La pandemia que nos acompaña y nos asfixia nos ha llevado a algunos a revisar nuestra relación con Dios, como consecuencia de estar más aislados, tener más tiempo y, por otro lado, por habernos sensibilizado a nuestra finitud.

Hace muchos años escuché una frase que decía lo siguiente: “La religión es el esfuerzo del hombre por llegar a Dios, Jesucristo es el esfuerzo de Dios por llegar al hombre”. Inicialmente me pareció muy ingeniosa, pero después me di cuenta cuán profunda era y cuanta verdad encerraba. Pues en mi caso personal se había cumplido por completo.

Que quiero decir que busqué a través de la religión vincularme con Dios y que a pesar de la evolución natural que todos experimentamos, no sólo en lo físico o mental, sino también en lo espiritual, la religión era mi camino hacia Dios. Me consideraba un laico comprometido, que cumplía con todo lo que mi religión me indicaba. Mi pertenencia a una parroquia, criar a nuestras hijas dentro de las enseñanzas de la Iglesia católica, ir a misa los domingos, etc. Me confesaba y comulgaba periódicamente. Y de vez en cuando leía algún párrafo de la Biblia. Con eso me sentía cómodo; cumplía con los requisitos para ser considerado un buen cristiano.

Cuando llegaron a nuestras celebraciones las modificaciones del Concilio Vaticano II me sorprendieron gratamente las innovaciones en la liturgia, y eso trajo nuevos aires a mi religión. Pero me di cuenta de que lo que en su momento fue una inspiración del Espíritu Santo para renovar su Iglesia, no llegó a plasmarse en cambios permanentes, pues se produjo un reflujo hacia las viejas tradiciones. Y quedaron sólo las formas y algunos pocos lugares donde hombres que aman a Dios y siguen las enseñanzas de Jesús, mantuvieron una actitud de avanzada respecto a la tradición milenaria de la Iglesia. Al no haber una renovación en la evangelización, los fieles continuaríamos con las formas tradicionales y la Iglesia seguiría actuando como lo había hecho en prácticamente toda su historia reciente.  Era, en definitiva, como un acuerdo tácito: los feligreses caminábamos de la mano de nuestros pastores como niños, sin pedirles nada y aceptando todo los que ellos nos indicaban. Y ellos “nos alimentaban con leche y no con alimento sólido”, (1 Corintios 3,2) que era básicamente lo cultural y sacramental.

Pero vivir ese tipo de vida y el mero cumplimiento de mis obligaciones religiosas no era conocer a Dios, no tenía una relación con Él. Lo llamativo era que este tema, que me preocupaba, no resultaba de interés para otros laicos, con algunas pocas excepciones. Muchos conocidos, en el mejor de los casos, se quedaban conformes con la amistad de un sacerdote o la pertenencia a un movimiento que los cobijaba y les daba seguridades.

Sólo algún buen sacerdote o en su defecto muchos buenos libros fueron cambiando mi perspectiva. Ese cambio pasaba por dejar de ser un hombre religioso para ser un seguidor de Jesús. Esto es fácil de decir, pero muy difícil de hacer. Había una inercia interior, una pasividad que me había acompañado por años y que me hacía sentir cómodo. Era pasar de una situación donde todo el control de mi vida espiritual estaba bajo mi dominio a otra en la que el dominio lo tiene Dios. ¿Es posible? Sí, si tomo la decisión. Si Dios ve que lo deseo de verdad, me puede conceder la gracia de dar ese gran paso.

En 1990 Dios me puso frente a una experiencia que me hizo ver de forma muy distinta la realidad de mi vida espiritual. Tenía que ver con la centralidad de Jesús en nuestras vidas de fe, y con el desafío de vivir de acuerdo a sus enseñanzas. No era el cumplimento de mandamientos o preceptos, sino una adhesión a las enseñanzas de Jesús, a su Persona. Este es un proceso que se inició entonces y que seguirá acompañándome hasta el final de mis días. La experiencia pasaba por formar parte de pequeños grupos de oración; en cada reunión leíamos un pasaje de las escrituras, compartíamos nuestras vidas y orábamos unos por otros, por nuestras dificultades, nuestras familias y por el país. Cada reunión era presidida por Jesús, y sólo había un facilitador. Cada grupo seguía su propio esquema, ya sea de lecturas o de dinámicas, pero todos incluían tres aspectos: lectura de la Biblia, compartir y oración. Con el correr de los años nos fuimos poniendo en contacto con grupos de otros países y nos reuníamos a compartir nuestras experiencias y animarnos en el camino. Había católicos y protestantes, todos laicos. Más adelante empezamos a compartir un desayuno mensual con los demás grupos, y una vez al año organizábamos un Desayuno Anual de Oración, que se extiende hasta nuestros días. Lo interesante es que no se trata de una experiencia de iglesia o de una institución, sino de un grupo de seguidores de Jesús. Esta experiencia marcó mi vida espiritual y me acercó al conocimiento de Jesús y a tomar conciencia de lo difícil que es seguir sus enseñanzas.

