Tengo en mi mesa de trabajo una foto de Jérôme Lejeune que dice: Una frase, sólo una frase guiará nuestra conducta, y será la misma palabra de Jesús: “Lo que hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”. La leo todos los días. Es un ejemplo permanente de aliento y de esperanza.
Jérôme Lejeune, Marthe Gautier y Raymond Turpin fueron los descubridores de la trisomía 21, la alteración cromosómica que produce el síndrome de Down, inaugurando así una nueva era de la genética humana (Lejeune et al. 1959, “Les chromosomes humains en culture de tissues”, Comptesrendus de l’Académie des Sciences, París, 284:602-603).
Jérôme fue un científico eminente, un médico excepcional, un valiente defensor de la vida y un hombre de profunda fe. Fuimos amigos. Jérôme Lejeune murió el 3 de abril de 1994. Era Pascua de Resurrección.
Contaré aquí cómo lo conocí, lo que pudimos hacer juntos y lo mucho que me enseñó. Nuestro primer encuentro se dio en Cambridge, Massachusetts en 1979.
Fue así:
En 1979 recibí una inesperada invitación del Vaticano para formar parte de la comitiva que enviaba el papa Juan Pablo II, recientemente electo, al Massachusetts Institute of Technology, MIT, para participar en el gran encuentro internacional del World Council of Churches, WCC (https://www.oikoumene.org/member-churches) con sede en Ginebra, que agrupa a más de 300 Iglesias cristianas de muy variadas denominaciones de todo el mundo. La Iglesia católica tiene observadores que colaboran con WCC. Fue para mí un regalo soñado. Imagino que se hizo realidad gracias a mi amistad con el padre Jorge Mejía, nuestro querido director de Criterio, quien entonces comenzaba su brillante trayectoria en Roma, primero en la Comisión de Justicia y Paz, luego como obispo y director de la Biblioteca del Vaticano, una de las más antiguas y prestigiosas del mundo, y finalmente como cardenal, junto a Jorge Bergoglio, a quien conocí el día de la creación de los nuevos cardenales en una ceremonia inolvidable en la plaza de San Pedro el 21 de febrero de 2001.Y aquí me permito un paréntesis. Con el cardenal Bergoglio regresamos en el mismo vuelo de Roma a Buenos Aires, donde tuvimos oportunidad de conocernos y conversar amigablemente. Y lo seguimos haciendo cuando nos encontramos, eventualmente, en Santa Marta, en el Vaticano.
Pasé, pues, a integrar la comisión de la Iglesia católica en esta reunión ecuménica WCC, que estaba formada por científicos y teólogos. La conferencia era sobre Fe, Ciencia y el Futuro. Tuvo lugar en julio de 1979 y fue excepcional el desarrollo de este prolongado e intenso encuentro religioso en un instituto de ciencia y tecnología de enorme prestigio. Como decía Juan Pablo II: “La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”. Las conferencias se desarrollaban en el inmenso y maravilloso domo del Kresge Auditorium, que había construido Eero Saarinen, un genio de la arquitectura. Allí encontré a Jérôme por primera vez. Me cautivó su forma de actuar y de hablar. Compartimos paseos inolvidables, muchos de ellos en bicicleta. De hecho, Jérôme se desplazaba frecuentemente en París en bicicleta, incluso para ir a su hospital.
Y aquí empezó una nueva etapa de mi vida científica gracias a mi inesperada visita con Jérôme al flamante laboratorio de Inteligencia Artificial del MIT, que dirigían Marvin Minsky y Seymour Papert, un colega muy querido y admirado durante nuestra común estada en los ‘60 en el Centro Internacional de Epistemología Genética que dirigía Jean Piaget en Ginebra. En el MIT comenzaba, en los ’70, una década innovadora para el acceso a las computadoras de personas con discapacidad. Allí un joven ingeniero brasileño, José Valente, preparaba su tesis de doctorado bajo la dirección de Papert, con un muchacho que sufría una grave discapacidad motora. Me enteré, mientras se desarrollaban las sesiones WCC, que Valente había logrado un avance significativo con un nuevo programa de computación accesible para discapacitados, que se convertiría en uno de los primeros intentos en el mundo, sino el primero, en tener éxito. Inmediatamente lo invité a Jérôme a visitar el laboratorio y observar lo que estaba sucediendo. Cuando llegamos, el joven ya se había ido, pero Valente nos explicó que su alumno había escrito allí por primera vez una carta a su madre con ayuda de la computadora. Nos conmovió profundamente. Yo me atreví a decirle a Jérôme que “ese día había cambiado la medicina”… Él asintió pues percibió que la inclusión de personas con discapacidades en el mundo digital era un salto cualitativo en el cuidado de su salud y en su inserción social. Valente continuó desarrollando el tema en Brasil como profesor del Departamento de Multimedios y Comunicaciones en la Universidad de Campinas. La última vez que nos vimos fue en la reunión de la Latin American School for Education, Cognitive and Neuronal Sciences que tuvo lugar en Punta del Este en 2014, donde Valente me confirmó que su alumno discapacitado se encuentra bien y trabajando intensamente.
