Ser persona es valorar: valores basura y valores fantasma

William Golding tituló su primera novela El señor de las moscas (Lord of the Flies, 1954) introduciéndonos abruptamente en el abismo de la conducta humana que intuyó concretamente el pueblo judío. Un grupo de niños británicos cae en una isla perdida, luego de la explosión sobre Hiroshima. La ausencia de adultos permite una utopía que, poco a poco, va dejando paso a la sombra de la naturaleza humana, con la lucha por el poder hasta la irracionalidad y la muerte.

A diferencia de la película La playa (2000, con Leonardo Di Caprio), en el libro El señor de las moscas subyace todavía el planteo teológico de si existe una fuente del mal (la bestia) y el planteo político, donde el autoritarismo es capaz de destruir los procesos democráticos –lo que la película apenas esboza– e imperar, con asentimiento popular.

El malo

En el tercer milenio antes de Cristo, los pueblos del Este del Mediterráneo rendían culto al Señor (Baal) como príncipe (Zebul) de la Tierra, dios del rayo y el trueno –para otros, dios del fuego–. Como en sus altares la carne del sacrificio se pudría, los judíos, en son de burla, modificaron su nombre con una onomatopeya que evoca el sonido del aleteo de las moscas, de modo que pasó a ser llamado por ellos Baal Zvuv (el señor de las moscas, o Belcebú en nuestro idioma).

Los señores de los inframundos egipcios, griegos o mayas –que también lo representaban como una serpiente– podían actuar de un modo sesgado y hasta destructivo, pero no eran la serpiente que roba la inmortalidad a Gilgamesh, ni estaba perfilada su psicología, como la serpiente que, invitando a sustituir a Dios, causa la expulsión de Adán y Eva de la tierra como paraíso, en el lenguaje del Génesis.

La palabra hebrea Sheol refiere un subsuelo de sombras que reclama a todo hombre. Aunque no tiene traducción posible, la biblia de los setenta la asoció a Hades. En cambio, la expresión Gehena que aparece en el nuevo testamento no se refiere a un lugar espiritual, sino a un lugar físico, donde había existido el culto cananeo de sacrificar niños a Moloch/Molek, y desde el año 638 a. C. se había convertido en basurero. Era el Valle para incinerar la basura al pie de la puerta sudoeste de Jerusalén, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga (Marcos 9, 48).

Serán los autores cristianos del siglo II (cfr. Ireneo de Lyon, 130 a 202) los que, denunciando el intento gnóstico de influir sobre las primeras comunidades, con piel de cristiano, llegan a conceptualizar al malo como el enemigo del hombre, opuestos al amigo del hombre, que es Dios. En el siglo XX, con la experiencia de la primera guerra mundial y durante la segunda guerra mundial, la genial intuición literaria de J.R.R. Tolkien (1937-1955), y luego de C.S. Lewis (1950-1956) lo conceptualizan con distintos nombres, pero siempre como el enemigo de la creación.

La trivialidad del valor

Sin negar la posibilidad de una entidad destructora, ni cuestionar las razones de algunas traducciones cristianas que sustituyen la palabra Gehena por Infierno, la aparición del término Gehena en los textos originales del Nuevo Testamento siempre me ha parecido representativa de la posibilidad humana de tirar la propia vida y otras vidas a la basura.

Pablo de Tarso, educado y observante judío, nos trasmite su experiencia: Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero (Romanos 7, 19).

Luego de cubrir el juicio a Eichmann en Jerusalén, Hanna Arendt desarrolla la idea de la trivialidad del mal. Esperando ver un monstruo concluye que se trata de un hombre pobre, sobre todo, en sustancia humana (en bien) era un burócrata. Esta potencia del sujeto, en la ambigüedad de sus actos, está implícita en el proceso de su libertad, de un modo que su libertad puede volverse contra él, y volver su vida una basura.

Desde su experiencia en los campos de concentración, Viktor Frankl nos dice: “Nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer al hombre quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración”.

Por eso todas las personas son dignas del mayor respeto, pero no todas las ideas son dignas de respeto.

Géraldine Schwarz, autora franco-alemana de Los amnésicos (Tusquets, 2019), ensayo con aire de novela, que indaga en el pasado de su familia en los años del Tercer Reich, recuerda que “cualquiera que trabajara en aquella máquina de matar era culpable de asesinato a partir del momento en que conocía el objetivo de la maquinaria. Esto no planteaba ni la sombra de una duda para los que estaban en los campos de exterminio o conocían su existencia, del simple guardián al cargo más elevado de la dirección”.