Ese seguimiento consiste en una aceptación total de lo que ocurra en mi vida confiando que Dios dispone lo mejor para aquellos que lo aman. Y si yo lo amo, implica que lo obedezco. Y no lo obedezco como un servidor o un niño, sino en respuesta al amor incondicional que él tiene por cada uno de nosotros.

Cuando tomo conciencia de ese amor incondicional de Dios hacia mí por la acción del Espíritu Santo, es cuando puedo rendirme en forma incondicional ante Él. En entregarle mi vida, todo lo que soy y lo que tengo. En síntesis, tomar mi cruz y seguirlo. Pero, aunque mi vida en esta tierra pueda ser un nido de rosas o de espinas, eso no tiene nada que ver, pues mi vista esta puesta en algo mucho mayor. En el encuentro con Dios, con Jesucristo, a través del Espíritu Santo.

No hay nada de lo anterior que pueda hacer por mis propios medios. Sólo por la gracia puedo llegar a entregarme a Dios, tomar mi cruz y no pensar en ningún heroísmo de mi parte, y entregarle todo aquello que valoro en esta vida terrenal.

Una vez leí algo que me dejo pensando: lo único que podemos entregarle a Dios y que nos pertenece es nuestro pecado. Y esto es muy cierto, pues todo lo demás lo recibimos de Él, vale decir que no hay nada que nos pertenezca. Este pensamiento es muy controversial, pues tendemos a creer que todo lo que obtenemos nos pertenece y es merced a nuestro honesto y laborioso esfuerzo. Cuando nos entregamos a Dios, lo que hacemos es devolverle no sólo nuestras habilidades y talentos, sino nuestro libre albedrío, ese enorme regalo que Él nos hizo y que nos puede llevar hasta negarlo a Él como Dios o a su existencia, pero Él igual nos ama incondicionalmente.

En el evangelio de Juan, en el capítulo 2, Jesús le explica a Nicodemo que es necesario volver a nacer de lo alto, renacer del agua y del espíritu. Ese renacimiento es lo que posibilita la entrega incondicional a la que hice mención antes. Sólo cuando hemos aceptado nuestra entrega a Dios, El por su gracia nos infunde una nueva vida a través de su Espíritu.

Todo lo anterior tiene que ver con una experiencia de vida más que con actos litúrgicos o religiosos. Es un encuentro personal con Jesús, que no es un proceso fácil ni se puede dar de una manera expeditiva. ¿Y cómo puedo llegar a ese encuentro? ¿Hay una receta o procedimiento? Es imposible saberlo. Dios es un misterio y se mueve de maneras imprevisibles, muchas veces ilógicas para nuestro entendimiento.

Lo que debe existir es una búsqueda de nuestra parte, un deseo interior verdadero de encontrar a Jesús, y de confiar en Su respuesta. Nuestro diálogo con Dios se compone de la escucha de Su Palabra expresada en las Escrituras y del diálogo personal con Él en la oración cotidiana, en la meditación de sus enseñanzas y en la escucha silenciosa, contemplativa. Recordemos lo ocurrido con san Pablo, quien no tenía la menor intención de conocer a Jesús y que por pura gracia en el camino a Damasco tuvo un encuentro que cambio su vida.

Para concluir, debo dar gracias a Dios por permitirme reconocer estos aspectos de relación con Él y mi permanencia en la Iglesia católica. Pero al mismo tiempo, recuerdo la cita de Pablo en Filipenses: “Esto no quiere decir que haya alcanzado la meta ni logrado la perfección, pero sigo mi carrera con la esperanza de alcanzarla, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús”.

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