Algo semejante me ha ocurrido con mi alumno Nico, quien perdió gran parte de su hemisferio cerebral derecho a los tres años en una delicada intervención quirúrgica (hemisferectomía funcional) para salvarlo de una epilepsia intratable. A los ocho años, con “medio cerebro”, comenzó a programar en Logo, lenguaje digital creado por Papert. Ahora, a los 27 años, comienza estudios terciarios de literatura en inglés y español; es, además, pintor y campeón nacional de esgrima especial. Ambos casos son excepcionales pues han abierto un horizonte de esperanza para personas con discapacidad de todo tipo, gracias a un uso creativo de los recursos informáticos, uniendo a maestro y discípulo, a médico y paciente, en una amistad que se extiende por décadas.
Uno de los resultados de este primer y excepcional encuentro en el MIT con las prótesis informáticas desarrolladas por Valente y su equipo, fue su aplicación, con el apoyo de Jérôme Lejeune, en pacientes trisómicos y otras “enfermedades de la inteligencia”, como se llamaba la cátedra de Jérôme en la Facultad de Medicina de París. Hicimos las primeras pruebas con pacientes de Jérôme durante mi corta estada en 1981 en el Centre Mondial Informatique en la capital francesa. Este Centro merece un comentario. Fue una propuesta revolucionaria de Jean-Jacques Servan-Schreiber, autor del célebre libro El desafío americano (París, 1968). Nicholas Negroponte fue su primer director científico y me invitó a colaborar en ese Centro. Además, Nicholas había lanzado simultáneamente la construcción del Media Lab del MIT, laboratorio que resultó decisivo para la expansión mundial de la informática y las comunicaciones. Su libro clásico Being Digital (Knopf, 1995) aún hoy continúa enriqueciendo el pensamiento digital. Recuerdo, como anécdota, que Nicholas viajaba periódicamente a los Estados Unidos para supervisar la obra en el MIT, fruto de su colaboración con el gran arquitecto Ieho Ming Pei, autor de la famosa pirámide del Louvre.
Una invitación providencial en esos días en París cambió el rumbo de mi vida científica. Fue cuando Nicholas me transmitió la invitación del presidente de Colombia, Belisario Betancur, para ir Bogotá e instalar allí las primeras computadoras para niños en las escuelas, cosa que hice muy complacido en compañía de Seymour Papert. Nicholas me designó en 2005 Chief Education Officer del programa OLPC One Laptop Per Child, una computadora por niño, proyecto que logramos introducir en decenas de países. Un sueño hecho realidad. La implementación más importante de OLPC se desarrolló en Uruguay con el programa del gobierno de entregar laptops conectadas a internet a todos los alumnos y docentes de las escuelas públicas del país, el ya famoso Plan Ceibal (www. ceibal.edu.uy).
En la Argentina la tarea educativa iniciada por Papert en el MIT fue rápidamente asimilada, y perfeccionada, gracias al esfuerzo que realizó el ingeniero Horacio Reggini con sus nuevos desarrollos del lenguaje Logo, que fueron aplicados con enorme éxito en una escuela de niños con discapacidades auditivas, el Instituto Oral Modelo (IOM) por el joven informático Percival J. Denham.
Al primer encuentro con Jérôme en el MIT se sucedieron varios. Uno de ellos en la Argentina, cuando vino invitado a dictar conferencias y un seminario de varios días que tuvo lugar en la estancia “La Armonía” de Cobo, cerca de Mar del Plata. Allí, paseando por el estanque que alegra la casona principal, nos propusimos con Jérôme organizar una primera reunión en la Pontificia Academia de Ciencias en el Vaticano enteramente dedicada a la informática y a la inteligencia. Reunión que logramos concretar una década después, cuando Jérôme ya no estaba con nosotros (falleció en 1994), pero el tema inspiró una serie de sesiones que se pueden consultar por internet (www.pas.org). Merece mencionarse la de 2017, junto a la Fundación World Wide Cooperation que presidía Romano Prodi, ex primer ministro de Italia, donde se propuso que la “conectividad es un derecho humano”, derecho que debido a la pandemia y al cambio climático que estamos padeciendo, se hace cada día más urgente.
