero (laboratorio) cuya vacuna aprobé?”,como si la aprobación –que por otro lado es un procedimiento técnico, a cargo de la ANMAT– tuviera alguna vinculación irrevocable con la decisión ulterior de compra. Y, en múltiples afirmaciones siguientes dijo:“nos pusieron condiciones inaceptables”; “Pfizer no entregó en otros países lo comprometido”, etc.
Ahora resultan evidentes las motivaciones ideológicas que tiñeron la gestión de las vacunas y su intención de utilización política, que el cuasi mendicante email de la asesora presidencial pone de manifiesto, para obtener el favor de la provisión de vacunas necesaria para proteger adecuadamente a la población, con dos dosis y sin parches resolutivos.
Pero también resulta claro que las decisiones impidieron que niños con comorbilidades accedieran a las únicas vacunas aprobadas hasta el momento para su aplicación en este grupo. Tampoco la población en su conjunto pudo acceder a aquellas que han demostrado ser el gold standard en la producción futura de vacunas, dada su innovativa modelización en mRNA (o ARNm).
Más de 6 millones de vacunados con una dosis están a la espera de la segunda, 1,8 millones de ellos con los plazos de inoculación vencidos.
¿Cuántos argentinos han muerto como consecuencia de no haber contado con una cobertura que le provea una inmunización adecuada? Por supuesto que es un cálculo contra fáctico, pero es inevitable suponer que una mala gestión de las vacunas, contaminada por una ideología que suplantó la razón, privó a muchos de mejores condiciones para enfrentar el flagelo de la pandemia.
No fue el mundo capitalista el que nos negó el acceso a los mejores procedimientos –porque la calidad también cuenta– para protegernos y proteger la vida de nuestros seres queridos y conciudadanos hoy ausentes; fue el Gobierno, que profesa una ideología retrógrada, que optó por sostener una confusa idea de soberanía antes que la vida.
Se festejó “Salud es ministerio” y ello constituyó otra de las simbologías vacías con que acostumbran a adornar la mente de los desprevenidos, sin considerar que se trata de un cliché –como tantos otros– que envalentonan los espíritus con una esperanza reivindicativa, pero ocultan la mediocridad y la ineptitud de los actores. Esos mismos actores que adhieren a ideologías cuya resultante es el daño eventual por el sesgo de sus decisiones.
La inocencia con que se expresa la asesora presidencial Nicolini resulta lastimosa, más aún cuando la respuesta parece indicar que para el gobierno ruso existen otras prioridades lógicas: vacunar a su propia población. También la falta de previsión de posibles incumplimientos contractuales forma parte de la inoperancia e ideologización con que se llevó a cabo la negociación.
El vacunatorio VIP, las reuniones sociales en Olivos y otras desprolijidades conocidas en este trayecto quedan en rezago frente a la confirmación de que somos víctimas de un Gobierno capaz de poner en riesgo hasta la vida de sus conciudadanos, para hacer valer a cualquier costo sus preferencias ideológicas.
La militancia delirante nos deja en el triste lugar que estamos: sin salud ni economía y con demasiados muertos por su retrógrada ideología que, si se trata de geopolítica, no nos hace jugar con los mejores. Y si se trata de nuestra gente cargamos con los peores –y lamentables– resultados.
Eduardo Filgueira Lima es médico, Doctor en Ciencia Política, ex Viceministro de Salud de la Nación