Yo puedo querer lo que quiera, lo que no puedo es hacer bueno lo que he querido. La bondad es una propiedad de la cosa, su valor es una propiedad que le asigna el sujeto, a lo que lo conduce a la basura y a lo que es bueno por sí. Así, la separación del valor y el bien, que proponemos, no es relativismo, ya que lo bueno se corresponde con la verdad de las cosas; pero si relatividad, porque lo valioso es siempre la experiencia de alguien, a cuya sensibilidad las cosas le hablan –las cosas no son mudas–y ante quien resplandecen como valiosas, sean o no buenas.

No podemos referirnos aquí a los problemas que ha generado el nihilismo de la decadencia victoriana, al desembocar declamando la deconstrucción de todo el proceso intelectual euroamericano. La cultura es para el hombre una “segunda naturaleza” un puente entre “lo dado” y “lo construido”, de un modo que es natural para el hombre ser cultural. Todavía existen algunas cosas sobre las que se puede decir Nunca Más, sin darse cuenta que la deconstrucción juega al Jenga con la cultura, retirando bloques de absolutos humanos que trascienden la relatividad histórica y geográfica, creando así una estructura cada vez más inestable.

Hay valores basura, porque los valores no son inherentes a las cosas, no se extraen de las cosas. Los valores se generan en una intención, que los interioriza como motivo de la acción. Es entonces cuando rompen la indiferencia de una voluntad, que no se mueve a sí misma, en sí misma, sino que así es movida por las cosas.

Las constelaciones de valores

Géraldine Schwarz, refiriéndose a su abuela, sostiene que, a partir de sus experiencias en la institución recreativa nazi Kraft durch Freude (Fuerza a través de la alegría), desarrolló una lealtad completamente irracional hacia el Führer. En general se ve en el fascismo y el nacionalsocialismo la guerra y el Holocausto, pero no que en su proceso hicieron soñar que Hitler estaba salvando el país, económica y políticamente; así el partido consiguió transmitir un sentimiento de pertenencia a una Volksgemeinschaft, una comunidad del pueblo que excluía a los impuros (judíos, gitanos, enfermos mentales y disidentes) y estaba reservada a los pseudoarios. Afirma la autora: “Mi abuela era a la vez culpable de haberse dejado cegar y un poco víctima de una manipulación”. 

Los valores valen porque se vive según ellos. Los valores son el sentido real de la acción particular, sean o no buenos, sean o no declarados como motivo de la acción, son la fuente de energía de la acción, y se van articulando como constelaciones que, nos guste o no, dan sentido a la vida.

Emilio Komar (Orden y Misterio, 1996), refiere de Edith Stein (muerta en la maquinaria por cuya eficiencia velaba Eichmann): “La vida espiritual de la persona está incluida orgánicamente en un gran conjunto de sentidos que es, a su vez un conjunto de vigencias: cada sentido comprendido exige una actitud correspondiente y tiene a su vez la fuerza que mueve a actuar en conformidad”.

La vida humana pone carne a un sinnúmero de sentidos, no siempre congruentes, pero que al ser carne adquieren organicidad y se estructuran como constelación, moviendo a actuar en conformidad.

En lo personal, un sentido pasa así a valer como un motivo interiorizado, fuente energética de la acción del hombre (mujer y varón) concreto: motivación autodestructiva o motivación plenificante. En lo social la constelación de lo valorado, con toda su ambigüedad, se va volviendo normalidad, normatividad y norma, presionando sobre la interioridad de los sujetos a adecuarse a ella. Es muy fuerte el relato de Lotte, una niña judía de Mannheim: “Un día, con la clase, fuimos a ver una película de propaganda para niños, la historia de un muchacho que se convierte al nazismo. Aquello nos impresionó mucho, todos queríamos parecernos a él. Luego, cada día cuando pasaba delante del centro de las juventudes hitlerianas: Estaba celosa, soñaba con pertenecer al grupo, tenían un aspecto muy feliz con sus uniformes”. Geraldine Schwarz agrega una reflexión personal: “Lo que envidiaba por encima de todo era su normalidad”. 

Los valores fantasma

A veces esas normas provienen de la conciencia de comunidad, con una alta solidaridad, pero también pueden ser el resultado de normas extrínsecas interiorizadas por temor, o por conveniencia de un contrato implícito, que el sujeto/sujetos fuerza desde su interior a actuar. Aquí la expresión temor o conveniencia contractual no ha de ser interpretada sólo en el sentido físico, sino también y muy especialmente, en las sociedades sobre-comunicadas o sin intimidad, en un sentido psicológico, psicosocial y psicopolítico (es muy fuerte ver, desde nuestra Actualidad, la proscripción de la intimidad en Un mundo feliz, 1984, El huevo de la serpiente o La isla).