Recuerdo el día que llamé a Jérôme a París para Navidad de 1993; me confesó que estaba con cáncer, en medio de un doloroso tratamiento. Conservo su carta donde me habla de su enfermedad, que soportó con admirable firmeza. Escribía sus misivas a mano, usaba una pluma a la antigua y tinta negra, con una bellísima caligrafía. Generalmente firmaba “votre ami fidèle, ut semper”.
Jérôme descansa en paz en el pequeño cementerio de Chalon-Saint-Mars, que Juan Pablo II visitó –en ocasión de un encuentro multitudinario con los jóvenes en París 1997– para orar por su amigo, a quien había nombrado presidente de la nueva Academia Pontificia de la Vida, con sede en el Vaticano, cargo que no llegó a ejercer por su temprana muerte. Tuve la satisfacción de participar en la nueva Academia inspirada por Jérôme en un encuentro donde se habló sobre la “muerte cerebral”. La declaración fue trascendente desde el punto de vista de la ética médica: http://www.pas.va/content/accademia/en/events/2006/signsofdeath.html
Tuve, además, el privilegio de asistir a una consulta de Jérôme con una niña con síndrome de Down y su familia, en el hospital donde trabajaba. Se prolongó casi una hora y confieso que jamás en mi vida fui testigo de una dedicación semejante durante una consulta de rutina en un hospital público. Esa total entrega al enfermo, en todas las fases del tratamiento, era un verdadero modelo para sus colaboradores y colegas más próximos. Sin embargo, Jérôme tenía muchos adversarios, pero yo no estaba entonces al tanto de las encendidas controversias en torno a su obra científica y a su militancia activa a favor de la vida, desde la concepción. Por lo visto la figura de Jérôme fue, y sigue siendo, un “signo de contradicción” para muchos. La Iglesia asumió su defensa y decidió promover su proceso de beatificación.
Un día recibí una invitación inesperada: integrar la comisión encargada de postular su causa. Juan Pablo II lo respetaba y quería. Había enviado a Jérôme a Moscú en 1981 para que hablara con las autoridades soviéticas sobre los peligros catastróficos de una guerra nuclear y me contó varias anécdotas de sus encuentros con colegas rusos que sufrían las embestidas de la pseudo-ciencia soviética instalada por Lysenko en el ámbito de la genética. Jérôme también me informaba sobre sus viajes alrededor del mundo trabajando en pos de la vida y la dignidad de las personas con trastornos genéticos. En uno de sus viajes a Roma con su mujer, fueron invitados a almorzar con el Papa. De regreso en París, se enteraron de que Juan Pablo II había sido baleado y estaba en grave estado. Era el día en que se festejaba la primera aparición de la Virgen a los pastorcitos de Fátima.
En suma, la vida de Jérôme fue una extraordinaria imbricación de ciencia y religión, de razón y de fe, de acción y de contemplación. De ello pude hablar en las variadas ocasiones en las que tuve que testimoniar en el proceso de beatificación. Para cumplir con los requisitos canónicos me tocó revisar todos los escritos científicos de Lejeune y documentos relacionados. Para ello tuve que viajar a la antigua abadía gótica de Saint Wandrille en plena Normandía, que custodiaba parte de su legado, que estaba en manos del joven monje benedictino Jean-Charles Nault, promotor de la causa, hoy Abad de Saint Wandrille.
Mi camino con Jérôme culminó en la solemne ceremonia que tuvo lugar en 2012 en la inmensa catedral de Notre Dame, cuando se sellaron las cajas con los documentos de la comisión, frente a una enorme multitud que colmaba la nave central. Todo terminó felizmente en el Vaticano, donde ahora prosigue el proceso de beatificación. En mayo del año pasado, a los 92 años, murió Birthe, la esposa de Jérôme, una mujer excepcional.
Hace pocas semanas el papa Francisco nombró “venerable” a Jérôme. Sería para todos un enorme apoyo y una gran alegría saber que contaremos pronto con un científico santo. Oremus.
Antonio M. Battro es Doctor en Medicina y en Psicología. Es miembro de la Academia Nacional de Educación y de la Pontificia Academia de Ciencias