Volviendo al aporte de Géraldine Schwarz, la autora muestra a su abuelo como un personaje banal, que no fue un monstruo, ni una víctima, ni un héroe, sino un “Mitläufer (quien, por ofuscación, por indiferencia, por apatía, por conformismo o por oportunismo, se convierte en cómplice de prácticas e ideas criminales)”, quien compró en 1938 –momentos en los que la situación de los judíos en Alemania era ya límite– una empresa a una familia judía al bajo precio que las normas de arianización legitimaban. 

Otras veces, las normas son derivaciones de valores que fueron parte de un “sistema solar”, de una constelación de valores (o cultura) ahora estallada.

Cuando los valores declarados ya no son lo valorado por las personas, la norma se queda desnuda en su obligatoriedad, su cumplimiento se vuelve vacío, rutinario, alternativo, optativo, absurdo. Siguiendo la línea de Ortega  y Gasset (Biología y Pedagogía, El Espectador, III) es la miopía de confundir el conformismo con la adhesión.

Así, el valor ha perdido su significación energética, porque no está en la carne de corazón, o no es asumido por todo nuestro ser. Entonces, en parte volveremos a la indiferencia, seguiremos arrastrando los pies, en parte el acto quedará trabado, si es que en parte no estará resistido y por tanto nosotros divididos, nuestro corazón partío (en lo más profundo de mi alma / sigue aquel dolor por creer en ti, / ¿Qué fue de la ilusión y de lo bello que es vivir?, Alejandro Sanz).

Lo energético del valor puede quedar como un fantasma que permanece en el interior con eficacia desmadrada exterior, pero con capacidad de choques interiores que van minando la interioridad (pero miénteme aunque sea, dime que algo queda / entre nosotros dos)[1].

Los valores sostenidos de forma extrínseca van convirtiéndose en fantasmas de valor, aunque todo el aparato del Estado los sostenga. Salvo la nomenklatura, la élite privilegiada, las mayorías se vuelven apáticas, y la respuesta estructural es cada vez más mecánica, es decir, la vitalidad social, la creatividad genuina, se van empobreciendo en favor de la obediencia literal (mecánica).

Lo mismo en el Estado/partido que en la fábrica, la parroquia o el hogar familiar. En el proceso extrínseco se ha percibido a la persona como materia amorfa (sin forma) y eso se paga con la revolución, el relevo de la élite privilegiada, la pérdida de la población, el abandono del hogar familiar, o como le ha sucedido a un párroco, que el coro entero se va al templo evangélico más cercano.

Los valores fantasmas, instrumento de dominación, sostenidos por la manipulación para el control social, no son verdaderos valores, sino consignas justificadoras, fragmentos de ideologías. No tensan a la acción, no arrastran. Si se los sigue es por otra razón de valor que se manifiesta desde dentro en la acción (por ejemplo, el temor o el privilegio).

El fenómeno de la nomenklatura se desarrolla también autónomamente en las burbujas de sentido, de modo que los valores en el espejo se convierten en valores del espejismo social. Así como la norma puede sostenerse en fantasmas de valor, la agenda social puede sostenerse en un espejismo de valor que flota en el aire social y como llega se va.

El mero poder, por extrínseco, parte el alma, y la ensoñación un día termina, ya que el alma humana no tiende sólo a lo material o materializable, a la autosatisfacción, estima o pertenencia.

La ternura restaura la posibilidad de la libertad y ésta restaura la fuerza del corazón.

La capacidad intuitiva del corazón (centro unificado de lo personal) sobre la riqueza de lo real nos permite el conocimiento del bien de las cosas, la afectividad desea, atribuyendo bondad particular a lo que considera valioso, tenga o no esa bondad (bien), y por eso necesita de un juicio (de ordinario auxiliado por la norma), para no errar, y un hábito concreto, encarnado (virtud) que le permite perseverar cuando lo bueno se vuelve arduo.

Roberto Estévez es Profesor titular ordinario de Filosofía política en la Facultad de Ciencias Sociales de la UCA


[1] A veces, como describe A. Toynbee (El Mundo y El Occidente): “Cuando un rayo de cultura, en su recorrido, es difractado en sus bandas componentes: tecnología, religión, política, arte, esto a causa de la resistencia de un organismo social extranjero sobre el que choca, su ‘banda tecnológica’ es capaz de penetrar más de prisa y más profundamente que su banda religiosa. Y esta ley se puede formular en términos más generales. Podemos decir que el poder de penetración de una banda de radiación cultural, por lo general está en razón inversa al valor cultural de esta banda. Una banda trivial ofrece menos resistencia en el organismo social asaltado que la que levanta una banda crucial, porque la banda trivial no amenaza causar tan violenta o tan dolorosa perturbación en el modo de vida tradicional del organismo asaltado”.

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